Miguel Ángel Ordóñez
Con un género en pleno auge, el de la ciencia-ficción, rescatado por la mastodóntica “La guerra de las galaxias”, a la que siguieron “Star Trek”, o productos de presupuesto más bajo como “Galactica” (ambas traslaciones de la pequeña a la gran pantalla), los ochenta abrían una nueva vía a la mixtura de géneros, explotando en las historia de fantasía los elementos mas cercanos al género de terror. Con “Alien, el octavo pasajero” como precursor, “Saturn 3” incidía en los peligros del avance científico, eludiendo el conflicto humano-extraterrestre de la anterior para reposar la mirada sobre la eterna lucha del hombre y la máquina.
A uno se le escapa que un director consagrado en musicales y comedias, como Stanley Donen, asumiera el riesgo de producir, y a la postre dirigir, una historia que no le era nada común. Iniciada por el gran escenógrafo John Barry, quién murió a mitad de rodaje por culpa de una meningitis, Donen asumió un rol para el que no estaba preparado. La película es una aburrida sucesión de escenas que parten de un desastroso guión, sin apenas ingredientes de interés.
Demandada por los aficionados desde hace muchos años, la música compuesta por el gran Elmer Bernstein puede inscribirse entre los trabajos mas arriesgados de su larga carrera (nos enfrentamos ante un “hombre de Alcatraz” de los 80). Acudiendo a una “vanguardia tímbrica”, Bernstein arriesga no solo en el diseño de una instrumentación inusual sino en una amalgama de estilos, infrecuentes en su carrera, que reúne música dodecafónica, vigorosas fanfarrias, desnudas percusiones e inusitados efectos a las cuerdas y el arpa, con elementos influenciados claramente por la música pop: acordes electrónicos, loops de música disco o sugerentes voces entroncadas con la febril imaginación morriconiana.
Ante todo “Saturn 3” es un arrollador despliegue imaginativo. Sin embargo y en su contra, juega una permanente sensación de deja vu estructural. La interconexión de los bloques musicales descansa en indelebles exposiciones de una temática irregular, que Bernstein ofrece de manera aperturista en su obertura “Space Murder”. La espectacular fanfarria de siete notas, emulando el Zarathustra de Strauss, que abre y cierra la edición, no conjuga para nada con el estatismo de la funcional y electrónica muestra de música disco que la prosigue, ni presupone su etéreo tema de amor (rechazado) que algo mas tarde forjaría al personaje de Taarna en “Heavy Metal”.
Un prólogo esclarecedor que contiene lo mejor y lo peor de este trabajo. Los oscuros motivos que siguen, desarrollos imprecisos de todo lo anterior, se centran en recrear una atmósfera de oscuridad y misterio permanentemente centrada en los efectos musicales. Ostinatos y glissandi (a destacar los del corte “Blue Dreaming”) que aportan una calculada frialdad que encuentra su punto de ruptura-apertura en el mas elaborado corte de la edición, “Peeping Toms”, aquel que mejor saber conjugar las intenciones vanguardistas de Bernstein y su enérgica lucha por ocultar el disfraz tímbrico de su reconocible estilo. Porque en el fondo, los ataques percusivos conectados a la acción (“Adam Rescues Alex”, “The Run”) no dejan de ser un transfigurado instrumento ya utilizado por el maestro neoyorkino en la legendaria “Men in War”.
Uno siente a medida que avanza la escucha un inusitado interés por parte de Bernstein en acometer su trabajo huyendo de una serie de clichés presentes en toda su filmografía. Aquellos que cimientan una personalidad musical y que no conviene “disimular” (“Images” es tan williamsiana como “In Cold Blood” es deudora, en todo su espectro, de Quincy Jones, sin por ello resultar revolucionarias y prodigiosas).
Con todo esto, este humilde crítico no pretende ahuyentarles de la posible audición de un disco repleto de indudable mérito y buen hacer. Pero su calculado riesgo parte de un error básico: edificar un trabajo tan atemporal en su criterio, como estacional en su indudable construcción, representativa de una época. Esa mezcla de estilos, algunos tan deudores de una determinada idiosincrasia (la de los 70 y 80), acaban por limitar su dimensión. Como dice un amigo, la música no se hace vieja, nos hacemos nosotros. Quizás este viejo smoking siga destilando un indudable encanto, tan actual por su innovador acabado, sin por ello dejar de oler a naftalina.
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