David Rodríguez Cerdán
Los principios musicales de la música cinematográfica nunca antes habían levantado ampollas. Pero desde hace unos años se encuentran en liza con su propia raison d´être. Algunos dirán que esto es pura demagogia: hay principios (románticos) y principios (modernos). No obstante, y aún dando por hecho que el concepto de música (como el de arte) ya no sirva de mucho para glosar tanta criatura acústica como de hecho, y bajo su rúbrica, se está glosando, la musicalidad del pentagrama cinematográfico ya no es lo que era. Sometida como está a las voliciones de un arte (el cine) y un imaginario (el del público: ese animal schopenhaueriano) que tiempo ha enterraron la ingenuidad bajo un muro de positivismo, encuentra sólo en ocasiones creadores esforzados que saben lo que vale una corchea. Paladines de corazón, si se quiere, porque se consagran, a pesar de los desplantes (recordemos el caso "Troya") a esos principios; volatineros de necesidad, porque consagran esos principios, a su vez, a un arte gregario, complejo, babélico a veces. Su habilidad consiste en seguir diciendo las cosas con propiedad (musical), muy de puntillas las más veces, pero sin faltarle el respeto a nadie. Músicos de los pies a la cabeza, cuando cae el telón pueden mirarse al espejo y seguir considerándose artistas.
Hoy por hoy, enfrascarse en esos principios a la hora de facturar una partitura de cine está peor visto que cualquier pecado venial. El cine no quiere artistas, sino buenos funcionarios. Pero lo cortés, suscribiría Yared, no quita lo valiente. Su obra cinematográfica, como la de algunos otros, prueba esta certeza con creces. A quienes duden de que un compositor no pueda hoy en día declinar (musicalmente) el celuloide sin sacrificarlos, a ella les remito. No es cuestión de genialidad, sino de escrúpulos. Lo explicaríamos parafraseando a Herrmann: Yared no es un músico de cine, sino un músico que escribe para el cine.
Por otro lado, téngase en cuenta que los músicos europeos, por tradición, siempre han sido más racionales y culteranos a la hora de hermosear el celuloide. Una idiosincrasia que se remonta a los orígenes mismos del clasicismo y que es especialmente significativa, en contraposición a la norteamericana, en el cine de animación. Como ejemplos, baste citar el rigor neoclásico de "Le Roi et L´Oiseau", de Wojciech Kilar; el flemático paisajismo de "Watership Down", de Angela Morley; el humor ligero "Le Petit Soldat", de Joseph Kosma; o, para no faltar a nuestro presente, el modernismo poético y mediterráneo de la actualísima "De Profundis", de Nani García.
Sea cuestión de costumbre o de carácter, lo importante del asunto es que “Azur Et Asmar” viene a constituirse en diáfano paradigma de este ejercicio de principios. Se nos presenta también como una obra profundamente europea: cabal, sintética y moderna. En ella reconocemos la pluma de uno de esos paladines y en su expresión discográfica apreciamos que la lógica labor ascética (de renuncia) no ha podido más que la música. El mérito es mayor si tenemos en cuenta que, a oídos de un compositor, una película como “Azur Et Asmar” supone, primero, un problema métrico y en segundo lugar, uno dramático. Así hemos de pensar (musicalmente) esta película bidimensional que niega dialécticamente la convención de las tres dimensiones y que funciona, como las miniaturas persas en que se inspira, por ascesis. En tanto que problema, “Azur Et Asmar” exige una estrategia estética impecable: el compositor debe convertirse en geómetra para diseñar una música que preste volumen a unas imágenes que no lo tienen, con el fin de magnificar su intensidad, al tiempo que evita traspasarlas con acordes añadidos (sabemos que Michel Ocelot, que mucho tiene de ácrata [ahí están las dos entregas de "Kirikú" que lo atestiguan] nunca habría tolerado lo contrario). En esa densificación juega un papel esencial la instrumentación aplicada: los timbres del kanoun magrebí, el ney o el oúd han parecido corresponder siempre al arrobamiento literario de "Las mil y una noches" o al perfume de un dátil. En conjunción con una orquesta bien proporcionada (un lujazo: la de la Ópera de Lyon) y los colores ocasionales de un coro adulto (un habitual de Silva Screen: el Crouch End Festival Chorus) y otro infantil (el Finchley Children´s Music Group, maravilloso en “Un Choeur D´Enfants”), esta pasta orquestal flambea, más que arde.
En lo dramático, la música de “Azur Et Asmar” tiene dos virtudes apreciables: por un lado, la autenticidad de lo árabe, producto de una larga asimilación transcultural que se remonta a los días de "Les Petites Guerres" (1982), "Invitation Au Voyage" (1982) y "Hanna K" (1983), así como al estudio de los textos de "La Conferencia De El Cairo" (1932). Por otro, la poética orquestal, que parece referir el ideario mitológico de un Fauré y que, con plácida desenvoltura, revela hermosos cuadros musicales, articulados como los diferentes capítulos de un cuento: “Le Lion Écarlate”, “Le Palais”, “Les Chasseurs D´Esclaves”, “Le Départ De Jenane”. Todas estas miniaturas, concisas y temperadas (hay espacio para la variedad: aquí conviven danzas, tropos, marchas y pavanas) se van desplegando a partir de una arábiga nana y de una variación arquimédica en la que se delega el misterio y el embrujo. No obstante, está claro que a los melómanos impacientes (o superficiales) no les quedará nunca tal impresión de prolijidad. A lo más, la de algo tibio e inocuo.
La ligera contrapartida (musical) de “Azur Et Asmar”, que la hay, tiene que ver con ese oficio de volatinero que mencionamos al principio: una obra semejante, si no dependiese más que de sí misma, podría aspirar, como tantas otras de Yared, al proceloso circo de la música “seria”. En ella, qué duda cabe, hay nutriente de sobra para criar una bella criatura sinfónica. Pero eso sería en otro mundo posible. En el nuestro, y por lo que antes hemos expuesto, sabemos que a “Azur Et Asmar” se le ha privado (deliberadamente) del punto de cocción. Es el precio que deben pagar los oídos más exigentes por la ciencia métrica aplicada a la película. Con todo, y aún objetando síntesis, abreviaturas y reducciones, “Azur Et Asmar” sigue siendo una obra exquisita. Mal harían si la desatendieran.
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