Frederic Torres
Cuando Bob Rafelson realizó este remake en 1981 protagonizado por una casi debutante Jessica Lange (que se había presentado unos años antes como novedosa atracción de otro remake, el del “King Kong” producido por De Laurentiis) y el por aquellos tiempos ya (re)conocido Jack Nicholson hacía mucho que los (provocativos) efectos del film original de Tay Garnett, pese a la vigencia que por definición caracteriza a los clásicos, se habían diluido y una nueva versión que superara aquella iconográfica imagen de una Lana Turner sugerentemente vestida de blanco ofreciendo al espectador de la época (mitad de los 40) una anatomía tan exuberante como poco arropada (por un insólito bermuda blanco) a fin de seducir a un John Garfield transformado en sus manos (más bien, en sus brazos) en simple marioneta, debió parecer a los productores una buena idea comercial cobijada a la sombra de la eficaz y probada (en las taquillas) moda retro impuesta durante la recién finiquitada década anterior por films como “El Golpe”, “El Gran Gatsby” o, especialmente, “Chinatown”, los cuales al albur de las libertades expresivas asumidas por la contemporaneidad no solo hablaban sino que también mostraban aquellas escabrosas interioridades de la sociedad que en décadas anteriores la censura había escamoteado al espectador. Para que lograra ir más allá de convertirse en una mera actualización carente de sentido (como en las que, perseverando, ha degenerado la actualidad cinematográfica que nos asola caracterizada por unos remakes cuyo origen no sería otro que la evidente escasez de ideas originales del Hollywood de hoy en día) la mejor baza del film fue bucear en la turbiedad albergada en el corazón de la narración original de James M. Cain como único y poderoso motivo con que dotar de la fuerza y la garra necesarias esta nueva visita cinematográfica. Algo que, por ejemplo, ya había conseguido Visconti en los primeros tiempos de su carrera con “Obsesión”, una personal adaptación en la que acentuó particularmente los aspectos realistas y pasionales de la narración alejándola, por ello, del brillo glamuroso hollywoodiense. Pero Rafelson, una de las novedosas esperanzas autorales de su tiempo avalada por, entre otras, la independiente “Mi vida es mía” (también con Nicholson) consiguió no solo dotar de vida este relato negro sino que además lo hizo descubriéndonos a una Cora extraordinariamente sensual y palpitantemente seductora gracias a una Lange que con su interpretación no solo logró labrarse una longeva trayectoria profesional en la meca del cine sino que llegó a difuminar aquella mítica imagen de la Turner de los 40 para convertirse, en un imaginario casting, en la protagonista indiscutible de cualquier versión ideal a realizar sobre el turbio relato de Cain junto al otro referente masculino constituido por el atormentado Garfield de la versión anterior.
Y no deja de resultar paradójico que, precisamente, fuera su elaborada composición del personaje de Cora aquello que más haya perdurado del film sobre todo si se atiende a las expectativas de la presencia de los citados Turner y Nicholson como reclamos comerciales de ambas versiones por cuanto lo habitual en aquellas latitudes ha sido, casi desde los mismos orígenes de su industria, la prevalencia del impositivo predominio de la imagen confeccionada sobre los parámetros del mito con los que hacer caja en la taquilla y perdurar en el imaginario colectivo en aras a ampliar esas mismas recaudaciones en el momento en que la “estrella” reluciera nuevamente con su brillo cinematográfico (en aplicación del método conocido como star-system). En este sentido, la partitura de Michael Small cobró especial importancia al apuntalar la pulsión y el magnetismo sexual entre los amantes (Frank y Cora), otorgando el protagonismo a una cuerda y un viento-madera coherentemente complementados con un motivo central generador de la tensión incidental que el relato demandaba, así como otro de