David Rodríguez Cerdán
Lo mejor y lo peor que se puede decir de “Abominable”, última composición sinfónica para el cine de ese porteño universal que es Lalo Schifrin, es que se trata de una obra militantemente retrógrada.
Después de escuchar “Abominable” cualquiera diría que haya estado todo este tiempo (desde la secuela de “Terror en Amityville”) crionizado con el señor Disney, perdiéndose en el ínterin unas cuantas décadas de dialéctica musical trufada de algún que otro manifiesto importante; pero lo más probable es que el argentino, en plena vena quijotesca, haya querido, à la Bernstein (me refiero a Elmer), ser más papista que el Papa y cavarse una tumba digna (frente a todos los progres de la industria, que insisten en cargarse el viejo sinfonismo). Sea como fuere, la música de “Abominable” no pertenece (exactamente) al siglo XXI.
Generalmente puede disculparse la música de cine retrógrada (que lo es casi toda) con el argumento de que, en relación a este oficio, es más importante considerar la calidad intrínseca de una obra (su arquitectura, su tímbrica, su ornamentación) que su relevancia sincrónica (lo que esta obra dice en su tiempo y de su tiempo: su integridad artística, por así decirlo), dado que el compositor de cine no está en disposición de crear obras “libres” y muchas veces no puede siquiera decidir la condición artística de su criatura (aquí radica la cuestión de si la música de cine es arte o artesanía). Sabemos que no le podemos pedir peras al olmo, y que es una impostura esperar de una partitura cinematográfica la misma “integridad artística” que cabe esperar (y exigir) de un disco de Lou Reed, una sinfonía de Nielsen o un libro de Borges, por poner tres ejemplos dispares (naturalmente: es otro su telos, su naturaleza). En relación a la música de cine posmoderna, nada puede ser tan cierto como esto: sería un dislate denunciar la calculada anacronía musical que caracteriza las partituras de “Sky Captain y El Mundo de Mañana”, “Los Increíbles” o “Lejos del Cielo” sin tener en cuenta la condición posmoderna de las propias películas. Son retrógradas, diríamos, porque son posmodernas. Y no hay más que discutir.
Pero el caso de “Abominable” es bien distinto, porque ni es una obra posmoderna (no podemos considerar posmoderno algo que no ha nacido con la vocación de serlo) ni tampoco retrógrada a su pesar (en esta rara ocasión, el compositor ha gozado de plenos poderes ante el papel pautado [no olvidemos que el director de la película, amén de ser un incondicional del género, es también hijo del compositor]). No existe, por tanto, contingencia alguna que pueda justificar este anacrónico ejercicio de estilo ejecutado con noventa piezas de orquesta (la Nacional Sinfónica Checa, dirigida por el compositor) y grabado en triple digital. “Abominable” es así (así de demodé, así de impúdica, así de clasicota) porque Schifrin no ha querido (o no ha sabido) escribirla de otra forma (remito a los lectores interesados a la entrevista publicada en www.aintitcool.com).
Por lo tanto, estamos ante una partitura que ha nacido para ser una magnífica (y disfuncional) antigualla; una especie de fósil estético de alta definición que vuelve a proponer (de la forma más entusiasta posible) lo mismo que se proponía entonces (hace unos treinta años) en el género del slasher: Penderecki, Webern, Lutoslawski y/o Bartok (pero menos) deconstruidos y reensamblados según los clichés del género: severos arpegios cromáticos (que descubren el sombrero ante la Escuela de Viena y por parentesco, ante Rosenman), figuración rudimentaria, fragmentos unísonos estilo herrmannista, mucho glissandi en los violines, mucho ostinati en los bajos, metales acerados en dramáticos intervalos (atención al episodio para trombones de “Rappelling”, casi un paradigma musical de las monster movies) y un buen puñado de motivos de escaso rango (abundan los tresillos y los trítonos). Así que olvídense de cacofonías, texturas microtonales, pedales oclusivos, electrónica ambiental o minimalismo al uso, que son los trasuntos musicales del terror contemporáneo. No están en la misma órbita de una partitura que, a excepción de ese “Main Title” ritmado electrónicamente (una solución que no tiene continuidad en la obra) y de la discretísima aportación sintética de Ruy Folguera (“Pre-Title Sequence” y algún que otro apunte en “The Cave”), podría haber sido escrita en 1980 y nadie habría notado la diferencia (de hecho, el discurso despliega una increíble simetría con el de “Terror en Amityville”).
Pero, por otro lado, a nadie le amarga un dulce. Y precisamente por recuperar una estética tan seductora (resulta delicioso el requiebro armónico de la obra en su hemisferio, que nos depara un tour de force de tonalidad, ritmos vigorosos y armonías mayores a la vieja usanza [“Setting The Trap”, “Off-Road Rage/Final Battle”]), “Abominable” debe ser pura lujuria musical para los traumatizados oídos del infatigable melómano, aunque sólo pueda disfrutarse sin prejuicios (a veces la sensibilidad no se lleva bien con las entendederas) corriendo un tupido velo sobre la escena sinfónica de los últimos veinte años. Habrá quien no tenga demasiados escrúpulos (verbigracia: el aficionado de derechas, siempre bien dispuesto a volver al confortable útero que le vio nacer) y otros (musicólogos y críticos de pro, cabe pensar) a quienes “Abominable” les parezca ídem, pero en estas latitudes estéticas sólo cabe disponerse para recibir la música con el estómago o la mollera. Este crítico, si se lo permiten, les sugerirá lo primero.
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