Frederic Torres
No es la primera vez que el director mexicano Guillermo del Toro presenta una película de corte fantástico que sublima la cruda realidad y la trasciende abocando a unos planteamientos novedosos, críticos y de gran alcance artístico. Realizó algún intento estimable como “El Espinazo del Diablo”, en 2001, un relato de terror y aparecidos ubicado en un orfelinato durante los tiempos de la más dura posguerra española, y consiguió sobresalientes resultados con “El Laberinto del Fauno”, que obtuvo seis nominaciones al Oscar en el año 2006, entre las cuales se contó la de la mejor partitura para Javier Navarrete (compositor de ambos films), y de entre las que alcanzó a ganar tres (a pesar de haberse estrenado en los Estados Unidos en castellano subtitulado al inglés). Ya era un relato especial, dotado de un mundo propio y mágico al que no fue ajeno la contribución de la extraordinaria partitura que urdió Navarrete, que otorgaba una perspectiva infrecuente al conflicto bélico que asoló España durante los tres años que duró la contienda. Con su nuevo proyecto, el director insiste en observar la realidad desde ese punto de vista tan personal al objeto de trazar una fábula que rinde homenaje a aquellas películas de monstruos de serie B de los años cincuenta como “La Mujer y el Monstruo”, el clásico dirigido por Jack Arnold en 1954 que protagonizara la atractiva Julia Adams, a la par que aboga por una poética de lo “diferente” presente en una doble vertiente: por un lado, las peculiaridades de los personajes protagonistas, que oscilan entre la minusvalía que caracteriza a Elisa (“A Princess without Voice”), la protagonista interpretada por una extraordinaria Sally Hawkins, y al propio anfibio (Doug Jones) con el que establece su insólita relación; así como en las de carácter social y racial, representadas por Giles, el vecino publicista ya entrado en años (Richard Jenkins), cuya condición homosexual le convierte en un paria para la época, y Zelda (Octavia Spencer), la amiga de raza negra de Elisa y compañera de trabajo, despectivamente tratada (en razón del color de su piel, pero también de su condición social) por Strickland (Michael Shannon), el agente especial encargado de la custodia del hombre-pez, criatura a la que tortura sin compasión y a la que pretende diseccionar para su estudio con fines militares.
Desplat conecta de inmediato con el planteamiento del director, y aunque se pone al frente de su habitual London Symphony Orchestra, se rodea de unos cuantos (y algunos peculiares) recursos como lo son el piano, pero también el acordeón (el compositor es francés y conoce bien la sonoridad que puede proporcionar el instrumento) y, sobre todo, el empleo de un silbido (servido por el propio Desplat), para crear un tema central melódico y retentivo dotado de una especial gracia y hermosura, que se convierte en el núcleo principal del relato desdoblándose entre la relación que la protagonista establece con el “monstruo” (por tanto, un tema de amor), ya presente en los mismos créditos iniciales (“The Shape of Water”), y el de la propia Elisa (“Elisa´s Theme”), un agradable vals ejecutado con el acordeón y las flautas en primera línea dedicado a la rutinaria cotidianidad de la protagonista, a su solitaria vida desarrollada a caballo de sus costumbres personales y su trabajo como mujer de la limpieza, que convoca el recuerdo del que compusiera, en el ya lejano 2001, Yann Tiersen (también francés) para la película “Amelie”. De hecho, el mismo film remite a una especie de insólito cruce estético entre el cine de Jean-Pierre Jeunet (con “Delicatessen” como referente antes que “Amelie”, para las citadas secuencias costumbristas de Elisa y Giles) y el argumento de la archiconocida “ET. El Extraterrestre”, de Steven Spielberg, sin las cuales, probablemente este premiado relato del director mexicano no hubiera sido posible. La cuidada estética que ubica al espectador en la década de los cincuenta, con el ojo puesto en la obra de Jeunet, contribuye a afianzar la peculiar atmósfera del film (con ese acordeón empleado de modo dramático y tensional, como ocurre en “That Isn´t Good” y en el comienzo de “Rainy Day”), del mismo modo que la música de Desplat dota de expresión emocional a los sentimientos de los protagonistas, más allá de los homenajes al tipo de música que compositores como Hans J. Salter y Herman Stein (o el propio Henry Mancini, antes de su encasillamiento en el género de la comedia dramática a raíz de su colaboración con Blake Edwards) generaron para la serie B de la época. De ello son buen ejemplo los temas “The Creature”, “Five Stars General”, “Fingers” (cuya flauta y notas graves del piano convocan las formas y maneras del John Barry de “Abismo”, una película del año 1978 que intentaba emular el éxito conseguido por Spielberg tres años antes con “Tiburón”) y “Egg”, dotadas de orquestaciones oscuras y tonos que oscilan entre la amenaza y el misterio, como el resolutivo “Rainy Day”. Aunque el más funcional resulte el extenso fragmento “The Escape”, un herrmaniano y tensional bloque de casi once minutos de duración que ilustra el operativo que los protagonistas montan para rescatar al anfibio de las garras de Strickland.
