Frederic Torres
La formación de binomios artísticos entre director y compositor a lo largo de la historia del cine se ha ido cimentando durante gran parte del siglo XX con toda una serie de emparejamientos más o menos duraderos en el tiempo, que la mayor de las veces han ofrecido grandes resultados, llegando a la excelencia en los casos de Hitchcock-Herrmann, Fellini-Rota, Truffaut-Delerue, o Lean-Jarre, por citar solo algunos clásicos. En la actualidad, ya en pleno siglo XXI, asociaciones como las de Almodóvar-Iglesias, Mendes-Newman, Abrams-Giacchino, o la más famosa y fructífera de todas, la que conforma el tándem Spielberg-Williams, todavía en activo, dan fe de que estas siguen acaeciendo para suerte y fortuna del atento espectador, pues este nivel de compenetración y fidelidad suele revertir en una calidad contrastada. En el caso que nos ocupa, el dúo formado por Christopher Nolan-Hans Zimmer, sigue los mismos pasos que todos los citados dada la solidez que ha ido adquiriendo la trayectoria del director, quien tras su alabada trilogía sobre “El Caballero Oscuro”, ha ido elevando el perfil de los proyectos en que se ha visto inmerso hasta alcanzar una altura artística cimentada película a película, pues a su personal visión sobre el sombrío superhéroe, le siguieron proyectos tan singulares como “Origen”, y después, “Interestelar”, logrando unos resultados tan imperecederos como certeros en taquilla. En todas ellas ha estado presente Zimmer, quien, por supuesto, para este film bélico no ha significado una excepción, aunque sí ha generado gran polémica. Y es que a pesar de manifestar recientemente que “ser compositor de cine implica ser cineasta”, compartiendo los postulados pretendidamente originales de determinados sectores de la crítica, lo que ha realizado para este fresco histórico de uno de los episodios más tergiversados de la Segunda Guerra Mundial, dista mucho de lo declarado. Un abismo, más bien. De hecho, es la antítesis de una afirmación de ese tipo, mediante la cual se esconda el manifiesto deseo de expresar que alguien que se dedica a una especialidad musical relacionada con el cine, ha de tener una sentida vinculación con su oficio y por tanto una especie de habilidad “narrativa musical” respecto de aquello que se está viendo en las imágenes. Pero en “Dunkerque”, queda claro que si hay alguien a quien denominar “cineasta” en un film, ese no es otro que el director. Y Nolan, en la presente ocasión, se ha encargado de dejarlo bien claro.
Y ello porque lo que ha tramado para su nuevo proyecto no es otra cosa que un diseño sonoro que se muestra acorde de forma milimétrica con otros elementos que conforman el film como la fotografía y los actores, pero en especial, el montaje. El resultado en las pantallas bascula en igual medida sobre los elementos visuales y los sonoros, y se basa, sobre todo, en el perfecto acople entre unos y otros, aspectos en los que Nolan encuentra su forma de contar unos hechos históricos contrastables (a pesar de faltar ese plano que “visualice”, en una superproducción de estas características, la magnitud de la tragedia y la verdadera proporción de la misión a realizar, no obstante las numerosas panorámicas que el film ofrece y en las que no se puede contabilizar más allá de una veintena de embarcaciones ante una evacuación de nada menos que cientos de miles de hombres), y a los que el director ha dotado de una tensión inusitada gracias a la manipulación que establece en la sala de edición al acelerar el ritmo de las escenas en determinadas secuencias climáticas (tal cual el método empleado por S.M. Eisenstein), a las que adiciona una pulsión rítmica frenética que pretende incrementar exponencialmente la tensión del respetable que ha acudido a las salas, basada en la denominada “ilusión de Shepard”, que no es otra cosa que el empleo de una escala que lleva por nombre la del psicólogo que la popularizó y que consiste en una perpetua elevación del tono musical que crea la sensación de “ascenso”, un crescendo continuo y perpetuo que en realidad nunca llega al final, ni se sale de rango. Tan fácil, como primario. Tan básico, como efectivo. Así lo descubrió Nolan con su compositor, David Julyan, para “El Truco Final”, y así se lo ha estado haciendo aplicar a Zimmer desde “El Caballero Oscuro” hasta el presente, solo que ahora, en este “Dunkerque”, ha quedado despojado de cualquier adorno orquestal a la hora de encubrir la citada “ilusión”. Si, además, a ello se le añade la aplicación de la “Teoría de las Sensaciones Tonales” de Hemholtz, que cita Alex Ross en su excelente ensayo, “El Ruído Eterno”, en la que se explica cómo la música desde un punto de vista físico puede resultar, según el empleo de determinados intervalos, tranquilizadora o, por el contrario, atacar las terminaciones nerviosas, como sabían bien Schöenberg y sus discípulos agrupados en torno a lo que se conoció como “Escuela de Viena”, los resultados se adecúan a lo que se persigue, a saber, tensión, desasosiego, inquietud y crispación. Es evidente que parece funcionar para la gran mayoría de los espectadores (según sentencia la taquilla), pero a los aficionados de la especialidad musical cinematográfica los ha dejado más bien fríos, cuando no directamente enojados, pues no dejan de ser recursos tan vetustos (con más de un siglo de historia), como fruto de una mera maniobra técnica. Nada que ver con el derribo del confort musical establecido que perpetraron Schöenberg y sus acólitos a principios del siglo pasado y que abrió las puertas de la atonalidad.
