Miguel Ángel Ordóñez
De las cinco partituras que Miklós Rózsa compuso entre 1977 y 1979 -celebrado regreso al primer plano cinematográfico después de trabajar en cuatro películas a lo largo de los catorce años anteriores-, “Last Embrace” resulta la menos interesante de todas. Eso no significa que desde un punto de vista musical se trate de una obra sin alicientes relevantes. Su principal inconveniente radica en la pertinencia narrativa de un score, cuya deliberada sonoridad old fashioned -Rozsa era contratado en la última etapa de su carrera cinematográfica, precisamente, para imitar el estilo que le había llevado a lo más alto de la MGM dos décadas atrás- no encuentra el acomodo esperado en una cinta donde su director, Jonathan Demme, opta por abusar, entre otras cosas, de un verdadero arsenal de confusos e incoherentes movimientos de cámara, más acordes con el cine experimental e independiente de la época (recordemos que se inicia en la dirección al inicio de la década en la productora de Roger Corman). Mientras trabajos como “Providence”, “Private Files of J. Edgar Hoover”, “Fedora” o “Time After Time” responden a la necesidad, por muy diferentes razones, de trasladar la iconografía musical de la golden age a relatos que necesitan, para la propia fluidez de su construcción interna, de una conexión romántica con el pasado o de una delimitación temporal concreta; en “El Eslabón del Niágara” ese vínculo es superficial e innecesario, más allá de sus intenciones de homenajear el cine de Hitchcock –de igual modo que Truffaut precisa rendir pleitesía artística al director inglés a través de Herrmann, cuyo lenguaje contemporáneo se presta más fácilmente al juego- , o al mismísimo cine negro americano, en el que Rózsa había demostrado ser un consumado maestro.
La trama se alimenta de los prototipos del “best seller” al uso: Harry Hannan (Roy Scheider), agente de la CIA, ve como su esposa Dorothy es asesinada. A partir de entonces, sufre un permanente estado depresivo y paranoico. Un enigmático mensaje en hebreo con las iniciales ZM le convencen de que es la próxima víctima de una complicada red de asesinatos que parece tener su motivación principal en un antiguo burdel judío. Con la ayuda de Ellie (Janet Margolin), la nueva inquilina de su piso, intentará desentrañar el misterio. Con un casting erróneo y una puesta en escena sumamente irregular, Demme jamás reconduce la historia hacia los terrenos del “clasicismo” (dejando a un lado la brumosa fotografía retro de su inseparable Tak Fujimoto), en los que sí que obliga a posicionarse al espectador, entre otras cosas, a través de la música de Rózsa, ofreciendo con todo ello un pastiche de ardua digestión.
Como resultado, el comentario musical se ve asediado por las luces y las sombras. En el bando de los aciertos, podemos situar toda la subtrama amorosa de la cinta. En torno a ella, el compositor húngaro crea dos fantásticos temas de amor. El dedicado a Dorothy, la esposa muerta, es de un romanticismo arrebatador y destaca por su delicada construcción musical. Expuesto en “The Cantina”, de manera diegética (para solo de violín) y como acompañamiento de la escena de su asesinato, el tema persiste en la memoria de Harry y funciona como motor de su conducta a lo largo y ancho de la acción (“Homecoming”, “Nocturne”). El asociado a Ellie, la nueva inquilina de su apartamento y, a la postre, la responsable de los asesinatos que Harry investiga, responde a la gran visión narrativa del compositor: se trata de una sutil variación del tema central obtenida a través de una inteligente suma de efectivos en la cuerda y de la utilización de un tempo más lento (“Main Title”, “Niagara Falls”). Un motivo circular de cinco notas con el que Rózsa consigue adentrar al espectador en la tensión y el suspense, es utilizado a su vez, para definir la extraña relación amorosa de la pareja protagonista (“Goodnight Ellie I”), logrando con ello, conectar con habilidad el misterio que rodea la trama a la figura del personaje femenino (con la Margolin haciendo aguas en su caracterización de “femme fatale”).
Mucho menos interesante se muestra el maestro húngaro a la hora de acometer la violencia y la acción. Su música se reviste de un exacerbado manierismo formal que pretende aportar a la trama una contundencia dramática de la que carece. La aparición de un motivo de acción secundario (“Mystery”, “Cyanide”), exégesis del corte “Danger Ahead” de “The Killers” (1946), y las escasas variaciones armónicas que sufre el material principal de partida (“Confusion”, “Pursuit”), son un ejemplo de lo cerca que anda Rózsa de caer en el cliché, especialmente a través del uso de unas armonías que apenas sufren variaciones a lo largo de un metraje en el que sí que son evidentes los cambios emocionales de los protagonistas. Como resultado, la trama pierde complejidad y el desenlace se hace previsible, lo que en modo alguno se corresponde con un grandilocuente ejercicio sinfónico que se esfuerza en ralentizar la acción, con el fin de otorgarle empaque, y en ofrecer una lectura ambigua de unos personajes que, a estas alturas, han perdido por completo su credibilidad.
Tras encontrarse descatalogada desde hace años una regrabación de 25 minutos publicada por el sello Varèse, acompañada de la partitura de “Eye of the Neddle”, en una edición limitada de principios de los 90, Intrada presenta por primera vez, el score completo en mono (un tanto irregular), con una ligera reverberación en estéreo para evitar en lo posible la sequedad de los masters originales. Una buena oportunidad para adquirir una de las últimas obras del genio húngaro y disfrutar con una propuesta musical que aunque poco original, emerge plena de barroquismo y se adentra con sutil romanticismo en el oscuro retrato del alma humana.
20-agosto-2009
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