Miguel Ángel Ordóñez
Quién en su paso a la edad adulta no ha soñado con ver las costas de África, el otro lado del mundo; ser otro, el anónimo tipo de veinte años abrazado a la vida con seguridad y descaro; el poeta al que todos miran desde abajo, evadido de la cruda cotidianidad, embarcado en universos insoldables; sentirse bailarina sobre las arenas movedizas de la ilusión; o soñar con un padre ausente que se marchó sobre una nube en un lluvioso día de otoño. Sueños que disfrazan el fracaso de una vida corriente, porque al fin y al cabo, las Costas de África son la antesala de la pobreza; el desconocido que se cruza, un viajero ignorante y perdido; el bardo de las rimas, un aspirante a ferretero perpetuo; la bailarina, una frustrada estudiante que pasea libros de serrín y el huérfano, un bastardo con los dos pies inmersos en el terror.
El difícil viaje a la edad adulta, las ilusiones y el camino iniciático al que uno se enfrenta llegado el momento son las constantes sobre las que Antonio Soler (guionista y autor de la novela) y Antonio Banderas (director) edifican este filme audaz y valiente, una crónica de personajes fracasados en busca de su lugar en un mundo, por mas que éste no esté al otro lado de la Tierra, donde siempre es otoño.
“El camino de los ingleses” es una fantástica película de la que es imposible salir indemne. Que uno se duerma entre sus recovecos interminables o sienta un puñetazo en el estómago por su descarnada forma de enfrentarnos ante el espejo rutinario de nuestra mediocridad, dependerá mucho de la capacidad de cada uno para encajar una narración a contracorriente, inspirada en el impresionismo, en los fugaces destellos de nuestro subconsciente y quizás, estribará en lo que uno haya vivido o se haya dejado vivir. Banderas se muestra tan cruel con sus personajes como la vida lo es con todos y cada uno de nosotros, simples adoradores de serpientes atrapados por la falacia del Sangri-La.
La poesía no es sino una forma de abrazar el dolor, de disfrazarlo, de morir hoy y de nacer mañana. Un puente que enlaza el horror y la esperanza, el finísimo alambre que separa la vida ordinaria de la muerte gloriosa, el engaño que tiñe de blancos los opacos grisáceos de la rutina. O al menos así funciona para Miguelito Dávila, el niño que supo desafiar a los habitantes del infierno y que ahora llega al monótono infierno de cada día.
Si El Garganta se encarga de exteriorizarla, de presentarse como el cronista del desencanto, Antonio Meliveo interioriza las emociones, traduce a poesía los estados anímicos de sus arrinconados personajes. Tan audaz como la mirada de Banderas, la música de Meliveo irrumpe en la trama a la búsqueda de sonoridades, jugando con el color de su paleta orquestal, añadiendo motivos que en lugar de adoptar posiciones encorsetadas se abren asumiendo formas dúctiles y dinámicas.
Conviviendo con esa buscada sonoridad de acompañamiento, retazos de una realidad asfixiante, Meliveo articula cuatro bloques temáticos donde descansan las metáforas de sus onomatopéyicos versos. Todos ellos conectados con el personaje de Miguelito Dávila, situados entre la esfera de lo real y lo ilusorio, pátinas de su pensamiento y sombras de su deseo.
El primero en ver la luz es el tema que se asocia a los sueños, bajo el paraguas de la yali tambur (instrumento otomano de cuerda) y el contrapunto impresionista de un huidizo piano (la mejor melodía compuesta hasta la fecha por Meliveo). El sueño de Miguelito es ser poeta y la música traduce sus aspiraciones. “Divina Comedia” se sitúa en el mundo onírico, retrata la evasión de su protagonista, su entonación gloriosa a un mundo nuevo y lejano atrapado entre versos de Dante Alighieri. Más tarde, su novia Luli enmascara su timidez pidiéndole que le haga el amor ante una pareja de amigos, su respuesta es evocar de nuevo el mundo deseado, transportado a la habitación del hospital donde su vecino de cama le cambió la vida para siempre (“Cerchio primo”). Un mundo de anhelos que genialmente Meliveo entrega, en la segunda parte del filme, a la propia Luli, aspirante a bailarina que se ha dejado atrapar por otro sueño, quizás lejos de Miguelito (“Estrella Pontificia”). Fantasías que nacen y mueren, como la del Babirusa arrancando los posters de Bruce Lee o quemando sus revistas en la fundición.
Un segundo motivo de tres notas a la guitarra apela a la búsqueda de la Beatrice de Miguelito (el gran amor de Dante), a Luli. Presentado en “Luli Gigante”, el tema adopta posiciones abiertas en la simbología introducida por Meliveo. Presenta a la señorita del casco cartaginés en su “Academia”, pero también a Miguelito en la ferretería (“El chico de la ferretería”), ejerciendo de motivo de transición, puente entre escenas donde conviven la diversidad de personajes, describiendo el paso del tiempo (“Igual que una traición”). Instalado definitivamente en Luli (“Puta”), se antoja vital en el descenso de Miguelito a la realidad, en su huida del mundo de los sueños, cautivo del pánico a la pérdida (“No eres Beatrice”).
Un tercer tema en importancia descansa en acordes sinuosos al piano. Funciona como punto de partida del despertar carnal a un nuevo mundo, antesala de la primera experiencia sexual de Miguelito y Luli (“Agua” y “Mira”), transformado en deseo irrefrenable cuando entra en contacto con la señorita del casco cartaginés (“La Srta. del casco cartaginés”) o adoptando formas represivas en el recuerdo de un Babirusa asqueado por la profesión de su madre (“Picardi”).
Frente a estos tres motivos firmemente asociados a la trama, un cuarto bloque temático desempeña una labor corolaria, un punto y aparte que predestina la conclusión del viaje iniciático. Asociado a la lluvia, Meliveo lo expone con la proximidad del otoño en “Habrá un tiempo de lluvia”, punto sobre el que la cruel realidad cercena el mundo onírico de estos habitantes del infierno. “Sacramento” es una larga pieza de cool jazz que emerge distante y cálida, contraponiéndola Meliveo a la acción (con semejantes intenciones a las de Brion en la lluvia de ranas de “Magnolia”), cautivando al oyente con el aparente libre albedrío de sus notas, sin tomar partido respecto del fatal destino que aguarda a sus héroes del fracaso.
No cabe duda que los mejores hallazgos musicales de “El camino de los ingleses” radican en su aplicación a la imagen, en la sólida ósmosis del tándem Meliveo-Banderas, demiurgos afanados en grabar a sangre y fuego que la felicidad radica en los sueños, construyendo una oda para los pobres poetas que nunca escribieron un verso… ni visitaron las costas de África.
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