Miguel Ángel Ordóñez
Michael Clayton (George Clooney) es la persona contratada por un bufete neoyorkino para encargarse rápida y silenciosamente de los aprietos y situaciones incómodas en las que se meten sus clientes y abogados más importantes. La vida de Michael se tambalea cuando su mejor amigo dentro del bufete, Arthur Edens (Tom Wilkinson), quien durante seis años ha defendido los intereses de U North, una importante multinacional agro-química, descubre que un producto de la compañía ha provocado la intoxicación de cientos de granjeros. Su trabajo le obligará a ajustar cuentas con su amigo o bien, mostrarse leal con aquellos a los que ama.
Una rápida sinopsis que permite situarnos en el meollo argumental de la primera película de Tony Gilroy, guionista habitual de la serie dedicada al agente amnésico Jason Bourne. Un dilema ético: ¿merece la pena defender el mal por un puñado de dólares, traicionar a tu mejor amigo o permitir la muerte de tus semejantes, a sabiendas que puedes cambiar los acontecimientos?.
Presentar a las grandes firmas de abogados como “faustos” sin escrúpulos, es un viejo tema que el cine ya se ha encargado sobradamente en poner de manifiesto. James Newton Howard, paradojas al margen, salió airoso de su acercamiento a este subgénero con la interesantísima partitura para “Pactar con el Diablo” (curiosamente con guión de Gilroy). Sin embargo, han pasado diez años de aquello y los tiempos han cambiado mucho. Estamos bajo el yugo de las “tesis de la música intrusista”, según la cual ésta es un elemento emocional lo suficientemente peligroso como para oscurecer las ínfulas del aclamado neo-director de turno. Esa nueva pléyade de realizadores americanos que mimetizando fórmulas ya desarrolladas por los directores europeos de “prestigio”, han conducido a la hegemonía de la llamada “no emotional music”. Directores-orquesta que pretenden hablarnos de temas graves y serios presentándolos de forma descarnada, real. Una suerte de cine denuncia que han cultivado iluminados de la talla de Soderbergh, Iñarritu, Haggis o Foster. Nada que objetar.
El problema de fondo surge en el apartado musical. ¿Porqué editar discos con una música que a la postre busca ser “no música”?. Precisemos. No es que la misma sea despojada de su principal función, la emocional (lo que pretende generar es una emoción deliberadamente fría, aséptica), sino que se la coarta a la hora de aportar nuevas lecturas a la escena, convirtiéndose a la postre en un mero acompañamiento orgánico, un simple componente más del paisaje por el que transitan los personajes de la trama. No cabe duda que esto es una opción válida, pero como música independiente no logra trasmitir más allá de la frialdad y el automatismo buscado.
Como verán, a estas alturas aún no nos hemos enfrentado a una partitura, la de “Michael Clayton”, que como ejemplo perfecto de lo anterior se convierte en su escucha aislada en una experiencia absurda e inútil. Howard huye de la verdadera emoción (en cuanto sentimiento que se expresa mediante alguna función fisiológica), realizando una obra que se asienta sobre ritmos obsesivos, sobre lánguidos ostinatos, abrazando los postulados de la música ambient. Un catálogo de temas insulsos y aburridos donde una formación de cuerdas, junto al uso de pads y percusiones electrónicas, acomete una propuesta musical fría y desoladora (ni siquiera destaca ese comedido réquiem final, “25 Dollars Worth”, iniciado sobre acordes de piano)
Sin pausa entre los cortes (para hacer aún más difícil la escucha), los temas se desgranan sin pasión, sin vida, condenados por su naturaleza unívoca. Cuando uno termina la escucha del disco parece haber pasado siglos dentro del congelador de una nevera leyendo a Nietzsche. El nihilismo corporizado en notas de pentagrama. A este ritmo, Varèse va a tener el dudoso honor de editar los trabajos menos estimulantes del californiano (“Just Cause”, “The Interpreter”, “Freedomland”…), además sin necesidad alguna de que surjan dudas acerca de su talento entre su innumerable cohorte de fans.
Mark Twain decía que “El ser humano es el único animal que se alimenta sin tener hambre, bebe sin estar sediento y habla sin tener nada para decir”. Howard ha sido llevado a esa encrucijada por Gilroy: nos habla cuando tiene poco que contarnos. “Michael Clayton” se convierte en la típica conversación larga que uno escucha por respeto, pero de la que acaba desconectado a los tres minutos.
3-octubre-2007
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