características emotivas y hondo calado dramático, aunque aparentemente más convencional. Small “vive” un cierto redescubrimiento en la actualidad gracias a algunas ediciones que diversos sellos como La-La Land, Intrada y FSM le han dedicado a su obra, escasamente conocida a causa de una pobre difusión no ya digital sino también analógica de la que tan solo relativamente consiguió sobresalir en su momento “Las Montañas de la Luna” (un posterior –de 1990- film de Rafelson) gracias tanto a la edición del correspondiente vinilo como a las amplitudes orquestales que conllevaba un relato aventurero como aquel ubicado en el corazón de África, por otro lado poco representativo del autor (a pesar de contar con más de una incursión de estas características como el interesante documental “Atrapados en el Hielo”, en el que trabajó pocos años antes de fallecer en 2003), más abocado a creaciones de tan escasa entidad orquestal como plenas de densidad e innovaciones formales, representando esta partitura para la nueva versión de la novela de Cain el punto álgido de una carrera desarrollada durante la década anterior a la sombra de unos thrillers teñidos siempre de cierta conflictividad bien política (“El Último Testigo”, “Marathon Man”) o social (“Klute”), antes de diluirse en la siguiente en proyectos meramente alimenticios de escaso calado y proyección personal (caso de su participación en “Tiburón 4” o en las fallidas “El Caso de la Viuda Negra” y “Dobles Parejas”, respectivamente de Rafelson y Pakula), toda vez que constituyéndose en la quintaesencia de un estilo camerístico y detallista que, al igual que el de David Shire, contemporáneo de Small, conjugaba expertamente sus intervenciones sobre las secuencias clave del relato con el fin de obtener de este modo la intensidad dramática requerida.
No será esta, la de la más austera esencialidad como capacidad para hacer valer su presencia en las secuencias o escenas fílmicas estrictamente necesarias, la única semejanza entre ambos compositores puesto que también el interés por el uso de innovadoras formas de abordar la tonalidad (o su ausencia) caracterizarán algunos de sus trabajos más señeros si bien desde postulados y aproximaciones distintas que, en el caso de Shire, implicarán ritmos jazzísticos serializados para su estupenda “Pelham, 1, 2, 3”, y en el de Small una original y poco habitual asignación/identificación de la tonalidad armónica, difuminada durante la mayor parte del metraje del film con el propósito de alcanzar mediante la inversión del rol musical la máxima expresividad de aquellas secuencias relacionadas con los aspectos más negros de la trama como la planificación del asesinato del marido de Cora o las novedosas y explícitas secuencias sexuales que tanto escándalo levantaron en su momento. Por ello la partitura de Small, antes que investirse de los tintes rurales que propiciaban la posible opción paisajística sustentada en un contexto rural alejado de la gran ciudad en un ambiente tiznado por la precariedad surgida de la Gran Depresión (al modo, por ejemplo, del “Bonnie & Clyde” de Charles Strousse), discurre en una atmósfera tendente a la suspensión expresiva derivada de la casi imperceptible introducción, como de soslayo, de solos de viento-madera (desde el mismo “Main Title” a los “End Credits”, pasando por “Doing It In the Dirt”, “Thinking of Cora”, “You Know What I Learned” y “Elegy for Cora”), gracias a lo cual cobrarán la oportuna relevancia aquellos crecendos armónico/melódicos protagonistas en las polémicas secuencias citadas que, de otro modo, hubieran recibido un tratamiento tonal convencional basado precisamente en aquel aceptado cliché que asigna la descripción del más escabroso asesinato o la transgresión de los límites de las representaciones de la explicitud sexual con la sorprendente pero canónica aceptación mayoritaria de la habitualmente poco popular atonalidad como idónea correlación de estas desviaciones de la “normalidad” fílmica.
