Miguel Ángel Ordóñez
Si existe una época reciente dominada por los profundos cambios sociales y culturales, derivados de una permanente crisis en todos los órdenes, esa es sin duda los 60. El hombre de aquella década se rebela no sólo contra la futilidad de las guerras o los regimenes dictatoriales, sino que blande victorioso su libertad para encarar el sexo sin complejos o demanda con firmeza la igualdad de hombres y mujeres, sumando fuerzas para oponerse a las normas injustas emanadas del poder ejecutivo. Aunque esta visión no deje de ser recargada –alimentada quizás por los abismos educativos que separan los 60 de su década precedente-, parte de esa sensación se siente y se trasmite al degustar los dos platos fuertes que el sello Film Score Monthly nos propone en este “A Johnny Mandel Trio”.
Tanto “The Americanization of Emily” como “The Sandpiper”, son la muestra fehaciente de la irrupción de esos vientos de cambio en una maquinaria tan conservadora como el cine americano. Sin necesidad de impulsarnos hacia una idea en exceso romántica, lo cierto es que ambas cintas transgreden el orden establecido bastante menos de lo que proponen en un primer momento (de hecho emergen disfrazadas de historias pasionales), pero no cabe duda que se alzan como prototipos saludables de una manera de abordar temáticas con compromiso, valentía y disposición. El problema radica en que a través de los atrevidos y liberadores diálogos de Paddy Chayefsky (“Emily”) y Dalton Trumbo (“Sandpiper”), los personajes acaban retratados de forma contradictoria al entrar en conflicto su manera de expresarse con los actos expiatorios que se ven obligados a afrontar debido a su falta de fortaleza, enfrentados a una realidad hostil que aún no está preparada para asumir esas nuevas conductas, rebeldes e independientes.
En “The Americanization of Emily”, el punto de partida es la inminente invasión de los aliados a las playas de Normandia. Charlie Madison (James Gardner) es un oficial americano encargado de hacerle la vida más fácil a los altos mandos. En la habitación de su hotel no faltan los buenos vinos, la ropa de marca o los teléfonos de chicas. Él es un “viva la vida” que aparentemente carece de honorables principios, al que le importa un rábano los ánimos expansionistas de su país o la defensa de la libertad al otro lado del charco, en Europa. Cobarde confeso (su lema es: “la cobardía es vida, la epicidad sólo conduce a la tumba”), se enamora de la hermosa Emily (Julie Andrews). Conductora del ejército, ella es inglesa y se siente sujeta a estrictas normas morales. Ha visto como su padre, su hermano y su marido han muerto sacrificados por la patria. Detesta lo que representa Charlie, su insolente y enarbolado “americanismo”, pero no puede evitar amarlo.
A pesar de su premeditado tono antibélico, la película asume el disfraz de convencional historia romántica, convertida en plato de fácil digestión, gracias a la importante contribución que realiza Johnny Mandel a la hora de conducir los hilos de la trama hacia terrenos más ligeros. Siempre elegante, el compositor dulcifica la confrontación moral y dialéctica de la pareja con un diseño motívico que traslada el discurso fílmico a los terrenos del cine de género (la comedia romántica). Sin embargo, bajo la apariencia de este simple ejercicio de estilo donde Mandel no hace sino tirar de técnica, el compositor oculta un maravilloso juego de equívocos y dobles lecturas. Así, la partitura se sustenta sobre dos motivos que a la postre configuran también dos concepciones musicales muy diferentes, dos maneras de entender la vida. Para Madison, crea una marcha militar no exenta de un irónico acento épico. Para Emily, un tema deliberadamente romántico y ensoñador. Su trabajo, una vez establecidas esas premisas, pasa por nivelar la balanza entre la teatralidad americana, su pomposidad patriótica, y la flema inglesa, su atenazado victimismo. Ese frágil equilibrio es el que permite, a la postre, que Emily y Charlie se amen de manera creíble. Mandel logra, tirando de sutileza, que el tema de Charlie adquiera connotaciones de la personalidad de Emily y el de ella comparta los principios rectores de Charlie, de modo que el proceso de acercamiento, la americanización de la protagonista, sea verosímil, se cimiente sobre bases sólidas. ¿Cómo lo logra? Para Madison, Mandel crea una marcha anclada sobre dos motivos: una sección A del tema que directamente liga a las marchas de Farnon o Arnold (tradicionalmente británicas), y una B cercana a las directas y patrióticas de Sousa (exultantemente americanas). Si para Charlie, el recurso es eficaz, parece más complicado otorgar a la romántica melodía de Emily (una triada menor que contrasta con la mayor invertida de las tres primeras notas de la marcha) connotaciones de la personalidad de aquél. Lo consigue, en parte, al vertebrar el arranque de los subrayados sonoros a través del empleo de instrumentos solistas (básicamente maderas), metáfora con la que erige el triunfo del individuo sobre el colectivo, la victoria del cobarde (Emily acepta que ella lo es ante su incapacidad para comprometerse de nuevo) sobre las víctimas heroicas de toda guerra. El diseño en espiral de la obra se completa con la reconciliación final de Charlie y Emily, un encuentro marcado por los acordes de la marcha (formato Sousa) y no por el tema romántico. Con ello, Mandel no ha hecho sino servirnos la definitiva rendición de la protagonista femenina, la concluyente americanización del personaje (o si se permite la licencia, mostrarnos su terminante “charliesación”).
