José-Vidal Rodriguez
Patrick Doyle, uno de los músicos más personales de la última década para el que esto escribe, alcanzó el pasado 2005 el escalafón más alto en lo que a trascendencia comercial se refiere, con su excelente trabajo sustituyendo al maestro John Williams en la cuarta entrega de la saga “Harry Potter”. De esta forma, aquél autor asociado normalmente a películas de calado más introspectivo, sesudo y de menor alcance comercial, conseguía colocarse en la primera línea del panorama musical americano, gracias a una cinta y un score que sin duda cautivaron a la mayor parte de los espectadores.
Esta “mutación” del Doyle más proclive y solicitado para trabajar en las grandes producciones hollywoodienses, parece traer consigo el inevitable lastre que en este "Eragon" acaba por evidenciarse con meridiana claridad: la pérdida de personalidad de su música, en favor de ese acercamiento a las sonoridades convencionales y estáticas tan requeridas últimamente por la industria americana.
Si bien Doyle nunca ha sido ajeno a incursiones más o menos ambiciosas en el cine yanqui, normalmente las mismas lo eran para un tipo de filmes en los que su ”British touch” se ajustaba como un guante, sin necesidad de acudir a manidos clichés o a un tipo de música despersonalizada que supusiera su pérdida de identidad estilística (véanse obras tan afortunadas como “Carlito´s Way” o “Great Expectations”).
Pero siguiendo con la introducción de esta reseña, parecía obvio que tras su imponente labor en “Harry Potter y el Cáliz de Fuego”, el apellido Doyle iba a ser muy tenido en cuenta para futuras producciones de mayor envergadura comercial. Y efectivamente un año después, el escocés aborda uno de sus scores más ambiciosos de su carrera, al menos en cuanto a despliegue de medios se refiere.
Basada en la trilogía de libros escritos por el jovencísimo Christopher Paolini (21 años tiene ahora), la cinta narra las aventuras de un muchacho granjero de 17 años, cuya sencilla vida se transformará en un mundo de peligros, magia y fantasía al encontrar por casualidad el huevo en eclosión de una dragona emplumada, Saphira, de la que será su audaz jinete en la lucha contra las fuerzas del mal que asolan el Reino.
Con ”Eragon”, Doyle se adentra sin tapujos en otra de esas producciones de fácil consumo que pueblan estos periodos navideños, evidenciando que ante todo, desea mantenerse como músico de primer orden, aún a costa de renunciar a su tradicional tino a la hora de elegir y resolver encargos (algo con lo que trata de eludir el ostracismo que salpica actualmente a algunos colegas coetáneos suyos).
Las luces y sombras de la partitura pueden resumirse básicamente en las siguientes conclusiones: el redescubrimiento del Patrick Doyle tremendamente espectacular y grandilocuente, aquél que escuchábamos por ejemplo en algunos fragmentos del “Cáliz de Fuego”, al igual que el irregular rendimiento que ofrece en ciertas secciones musicales inusuales en su filmografía, como pudieran ser aquellos cortes de aire desbocado y agresivo, plenos de aparato percusivo, melódica y rítmicamente cercanos a esa archiconocida compañía de músicos que a todos nos viene a la mente oyendo cortes como “Burning Farm”, “Fortune Teller” o el apabullante “Battle for Varden”.
Por ello, en el “debe” del trabajo, es justo resaltar cómo las desconcertantes modas imperantes en el Hollywood actual -ya sean por vía temp tracks o por indicaciones expresas-, pueden llegar a provocar una pérdida de personalidad musical tan obvia como la experimentada aquí por Patrick.
El álbum, incluyendo tan sólo 45 minutos de música incidental, arranca con un tema central de evidentes tintes épicos y preciosistas (“Eragon”), con el que Doyle trata de reflejar con vitalismo ese nuevo mundo de fantasía que se le presenta al adolescente protagonista. De este modo, el autor se aferra a unas orquestaciones exaltadas -por momentos algo desproporcionadas- que engalanan una frase principal melódicamente agradable y directa, imbuida de la justa proporción de heroísmo e indudable efecto retentivo; pero en el fondo alejada de contar entre lo mejor escrito por Doyle, pese a su colorista presentación.
El compositor que casi siempre se ha caracterizado por la riqueza temática de sus scores, se nos presenta ahora con unas ideas cercenadas (esperemos que sea eso y no una posible desidia propia), en pos de la espectacularidad de medios, la reiteración melódica y, en definitiva, en detrimento de aquella variedad cromática que solía ofrecer en encargos bastante menos pretenciosos.
De hecho, si un defecto lastra sobremanera este ”Eragon” -en parte achacable a la selección de temas realizada por RCA-, es el excesivo uso que del citado tema central ofrece Doyle. Si bien la cantidad de música escuchada en el filme -muy superior a la editada- “disimula” de alguna forma, a oídos del espectador, esa ofuscación temática, lo cierto es que el álbum se estructura de tal forma que aquél main theme parece ser la única idea con la que el compositor arranca, desarrolla y finiquita el score, dejando un poso de monotonía que acaba por empequeñecer una partitura de estimulante prólogo, pero de más que previsible resolución.
Sin embargo, la calidad y profesionalidad sobrada de Doyle consiguen erigirse en momentos puntuales de la obra. No cabe duda que el trabajo presenta un empaque incontestable, y aunque al autor se le noten las imposiciones y cambios de registro (precisamente, los que marcan la falta de originalidad del score), su elegancia y buen hacer siguen estando presentes en cortes como “Passing The Flame”, o incluso en las enésimas rendiciones al tema principal escuchadas en “If You Were Flying” o en “Saphira Returns”. Motivo central, por cierto, cuya segunda frase constituye la base melódica de la canción final “One In Every Time”, interpretada por la solista Jem (quien, con su onírica voz, rememora levemente a alguna de aquellas sintonías vocales creadas para la trilogía de “El Señor de los Anillos”).
Así las cosas, un agridulce sabor de boca salpica las entrañas musicales de este ”Eragon”. Trabajo interesante, excelso en su grandilocuencia y de indiscutible eficiencia con respecto a la temática de la cinta, pero al mismo tiempo artificioso, previsible y de marcado carácter reiterativo. Poniendo en una balanza sus “pros” y “contras”, la partitura se mantiene dentro los cánones de la corrección, conformando al menos un respetable ejercicio de música épica con determinados instantes de grato disfrute, que tal y como está el panorama ya es decir mucho. Circunstancia ésta que no resulta óbice para reconocer que la obra se aleja del virtuosismo de un músico que solía hasta la fecha, escoger muy bien sus encargos para evitar limitaciones a ese estilo tan personal como atrayente que siempre le ha caracterizado.
Por ello, a los aficionados que hemos disfrutado con el Doyle -si se me permite la expresión-, más “europeo”, tan sólo nos queda esperar que el escocés no entre de lleno en la vorágine del cine insustancial yanqui, a riesgo de ver peligrar lo que para muchos era una de las improntas musicales de referencia en los últimos años.
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