David Rodríguez Cerdán
Desde que en 1993 John Williams entrecerrase con “La lista de Schindler” una segunda y gloriosa época de su vida cinematográfica (1975-1993) su lenguaje ha venido acusando un cambio de signo, síntoma al tiempo de inquietud y tedio, que ha distinguido el grueso de la producción post-schindleriana con la marca de nobleza propia de las cosas maduras del arte.
En primer lugar, el lenguaje de Williams ha ido deslizándose, poco a poco, hacia entornos menos diatónicos, menos diáfanos, menos decimonónicos, en suma, que las armonías amplias y bien resueltas del período “épico”, lo que interpretamos como un tardío movimiento de vanguardia. Williams se ha desembarazado del sambenito posromántico (Holst, Strauss, Elgar, Korngold) para empezar a comulgar con la Segunda Escuela de Viena, Erik Satie y el impresionismo. No obstante, su pulso romántico ha seguido jaleando en el fondo del pentagrama como una brasa mal apagada.
En segundo lugar, su música ha reflejado un mayor centralismo melódico, que ha sustituido de forma natural la impostada y ya obsoleta dictadura del leitmotiv como condición sine qua non de su música anterior. Este centralismo, por cierto, ha venido asociado a un curioso hábito de su madurez, a medio camino entre el narcisismo y la mala conciencia: la escritura de piezas transversales, formalmente impecables, de entera musicalidad, programables en cualquier concierto de música “absoluta” y pensadas para trascender la película que las ha inspirado, en lo que parece una ligera subversión del oficio. Esta tendencia, que concilia al Williams auteur con su obra más personal y menoscaba, a efectos melómanos, el interés del Williams “obrero”, ha procurado varias fantasías instrumentales (verbigracia: el tema principal de "Sabrina", para piano y orquesta; varias piezas de "La lista de Schindler", para violín y orquesta; la elegía “The Days Between” de "Quédate a mi lado", para guitarra clásica; las "Escapades" para saxofón y orquesta de "Atrápame si puedes"), alguna que otra bagatela (“The Lanes Of Limmerick” de "Las cenizas de Ángela", para arpa celta, “Fluffy´s Harp” de "Harry Potter y la Piedra Filosofal" para arpa y contrafagot; la fanfarria para tres trompetas de "La guerra de los mundos" o el dúo para chelo "As The Water..." de "Memorias de una Geisha") y también varios cuadros sinfónicos (el “Across The Stars” de "El ataque de los Clones", los créditos finales de "Siete años en el Tíbet", o el "Himno a los Caídos" de "Salvar al soldado Ryan"). En suma, pequeñas síntesis programáticas o abstracciones de las películas que las inspiraron.
Por último, resulta obvio que Williams ha desarrollado una mayor afinidad con la escritura camerística y los colores solistas, prestigiando a menudo solos, tríos o desarrollos en pétit comité de sus temas en detrimento del gran discurso sinfónico.
No obstante, esta paulatina sofisticación de su estilo no ha bloqueado el prodigioso entendimiento que connotan todas y cada una de las colaboraciones con su amigo Steven Spielberg. Cierto es que no todo lo cosechado ("Amistad", "Salvar al soldado Ryan", "Minority Report", "La guerra de los mundos") ha podido aguantar el tipo (musical) frente a los monumentos del pasado, pero hay unos cuantos títulos ("El mundo perdido", "Inteligencia artificial") que sí lo han hecho, y con la cabeza bien alta. Oído lo oído, entiendo que a este segundo grupo ha de pertenecer "Munich", una de las partituras más compactas, democráticas y finas que han salido de la pluma del compositor en este último lustro. Williams no compone "Munich" para la galería. Tampoco para los escrutadores oídos de la prensa especializada. Ni para el Carnegie Hall. Simplemente piensa en ese celuloide torpón, imperfecto, que espera la magia en la sala de montaje.
Por eso ”Munich” es una partitura muy musical, pero no deshonesta. En "Munich”, Williams diversifica, sabe repartir competencias; aborda cada uno de los aspectos de la historia como un ente en sí mismo, pero siempre guardando las formas con una línea maestra que dirige y cohesiona. No vamos a negar que hay un par de piezas pensadas para llevarse los laureles del auditorio, pero ¿quién se queja cuando el resto es tan consistente como aquéllas, cuando en cada bobina se han invertido la misma imaginación y las mismas astucias?
