Miguel Ángel Ordóñez
El cine, como arma de adoctrinamiento y no sólo de entretenimiento de las masas, ha tratado el sexo desde su aparición en los albores del siglo XX. Sin embargo, nunca lo ha hecho de forma medianamente explícita hasta el advenimiento de la liberación sexual de los 60, gracias al uso de las píldoras anticonceptivas. Por primera vez, las relaciones sexuales parecen seguras y es lógico que el cine americano recoja la inquietud de una juventud cada vez más interesada en el tema. El cine de los 40 identificaba sexo con práctica pervertida, relacionándolo con mujeres que ejercían la prostitución, o bien con femmes fatales que llevaban a la perdición a hombres solitarios (“Double Indemnity”, “Gilda”, “Perversidad”). Durante los 50, el cine americano se esforzó por hablar del sexo como foco de insatisfacción y trastorno, de deterioro personal, de una forma tan velada que sólo leyendo entre líneas uno se daba cuenta de que el problema estaba ahí, aunque no resultara obvio (“Un Tranvía llamado Deseo” o la delirante “Mesas Separadas”, con un, por otro lado, magistral score de David Raksin, a recuperar de inmediato). El sexo en las relaciones de pareja era aún considerado tabú y vagamente surgía alguna que otra referencia en comedias donde los escarceos del marido de turno formaban parte de un deseo, de una fantasía, más que de una realidad tangible (“La Tentación Vive Arriba”).
Resulta curioso como la revolución sexual en el cine conlleva, de igual modo, la aparición de nuevas formas musicales que le son aplicables. Las psicopatías y adicciones, no sólo sexuales, abonan el terreno al surgimiento de novedosos estilos como el jazz o el serialismo, estableciéndose como clichés con los que retratar los más bajos deseos humanos, aquellos aspectos conectados a la psyche que acaban por provocar conflictos en el individuo (“The Cobweb”, la primera partitura íntegramente dodecafónica trascurre en un sanatorio mental o “El Hombre del Brazo de Oro” retrata el descenso a los infiernos de un alcohólico).
Así, los 60 abren camino a toda una nueva generación de compositores provenientes del jazz y de la música ligera (directores de pequeñas orquestas o de big band como Mandel, Jones, Mancini, Schifrin, Riddle...). El éxito de las ediciones discográficas desencadena una oleada de partituras populistas a través de las cuales los productores buscan una fuente alternativa de ingresos. Con este acercamiento a la música popular, el trabajo del compositor cinematográfico, en cuanto especialista, se aleja en términos cualitativos de su verdadera función: la de subrayar aquellos componentes emocionales que la imagen por si sola no logra comunicar. En otras palabras, el populismo frente al dramatismo (¿podría aplicarse esta premisa al cine actual?).
Encorsetado en comedias de tono libertino o en extraños dramas costumbristas destinados a la clase media, el sexo se establece como punto de partida de las historias narradas en “La Pícara Soltera” y “Confidencias de Mujer”. Si bien la primera entra de lleno en la comedia al retratar a un canalla editor (Tony Curtis) que se vanagloria de difamar a los protagonistas de sus artículos y que quiere cobrar una nueva pieza en la figura de la virginal psicóloga Helen Brown (Natalie Wood); la segunda supone el intento de George Cukor por retratar las costumbres sexuales de cuatro mujeres de la alta sociedad de Los Ángeles, como respuesta a los estudios sexológicos que durante los 50 desarrolla el profesor Alfred Kinsey. En ambas, el jazz es el cliché escogido para retratar la turbiedad sexual de los protagonistas.
La primera partitura cinematográfica de Neal Hefti responde a ese deseo de acercar la música de cine al público. Un arreglista de big band que no tuvo una dilatada carrera cinematográfica (una veintena de títulos a caballo entre las décadas de los 60 y 70) y que se limitó a transitar los senderos que Mancini, a años luz, había establecido para las comedias de Blake Edwards. Así pues, Hefti se circunscribe a dar forma a esta comedia de Richard Quine, de cadencia liviana, dotada de cierta sofisticación, sin eludir algún que otro apunte de sátira social, con un glosario de temas que huyendo de componentes dramáticos se instalan con facilidad en los postulados del easy listening. Que la picaresca y la guerra de sexos aparezcan, de manera original, instaladas en el uso del clavecín, no es reclamo suficiente para ensalzar una partitura vacía de contenido y hortera.
Sin contarse entre los mejores trabajos de Leonard Rosenman, “The Chapman Report” es un interesante ejercicio de estilo que conjuga ligereza y profundidad (empleo conjunto de jazz y dodecafonismo), para reflejar el mecanismo emocional que lleva a cuatro mujeres al hastío en su vida amorosa. Rosenman realiza un retrato de todas ellas, destacando poderosamente el diseñado para la ninfómana Naomi (Claire Boom), a través de un sensual jazz que adquiere tono patológico cuando ésta afronta el desengaño, con la incorporación de un abstracto expresionismo (“Naomi and the Water Man”), evolucionando hacia posiciones románticas cuando la protagonista se enfrenta a si misma como solución a sus insatisfacciones (“Naomi and the Mirror”). Mientras Sarah (Shelley Winters), esposa infiel, aparece asociada a un jazz disonante reflejo de su sentimiento de culpa (“Sarah´s Theme”), la frígida Kathleen (Jane Fonda) obtiene un esquemático empleo de acordes disonantes entregados al viento, una música que se aleja del jazz precisamente por la nula capacidad de Kathleen de afrontar el sexo (“Teresa and Paul”). En clave de humor, el personaje de Teresa emerge superficial al llevar sus fantasías sexuales al terreno exclusivamente de la imaginación.
Una edición irregular que se mueve entre el conservadurismo populista de la propuesta de Hefti y el esquematismo dramático de un Rosenman que no acaba de encontrar el tono exacto que permita trascender las premisas convencionales de este drama costumbrista, tan innovador en su forma como desangelado en su contenido.
25-enero-2007
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