En “The Sandpiper”, traducida en nuestro país como “Castillos en la Arena”, es la confrontación entre dos estilos de vida, entre dos visiones de la sociedad de la época –la que tiende puentes hacia una idea de futuro y la que sigue anclada en el pasado-, sobre lo que versa el hilo argumental de la historia. Laura Reynolds (Elisabeth Taylor), vive junto a su hijo en un idílico paraje de la California del Sur. Madre soltera por elección, enarbola un código de conducta “hippie”, moderno y permisivo. Edward Hewitt (Richard Burton) es un sacerdote que regenta el colegio San Simeón, lugar donde va a parar el muchacho para cumplir la sanción que le impone un juez por su “reprobable” comportamiento en un incidente del pasado. Casado y con dos hijos, el clérigo cae profundamente enamorado de Laura e inicia con ella una relación adúltera hasta que su mujer, Claire (Eva Marie Sant), los descubre. Bella historia de amor maduro, dirigida con aplomo por Vicente Minelli (William Wyler decidió retirarse del proyecto), la trama ahonda en las contradicciones de un sacerdote cuyo universo se derrumba al tener que tomar la decisión más importante de su vida: elegir entre su vocación y la lealtad a sus convicciones y el verdadero amor, la felicidad sin etiquetas.
Esta dura historia plantea, sin emitir claros juicios de valor y ahí radica su interés, incógnitas de incierta resolución. La turbia historia entre una libertina indómita y un prominente personaje de la iglesia, casado y con hijos, supone un auténtico desafío moral para una industria cinematográfica como la americana, proclive al mensaje dogmatizante. La tensión sexual que respira la cinta, los dardos envenenados lanzados por Trumbo contra el falso puritanismo presente en los rectores de la severa, pero feliz, comunidad de San Simeón, tiende a aplacarse gracias a la introducción de un concepto musical romántico que traslada la acción a confines mágicos, aislando a los amantes hasta el punto de que sean incapaces de reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Mandel acude al rescate en calidad de “apagafuegos”, para dotar a la cinta de una poderosa sensualidad con la que evocar un tentador paraíso terrenal, incomunicado al exterior, donde es posible, y hasta necesario, dejarse llevar por las emociones. La transparente y elegante música creada por Mandel gira alrededor de un recurrente tema principal, la famosa melodía sobre la se cimienta la canción ganadora del Oscar “The Shadow of your Smile”, con letra de Paul Francis Webster. Asociado a Laura con la apertura del filme, el tema subraya todos y cada uno de sus encuentros amorosos con el director de la escuela. Casi inalterable y dominado por un timbre, el de la trompeta de Jack Sheldon, la melodía adquiere un color hispano con la introducción de la guitarra, actuando como corolario del triunfo de la parte “humana” de Edward, la victoria del amor sobre el deber, una vez aquél se materializa y vence los obstáculos marcados por el convencionalismo (“Seduction”). Como en su visión de un océano agitado que traduce el sentir pasional de los amantes, la música se ve relacionada a una libre capacidad de elección que conduce a la felicidad, en contraposición a la desdicha a la que aboca el cumplimiento de unas normas sociales rígidas y estrictas. Entre otras cosas, el score supone una verdadera lección en el empleo del viento, como muestra algún que otro ejemplo sobresaliente (el correlimos del título regresando a la libertad), en los que Mandel se acerca al Messiaen "ornitólogo" a través de una exploración tímbrica que, lejos de la complejidad rítmica del francés, adapta al formato popular de los 60 (“Weekend Montage”). Como contrapunto al idílico paraje y al aislamiento romántico de los protagonistas, el compositor asocia al personaje de Claire una música sumamente convencional que, descansando sobre un plácido colchón de cuerdas, persigue aportar empatía hacia el personaje. Impuesta por el productor Martin Ransohoff, a pesar de la negativa de Mandel, la misma, contradictoria y superficial, sólo favorece a despertar de su evocador estado hipnótico a un espectador que veía posible el triunfo del amor sobre la razón. Retirado el caramelo de la boca, perdida la magia, contribuye a que el desenlace huela a fórmula y resulte fallido.
Como postre, FSM pone a nuestro alcance una de las primeras partituras de Mandel para la MGM (cuarto score en su carrera); un vehículo de serie B a la medida del descafeinado Frankie Avalon, la aventurera y exótica “Drums of Africa”. Por razones presupuestarias, Mandel dispone tan sólo de quince instrumentistas para insuflar algo de credibilidad a este complemento de sesiones dobles en cines de barrio. El resultado es una obra bastante extraña y anti climática que, abandonando las constantes del género, penetra en esa estética populista, tan en boga durante los próximos quince años, de rancias melodías silbables. Algo más interesante se muestra el autor al adentrarse en la música propia del género, sustituyendo, por razones obvias, la habitual masa orquestal por una sugerente exploración de timbres percusivos. Para otro de los principales ingredientes de la cinta, la subtrama amorosa, Mandel arregla el “The River Love” de Russell Faith y Robert Marcucci, con resultados formularios y previsibles. No cabe duda, que la obra no está a la altura de las propuestas anteriores, pero no deja de resultar atrayente como muestra de los primeros pasos dados en el cine por Johnny Mandel tras el éxito de la íntegramente jazzística “I Want to Live”.
6-abril-2009
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