Miguel Ángel Ordóñez
El director Emilio Martínez Lázaro pretende equiparar con estas sus “Trece Rosas”, las muertes que se producen en cualquier guerra con la represión y la venganza de la consiguiente etapa de posguerra, tan sufridas unas como otras, tan oscuras y despóticas. Porque al margen de cualquier filiación política, a Emilio le interesa, para que su discurso respete todas las posturas y cale más hondamente en el espectador, sacar a flote la misma raíz de la emoción por encima de las ideas, logrando que su cine sea el triunfo del Humanismo sobre la Politología.
En un país como éste, tan aletargado a la hora de sanar sus propias heridas, “Las Trece Rosas” es un filme necesario que nos explica a aquellos que tuvimos la suerte de no vivirla, una historia, tan presente en nuestros padres o abuelos, de vencedores y vencidos, del triunfo de la sin razón y el miedo.
Quinta de las colaboraciones para la gran pantalla entre Emilio Martínez Lázaro y Roque Baños, no cabe duda que este “Las Trece Rosas” puede considerarse, junto a “No Somos Nadie”, el score más emotivo en la carrera del murciano. Un trabajo sentido y conmovedor que ayuda sobremanera a poner rostro y empatizar con el espectador, a las sufridas trece heroínas de una historia que, centrándose en cinco de ellas, se cita con vidas sostenidas sobre la pureza y la ingenuidad, sobre la cotidianeidad y el deseo de vivir, vidas pequeñas que acaban bajo el manto sonoro de Baños transportadas a un plano épico, apoyadas sobre la heroica del azar.
Es ahí y con sumo cuidado, buscando no caer en la grandilocuencia, donde Baños arranca momentos de interesante brillo a la obra, al otorgar a su tema central (“Títulos”, “Carta de Blanca”) un tono heroico puramente estético, logrando que una trama de por sí excesivamente emotiva, suavice sus aspectos dramáticos aportando emoción sin melodrama, contención al fin y al cabo.
Sobre una base sonora pragmática, que huye del adorno, Baños se adentra en un caleidoscopio de leitmotivs o temas asociados a personajes, desde una vertiente nostálgica y melancólica, a menudo ingenua (potenciando con ello la condición sencilla e inofensiva de sus protagonistas). Temas entregados a instrumentos solistas (predominantemente a la cuerda, sección sobre el que se unifica el destino de todas ellas), y que exponen la convicción política y la pseudocomicidad de Virtudes (“Virtudes y Valentín”), el sentimentalismo y la ternura de Julia (“”Julia y Perico”, “El sueño de Julia”), la ingenuidad y el apego maternal de Adelina (“Adelina”) o el buen corazón y la condición de madre de Blanca (“Regalo de cumpleaños”, “Carta de Blanca”), a la postre la única de las protagonistas no afiliada a las Juventudes Socialistas (su tema aparece más conectado al piano, asumiendo además el tema central épico), víctima aún más si cabe del azar y la sin razón de una de las etapas recientes más oscuras de nuestro país.
Como contrapeso, Baños construye un agitado scherzo que asocia a la represión policial y al comisario Fontenla (con presencia de percusiones que remiten a “La Caja Kovak”). Este elemento acaba por convertirse en la paradoja de todo el trabajo. En el fondo, su contribución potencia la sensación de encontrarnos ante una fábula de buenos y malos, lógico si lo que se pretende es que por contraposición adquiera más consistencia la emotividad y la empatía del espectador hacia las chicas, aunque con ello se “traicione” el supuesto distanciamiento que de la acción pretendía realizar Martínez Lázaro. Cuando uno se adentra en los claroscuros de una historia traumática, no cabe duda que acaba por asumir un determinado posicionamiento, forzando a que su propia visión de una trama, no olvidemos que vocacionalmente realista, sea la que termine proyectándose en el espectador. Ese miedo atávico a reconocer la existencia de un cine de defensa de las ideas, subjetivo y puede que hasta parcial, no tiene por qué minimizar la fuerza dramática de lo que se cuenta, ni tampoco el alcance de su denuncia.
Quizás este maniqueísmo acaba por jugar en contra de una partitura que no olvidemos ralla a buen nivel. Básicamente, porque se adivina un aire convencional en la propuesta, se trasluce un formato digestivo formulario y sin riesgos. Si la música de Baños otorga una fuerza clarividente a las imágenes, no es capaz, sin embargo, de superar los mecanismos del cine como espectáculo, basculando entre lo poderoso y lo desolador, mostrándose en ocasiones tan pulcramente emocionante como indiferentemente bello. No cabe duda que con ello, logra satisfacer las dudas del director y ayuda a que el discurso intente calar poderosamente en el espectador de “Las Trece Rosas” como película de ficción. A cambio, pierde la oportunidad de ofrecer un mayor interés, una verdad menos novelada, al oyente de este “Las Trece Rosas” como disco.
9-noviembre-2007
|