Gorka Cornejo
Tras participar en labores de co-guionista (“Toy Story”) o co-director (“A Bug’s Life”, “Finding Nemo”) e incluso poniendo voces a personajes en prácticamente todas las películas producidas por Pixar, a Andrew Stanton se le ha dado finalmente la oportunidad de estrenarse como máximo responsable en solitario de un largometraje de animación, dando como resultado uno de los trabajos más sorprendentes y gratificantes de la corta pero intensa filmografía de la insigne fábrica creada por John Lasseter. Buena prueba de que Pixar no sólo permite sino alienta proyectos cada vez más osados, “Wall•E” es un más que digno paso adelante en la particular evolución de un género que si bien no deja de inscribirse en lo que se conoce como cine de animación, en el sentido técnico, narrativo y también industrial o comercial del concepto (dirigido, por tanto, a un público objetivo primordialmente infantil), camina por los senderos de la promiscuidad y el mestizaje con otros géneros y sobre todo hacia una conciencia metalingüística, es decir, reflexiva sobre la propia naturaleza del cine, y va en camino de convertirse en toda una categoría en sí misma, que será estudiada como producto de la mentalidad posmoderna, dos de cuyos rasgos son el reciclaje y la intertextualidad. En esta ocasión, Stanton bucea en una mezcla insólita de ciencia-ficción con mensaje humanista, cine de aventuras y sobre todo homenaje al musical hollywoodense, del que extrae su esencia, a saber, la sensacional alegría de vivir que destilan sus rutilantes puestas en escena, la aparatosidad teatral con la que decoraban los mensajes más simples, medulares y por ello mismo trascendentales. ”Wall•E” es, una vez digerido su envoltorio comercial, un espejo melancólico donde observar, desde los ojos de un robot de mirada limpia y desprejuiciada, la absurda complejidad de nuestro mundo, del que poco o nada puede salvarse: algunos objetos aislados, por su belleza surrealista una vez perdida su utilidad, el azaroso brotar de una planta (qué chapliniano el icono de su verde nimiedad protegida dentro de una bota de niño) y la magia de cosas tan simples y estremecedoras como la canción de amor de un musical.
Para el apartado musical, Stanton vuelve a contar con Thomas Newman tras su previa colaboración en “Finding Nemo”, un proyecto que para el compositor no dejaba de ser una novedad en su filmografía, teniendo en cuenta las coordenadas genéricas de la película, aunque lo realmente sorprendente es que el “sonido Newman” no haya sido más solicitado en películas ambientadas en futuros fantasiosos. Si bien puede parecer lo contrario, el reto de Newman no consiste en suplir con la música una supuesta carencia de expresividad de los personajes motivada por su condición robótica y por la ausencia de verbo articulado, particularidades que, gracias a la labor combinada de artistas gráficos y diseñadores de sonido, no merman sino precisamente enriquecen el carácter único y encantador de los mismos. El compositor debe hacer consistente todo lo que rodea a los personajes ya que a diferencia de éstos, perfectamente autónomos, expresivos y comprensibles, el mundo apocalíptico en el que se mueven depende precisamente de la música para no presentarse ante los ojos del público con toda la crudeza de su apariencia espeluznante, parábola atroz del devenir humano, sino como la fábula predominantemente optimista que es, si bien se asienta sobre un planteamiento trágico y descorazonador. Gracias a la música, el espectador adulto es testigo de un mundo de pesadilla en el que todo lo conocido ha desaparecido, habitado por máquinas de limpieza de desperdicios altamente contaminantes, pero desde una óptica ingenua e incluso divertida, contagiados por la condición casi infantil y enternecedora de ese robot, Wall•E, que atesora huellas y despojos descontextualizados de nuestra compleja civilización tratando de hacerse una idea de la clase de especie que debieron ser los humanos en la Tierra. La desolación, la tragedia, la apocalíptica crítica a la actualidad, al conformismo de la sociedad de consumo, quedan así en un cercano segundo plano, posibilitando una lectura superficial en clave de aventura divertida y con un punto romántico apta para sensibilidades infantiles, no muy diferente a cualquier otra producción similar, desde “Monsters Inc.” a “Ice Age” o “Antz”, y evitando que la película discurra por derroteros demasiado crudos, como por ejemplo sí hacía aquella maravilla titulada “When the Wind Blows” (1986). Por tanto, el primer objetivo de Newman es humanizar, hacer más cálido y abordable el ambiente devastado en el que se mueven los protagonistas, tratar de que el espectador no acuse negativamente la extrañeza y radicalidad de su planteamiento estético e ideológico y entre desde el principio en las coordenadas de la historia.
