Miguel Ángel Ordóñez
Antiguo crítico de la revista Fotogramas, Daniel Monzón se pasó a la dirección hace varios años en ese fallido intento de mezclar aventura clásica y juego de rol con “El corazón del guerrero”. Más tarde, entrando de lleno en el terreno de la comedia, nos martirizó con la absurda “El robo más grande jamás contado”. Demostrando que le quedan muchos géneros por tocar, Monzón vuelve a la carga con “La caja Kovak”, transitando uno de resultados harto irregulares en nuestro país (si exceptuamos a Amenábar y algún filme puntual), el suspense.
Para empezar, “La caja Kovak” transita un subgénero que podemos denominar como thriller conspiratorio. David Norton (Timothy Hutton) es un afamado escritor de best sellers de ciencia ficción que es invitado a Mallorca para dar una conferencia. Acompañado de su futura esposa, queda atrapado en un irracional juego de consecuencias funestas, donde un loco científico experimenta con personas induciéndolas al suicidio. Con Silvia (Lucía Jiménez) intentará desentrañar el misterio, una vez su mujer se ha quitado la vida lanzándose desde la habitación de su hotel.
Sumamente artificiosa, “La caja Kovak” no sabe bien a lo que juega. Con una prometedora trama, la plúmbea dirección de Monzón la conduce a terrenos más propios del rancio telefilme de tarde del domingo, antojándose caprichoso el devenir de sus acontecimientos, hasta el punto que el engañoso desenlace del filme acaba por importarle un pimiento a un espectador que hace mucho que ha descubierto el cartón piedra que se esconde tras sus embalsamados personajes. Todo huele a naftalina en una obra que es incapaz de liberarse de las ataduras de un guión irrisorio, por mucho que Monzón (su responsable) dote de una estética atractiva a la imagen o se divierta con bromas privadas homenajeando el cine de Cronemberg o De Palma.
Lo mejor del cine de Monzón corre a cargo de Roque Baños. “La caja Kovak” no iba a ser una excepción. Sin alcanzar el paroxismo desolador de su espléndida “El maquinista”, la obra que nos atañe se acerca a ésta en su intento de retratar un universo árido de emociones, asfixiante, calculadamente perturbador y enfermizo donde, y aquí reside la diferencia, un soterrado romanticismo subyace de la trama formando parte de un juego ajeno a los principales roles de la obra.
Pocas veces, Baños ha utilizado su música para narrar con tanta sutilidad e inteligencia como en “La caja Kovak”. El tema central es presentado en los títulos de crédito iniciales donde un ratón se adentra en un laberinto que parece no tener fin; una invitación al juego que propone la trama no exento de fatales consecuencias. En el fondo el ratón es David Norton y dependerá de su pericia para encontrar la salida. Desde ese punto de vista, el personaje queda presentado como cobaya de un experimento donde tiene todas las de perder (“Titles”). La cuerda y un ostinato de arpa son los signos distintivos de un tema cuya línea melódica es subrayada finalmente por el viento (con el “Instinto básico" de Goldsmith entre bambalinas).
La otra protagonista, Silvia, es presentada por Roque sobre tres notas que retrata la incapacidad para regir sus propios designios, retratando a otra cobaya en manos del destino, esta vez sin capacidad de maniobra (“Silvia´s Look”), ensimismada en una infinita melancolía. Ambos personajes unen sus esfuerzos para desentrañar el misterio en “Meeting at the Airport”, donde regresa el tema central. Ese es el punto de inflexión donde el mismo deriva definitivamente hacia un personaje hasta ahora invisible, aquel que mueve los hilos de la historia, donde David y Silvia son meras marionetas. Frank Kovak es el verdadero dueño del destino de todos los habitantes de la trama y como tal el único que se ve asociado a un tema (“The Story of Frank Kovak”, “Dead of Kovak”). Con ello, Baños incide más en mostrar la futilidad de todos los actos de David, de su intento vano por influir en los acontecimientos, despojado de un tema que le defina, falso rey sin corona.
De esta manera sencilla (siguiendo las reglas del suspense), Baños nos ha anticipado inteligentemente el desenlace en el punto en que Monzón lo desea, descubriendo el verdadero sentido de la trama antes que sus personajes sean conscientes de ello (jugando de esta manera y más si cabe con la condición de marionetas de una obra ya escrita).
Al margen de esta magnífica narrativa musical, Baños introduce dos ideas asociadas al color de la orquesta, surgiendo de ellas los mejores momentos de la partitura. En primer lugar, acude al litófono (parecido a un xilófono pero de piedra, instrumento proveniente de la antigua china) para fijar el elemento perturbador, el inexplicable e irrefrenable deseo del suicidio. Su sonoridad apela a lo enfermizo, a lo desconocido. En segundo lugar, el empleo de rotundas percusiones para los breves momentos de acción que salpican el relato. “Ride at the Highway” y “The Caves of Hell” son dos muestras del magnífico dominio orquestal de Baños.
“La caja Kovak” es un muy buen score lastrado por una mala película, de un compositor al que la temática del cine español le va viniendo pequeña. La cuidada edición de Filmax, con destacadas notas a cargo de Monzón, omite incomprensiblemente cualquier referencia al autor en su portada y contraportada, convirtiendo la misma en un mero objeto de coleccionismo o de marketing dirigido a los entusiastas del filme. Un ejemplo más de cómo los verdaderos aficionados al mundo de la música cinematográfica no entran dentro de los cálculos de esta singular productora, tan empeñada en publicar discos cuando el estreno hace meses que se ha producido. ¿Marketing, coleccionismo?. Ni una cosa ni la otra.
5-marzo-2007
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