Sin embargo, más allá de esos requisitos obligados (entre los que habría que incluir también la trama de los espías soviéticos, reflejada en la inquietante “Spy Meeting”), Desplat juega su baza en fragmentos de gran belleza y sencillez, algo que solo pocos maestros saben conjugar, como es el caso de “The Silence of Love”, “Underwater Kiss” (en la que se añade excepcionalmente un solo de violín), “Overflow of Love” y la citada “A Princess without a Voice”, envolviendo de romanticismo la relación entre Elisa y la criatura, dos personajes desclasados que se reconocen en su diferencia y se atraen a partir de su singularidad, justo en la dirección opuesta de lo que Strickland observa en Elisa, en la que atisba unas posibilidades de sumisión que el pérfido agente (hijo de su tiempo, pues cabe recordar que la historia se sitúa en plena “guerra fría”) contempla en algún momento puntual como idealización de su enfermiza sexualidad (antes, el espectador ha comprobado el tipo de relación que mantiene con su mujer, a la que impide hablar mientras hacen el amor, en un claro signo de connotaciones sádicas). En cambio, el efecto de la criatura anfibia sobre Elisa es justamente el contrario, pues se siente capaz de cualquier cosa, desde cantar y bailar (su pasatiempo preferido y el de Giles, con quien visiona casi todas las noches viejos musicales en la televisión), e incluso de cantar; en definitiva, de gozar de la vida en toda su plenitud. En este contexto, Del Toro selecciona diversas canciones que funcionan más allá de sus componendas paisajísticas (como la popular “Chica Chica Boom Chic”, que canta Carmen Miranda, o la canción de Andy Williams, “A Summer Place”), enriqueciendo secuencias tan bellas como aquella en la que tras haber intimado con la criatura Elisa sube al autobús del trabajo en un día lluvioso al son de “La Javainese” (interpretada por la reconocida vocalista Madeleine Peyroux), y juega con la lluvia, redirigiéndola mágicamente con sus dedos por la ventana del vehículo hasta lograr que se funda en una única y enorme gota. No es la única canción que extralimita esa funcionalidad, pues en la misma línea se puede contar a “You´ll Never Know”, perteneciente al viejo musical “Hello, Frisco, Hello”, interpretada nada menos que por Renée Fleming (y que conforma los títulos de crédito finales del film).
Aunque pueda parecer que roban en parte protagonismo a la partitura de Desplat (están todas ellas, además, presentes en el disco compacto), en realidad estas canciones desempeñan un rol complementario al respecto del trabajo del compositor, quien definitivamente recupera su protagonismo en la bella secuencia final en la que se muestra el desenlace mientras Giles recita un poema (apócrifo) “susurrado por alguien enamorado, hace cientos de años”, en una emotiva conclusión que perdura en la retina y el oído del espectador durante mucho tiempo después de haber finalizado el visionado de la película. Una partitura en estado de gracia, que le ha supuesto un segundo y merecidísimo Oscar de la Academia al compositor, que puede resultar demasiado edulcorada a determinados paladares poco entregados a la sensibilidad que proporciona la sencillez, pero que se revela en toda su envergadura gracias a esa reducción esencial con que Desplat la expone y desarrolla. Y es que, en ocasiones, la pura emoción solo requiere tocar esa tecla especial que todo corazón humano puede apreciar. Es el misterio de la música. Y, como es el caso, también su encanto.
16-marzo-2018
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