Pertrechado con su habitual arsenal de exóticos sonidos acústicos y electrónicos, de una riqueza tímbrica siempre bienvenida, y sin caer nunca en abusos de tachundas sintetizados, verdadera pandemia a la que han sucumbido tantos y tantos dotados compositores, Newman se enfrenta a un encargo tan exigente como convencional en sus planteamientos cinematográficos, si bien especialmente tentador debido a las muchas oportunidades que ofrece la película para el lucimiento personal, ocasión que el hijísimo no desaprovecha, como corresponde a un músico de su altura, pero sin caer en ejercicios de egolatría, más bien esforzándose extraordinariamente en lograr un equilibrio entre el plano horizontal de la duración de exposición de la música (muy abundante y variado en sus exigencias dramáticas, lo que siempre supone un caramelo envenenado para cualquier compositor) y el vertical de su intensidad dramática, algo que Newman dosifica con inteligencia y buen gusto (exceptuando quizá una sorprendente cuña hortera, el corte titulado “First Date”, que sin embargo funciona a las mil maravillas como chiste musical al vincular la primera cita entre Wall•E y Eva con las poco distinguidas primeras citas de la gran mayoría de adolescentes del planeta).
Como siempre, Newman se centra en la definición de un universo sonoro, más interesado en el juego cromático que en la sustantividad temática, ya que si bien existen temas que podríamos denominar leit-motivs, la partitura no se estructura en torno a un planteamiento clásico de presentación y variación de temas identificativos. Por ejemplo, no existe un tema dedicado al personaje de Wall-E, aunque sí una música que define su actividad en la Tierra, ese trabajo de desescombro y limpieza que tan mecánica, racional y diligentemente le vemos ejecutar al comienzo de la película: así, la música pertinentemente ágil, polirrítmica, aderezada con su poquito de mickeymousing (“Wall•E”), sirve exclusivamente para las escenas en las que el protagonista vive su día a día rutinario y su soledad, apenas amortiguada por la relación que le une a una cucaracha tan fiel como indestructible. El personaje de Eva, el robot de última generación que hará que Wall•E olvide la tarea que le ha sido encomendada y se enamore perdidamente (hasta el punto de que desaparece la música que venía asignándosele en favor de la que evoca ella), recibe por parte de Newman (en colaboración con Peter Gabriel) un tema específico caracterizado por el uso del arpa (“Eve”, “Define Dancing”), siempre sugerente y misterioso a la par que dulce; sumado al tema que el compositor asigna al divertidísimo escuadrón de limpieza, encabezado por M-O (“Repair Ward”, “M-O”), un espléndido tema de estilo be-bop, y a varios ejemplos de identificación musical, como la de la flauta solista con la importantísima planta, única prueba de la viabilidad de la vida en la Tierra (lo encontramos por ejemplo al final del corte “Wall•E” o en “The Holo-Detector”), o la de ciertas frases para metales que se relacionan siempre con el despegue o el aterrizaje de las diversas naves espaciales (“The Spaceship”, “Eve Retrieve”, “Hyperjump”) son los únicos leit-motivs que encontramos en la partitura, si bien nunca llegan a estructurarse de manera rotunda y lo suficientemente repetitiva como para hablar de una estrategia en este sentido. Por el contrario, Newman parece más interesado en definir con músicas muy diferentes los dos mundos opuestos en los que transcurren las aventuras de Wall•E: por un lado la Tierra convertida en estercolero, que recibe un tratamiento oscuro y dramático en un principio (“2815 A.D.”, “Eve Retrieve”), sutilmente herrmanniano en el uso de ostinatos de arpa, y por otro el mundo profiláctico y adiposo de la reserva de seres humanos en perpetuo crucero interestelar de tecnología punta, caracterizado por una música igualmente tecnológica y alienante (“BNL”, “72 Degrees and Sunny”, “Foreign Contaminant”, “No Splashing, No Diving”), una música de felicidad embotellada, de existencias abotargadas e inútiles (inaudita en Pixar la mala leche simpsoniana que destilan los chistes macabros dirigidos a nuestra futura descendencia).
Newman sorprende gratamente en los momentos más sinfónicos y espectaculares de la partitura, campo estilístico que no suele transitar con frecuencia: la dosificación del grosor orquestal, así como el empleo del viento en staccatto y de frases breves y repetitivas, que nuevamente parecen orientadas hacia el universo Herrmann, dotan a las escenas pertinentes (“The Spaceship”, “Eve Retrieve”, “Mutiny”, “Hyperjump”) de un vigor y una capacidad de impacto realmente sobresaliente. Más convencional se muestra en los breves momentos románticos (“The Axiom”, “All That Love´s About”, “Define Dancing”) que no obstante mantienen una coherencia estilística con el resto del planteamiento musical, en el que tampoco interfieren negativamente las incorporaciones de material preexistente o ajeno, como el caso de las canciones extraídas del musical “Hello Dolly!”, el clásico “La Vie En Rose” interpretada por Louis Armstrong, simplemente estremecedor dentro y fuera de la película, o la algo sinsorga canción de los créditos finales, firmada nuevamente por Newman y Gabriel.
28-agosto-2008
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