Small y Rafelson eran, pues, plenamente conscientes que la escena de la cocina (“Kitchen´s Love”), en la que Frank aborda sexualmente a Cora abalanzándose sobre ella, se convertiría en el momento clave del film por todas estas diversas razones urdiendo para ello un tratamiento visual explícito que combinara de la manera más adecuada los aspectos sensualmente melódicos proporcionados por un tratamiento musical que a pesar de iniciarse con un solo de flauta sin ninguna especial direccionalidad culminará, sin embargo, en una esplendorosa plenitud armónica (con el motivo de Cora) conforme la secuencia prosiga con ambos protagonistas retozando enharinados sobre la mesa. Precisamente esa visualización de la seducción facilitada por la música logra desviar los sentimientos y las sensaciones del espectador hacia un plano más emocional propiciando con ello que la película consiguiera la adecuada calificación moral con que poder ser estrenada comercialmente sorteando de paso la espinosa cuestión que dicha explicitud planteaba en la distribución de la misma. Ese efecto sensorial en absoluto desvirtúa tan polémica escena, al contrario, la dota de una plenitud dramática que desprovista de las sugerencias provenientes del registro musical solo hubiera destacado por su inusual atrevimiento y su idiosincrasia puramente física (no exenta, parecer ser, a la "alegría" con que contribuyeron los propios actores). De este modo, su elaborada simetría fílmico/musical permite establecer un vínculo melodramático con el resto de la narración gracias, precisamente, a la idoneidad del concepto empleado en esta novedosa y original asociación fílmico/tonal.
El resto de la partitura discurre por estos inusuales parámetros a fin de actuar sobre la percepción del espectador la atención del cual es captada gracias a la inadvertida tonalidad (en oposición frontal a aquella máxima que reza -como afirmaban Hitchcock y Truffaut- que la mejor música cinematográfica es la que pasa desapercibida) alejada, además, de método intrusivo alguno y revirtiendo, de paso, la condición contextual y atmosférica derivada de la abstracción de la ausencia melódica a una condición por así decir “neutra” o poco llamativa (“Fuse Box”, “Suspense on Stairs”, “Last Drive”) para al espectador. A esta inusitada planificación Small añade unas gotas de costumbrismo/cotidianeidad relacionadas con las diversas visitas de la pareja a la ciudad (“Going to Chicago”, “They Leave Courthouse” y “They Marry”) a fin de redondear definitivamente el híbrido y atrevido perfil tonal de su trabajo, asumiendo Rafelson la ilustración del trágico destino final de Cora (y, por tanto, de Frank) mediante un intencionado mínimo uso de recursos musicales a fin de no enfatizar el “golpe de mala suerte” que aquellos sufren, interrumpiendo el desarrollo musical (“Last Drive”) momentos antes de la fatídica intervención del azar, retomándolo en los momentos finales a modo de justa y moderada coda evocadora (“Elegy for Cora”) antes de la confluencia, a modo de suite, de los motivos principales en los créditos finales, nuevamente iniciados con un melancólico solo de clarinete.
Finalmente, la presencia de una serie de bonus tracks con versiones alternativas de algunas pistas musicales (como la misma “Kitchen Love” y la extendida “Got to Have You, Frank”), así como la recuperación de alguna versión incluida en el exclusivo vinilo original editado en su momento (”Thinking of Cora”, “They Marry” y “Last Drive”), además de incorporar un par de breves fragmentos de sendas óperas de Mozart y Verdi (“Le Donna e Mobile” y “La Ci Darem La Mano”) arreglados por el propio Small (cuya presencia fílmica obedece, a pesar de apellidarse Papadakis, a la afición operística de Nick, el marido asesinado de Cora), permiten advertir diferencias de matiz o secuenciación (caso de las inéditas “Beat Each Other Up -Alternate Version-” y “Cora Spits -Alternate Version-”) respecto de la edición final de una partitura que sigue conservando intactas sus propuestas y el elevado interés que propiciaron tanto la vigencia de un planteamiento fundamentado en una minuciosa y elaborada orquestación (debida al veterano Jack Hayes) como la inspiración de un compositor que, con la presente, reivindica ante el aficionado la oportunidad de una revisión y escucha provistas de mucha mayor atención que la recibida en vida. Seguro que merece la pena.
29-octubre-2012
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