Williams divide la composición de "Munich" en dos bloques porosos: el primero consiste en una escritura melódica, tonal y elegíaca, que pulsa la tragedia cultural entre israelíes y palestinos; el segundo hace referencia al hic et nunc del conflicto: la acción terrorista del Septiembre Negro, la larga caza del Mossad, la paranoia de Avner Kauffmann. Para el primer registro, Williams factura dos melodías previsibles, pero impecables: la primera consiste en un lamento melismático dedicado a la negra memoria de Munich, orquestado principalmente para voz de mezzo (“Munich, 1972”, “Remembering Munich”), violonchelo (“Thoughts Of Home”) y oboe (“Avner and Daphna”, probablemente el número más conmovedor de la obra, a cargo de un estupendo John Ellis). Se trata de una melodía de ascendencia árabe (las cuerdas al unísono del puente, como los melismas, reflejan la tradición de la música persa) pero el compositor la desajusta convenientemente (armonía no estricta) para que las geografías se confundan y el lamento cobre una resonancia universal. La segunda melodía es una elegía optimista, pero devastadora, dedicada al personaje de Avner y que guarda similitudes armónicas con el “Remembrances” de "La lista de Schindler". Aunque en su forma pura se trate de un himno hebreo (“Haktivah”) Williams le aplica también el mismo tratamiento a base de brocha (y no de pincel, como en "La lista de Schindler") con el fin de que esa indefinición armónica permita, al menos en el oído del espectador, un diálogo, una confluencia, un mestizaje. En su presentación formal (“A Prayer For Peace”), la elegía está pensada para cuerdas, en la línea de los grandes adagios, pero cuando se trata de mentar el personaje de Avner, Williams emplea, en un sabio movimiento de reducción, la guitarra clásica (“Avner´s Theme” o “Bonding”, interpretados por Adam Del Monte). Con todo, puede que a Williams no le haya llevado más de una tarde componer estas dos piezas centrales, pero en ellas hay destilada una finura y una gracia que las eleva inmediatamente al orden de las cosas nobles y sensuales de la música (atención al intervalo de quinta con el que Williams soluciona el tema de Avner).
Si resulta incontestable la buena forma del compositor en los gestos dramáticos y en la amplitud simbólica, el otro Williams resulta mucho más intachable, mucho más contemporáneo, mucho más vivo. Este Williams, que compone para la venganza, el horror, la locura y la sangre, se complace hurgando en las texturas más incómodas de la paleta armónica. Con un instinto clínico va desentrañando cuartos de tono, suspensiones armónicas y secuencias cromáticas para el piano, el cimbalón húngaro (instrumento quintaesencial de la Europa cinematográfica de posguerra) y la sección de contrabajos. Es evidente que en este registro, en estas complicaciones, Williams se encuentra más que a gusto (el corte “Bearing The Burden”, un estudio orquestal de ocho minutos, lo prueba sobradamente). No se trata, para él, de un territorio desconocido (cuando Gloria Cheng ataca esos acordes semitonales en el piano, "Imágenes" y "Domingo Negro" regresan a nuestros tímpanos) pero la forma de manipular sus formas y códigos, de investigar sus resortes, revela una clara devoción de Williams por la escuela weberniana, por Schönberg y el serialismo. En el último decenio, rara vez había descendido el compositor de Long Island a un registro tan basso para hacer este tipo de subrayados. Si exceptuamos el precursor serialismo de "La guerra de los mundos", con esa escalera cromática descendente para la disfuncional familia Ferrier y algunos apuntes de "Inteligencia artificial" (no olvidemos que "Encuentros en la tercera fase" pertenece a una órbita distinta, la de Penderecki y Lÿgeti) hemos de considerar "Munich, en este sentido, como una partitura audaz y novedosa.
Uno de los elementos más poderosos de este segundo bloque es el bucle electrónico y asimétrico que subraya el páthos de la caza (“Munich, 1972”, “Encounter In London / Bomb Malfunctions”). Se trata de una forma limpia y efectiva, que Williams sabe administrar estratégicamente a lo largo de la composición para establecer una sensación de calculada amenaza. A pesar de la sencillez de la idea, hay en este ritmo, implacable y frío, una certera expresión de lo inevitable. Por otro lado, Williams alimenta ese pulso terrible con otra melodía melismática, cortante, orientalista, que aparece también como contrapunto del primer tema descrito (“Avner and Daphna”) y que se mueve, a través de la cuerda, en un ámbito menor de la escala. Hay un tercer elemento que merece la pena destacar: el motivo para cimbalón y piano preparado (“Munich, 1972”, “The Tarmac at Munich”, Letter Bombs”) que Williams toma prestado de la partitura de "Harry Potter y el prisionero de Azkaban". El que allí desempeñara una labor secundaria como tema de Peter Pettigrew (en el clave) le sirve ahora a Williams para activar una textura orquestal y un tipo de síncopas (Goldsmith y North mediante) que ya se empezaban a echar en falta por estos pagos y que, desde los lejanos setenta ("Domingo Negro", "Los Cowboys", El coloso en llamas) Williams no había retomado.
Resumiendo: en la última partitura de John Williams hay mucho y muy bueno. En primer lugar, la voluntad sincrética y sintética que determina la atmósfera general de la obra y que permite una interrelación sonora limpia y ordenada. En segundo, la calidad misma (conceptual y técnica) de los temas y sus variaciones. En tercero, el afán investigador de Williams, que granjea a "Munich" sus episodios más decisivos. Y, por último, la orquestación variada y dinámica, plenamente transcultural (en los setenta Williams nunca habría concedido el protagonismo al oúd, a la flauta Ney o al cimbalón, como aquí sí ocurre) y a la que "Munich" debe sus mejores momentos. Mención aparte merece la espectacular grabación de Shawn Murphy en los estudios Sony: antológica por su definición y tersura, ha de merecer por derecho propio un lugar en la historia de la alta fidelidad.
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