Algo similar es lo que interpretó que se había de hacer, salvando las distancias, John Williams cuando Steven Spielberg le pidió un tema para el gigantesco escualo que iba a aterrorizar las playas de Amityville (y por ende, las de medio mundo). Solo que el compositor supo trasladar esa nota repetitiva que generaba inquietud en el oído humano al corpus orquestal de su partitura, nucleando todo su trabajo a partir de ella. Los resultados no pueden ser más diferentes, pero, a la vez, más semejantes en concepto. En ambos casos, los compositores estuvieron a las órdenes del cineasta (entendiendo al mismo como al director, claro está), que se sirvió de ellos para ensamblar un todo absoluto en el que su idea final quedara dispuesta en su exacta potencialidad. Funcionó de tal modo que aunque Williams obtuvo un Oscar por su trabajo, muchos espectadores estaban tan epatados por la presencia del escualo y la música que lo acompañaba, que no lograban deslindar al uno de la otra. Y eso mismo es lo que ha perseguido Nolan con lo solicitado a Zimmer, aunque desde una perspectiva más “moderna”, escorada hacia el campo del diseño sonoro puesto de moda con trabajos como “Gravity”, de Steven Price, que, por si fuera poco, obtuvo también el Oscar a la mejor “partitura”, para desespero del aficionado, cabe insistir. Y no es que el film no tenga protagonistas “concretos” a los que adecuar diversos leiv-motivs, como se ha apuntado también en alguna crítica, pues aun tratándose de un film coral (unas vez más, tomando como referente a Eisenstein) como los que se prodigaban en las superproducciones de los años sesenta (“El Día Más Largo”), setenta (“Un Puente Lejano”), ochenta (“Evasión o Victoria”) o noventa (“La Delgada Línea Roja”), no exento de heroicidades (el piloto que planea sobre la playa y aún consigue abatir un último caza alemán) y salvamentos en el último momento (como el del otro piloto caído al mar), el espectador percibe, más allá del caos que supone una evacuación tan mal planificada y represaliada por el enemigo como la llevada a cabo en el puerto francés de Dunkerque, a unos protagonistas específicos que llevan adelante una narración que pretende antes involucrar al patio de butacas en una “experiencia sensorial” (una especie de videojuego gigantesco) que no en el relato, y para los cuales se podría haber utilizado cualquier otra opción en la que el compositor hubiera podido adquirir mayor “visibilidad” y no ser un simple elemento sonoro más que añadir al ruido de las bombas y el motor de los aviones con los que se epata al respetable desde el primer minuto, pudiendo generar temas y armonías ausentes por completo del score de Zimmer, que le hubieran permitido expresar su “visión personal” (que no convertirse en “cineastas”), dentro del proyecto urdido por el autor-director. En definitiva, conseguir hablar del arte de la música, como sí consiguieron los modelos del director, la pareja clásica conformada por Eisenstein-Prokofiev, y no del arte de la mera ilusión, por mucho que el cine la lleve también en su código genético desde su mismo nacimiento.
No ha sido así, y más allá de lo efectivo del resultado perseguido por Nolan (de eso no cabe duda), que debe sentirse satisfecho al haber alcanzado de un modo absoluto su objetivo unitario de generar una tensión continua en el espectador gracias, cabe insistir, al frenético montaje y al diseño sonoro efectuados, los aspectos musicales, entendidos propiamente como tales, brillan por su ausencia más allá de la concesión del empleo final (distorsionado) de la música del compositor británico Edward Elgar, del cual se utiliza el fragmento “Nimrod”, perteneciente a la obra “Variaciones Enigma”, como elemento catalizador de la épica implícita en el discurso final de Churchill ante la Cámara de los Comunes leído por los protagonistas del film en los periódicos (aunque también se escuche distorsionada al inicio del film, con las primeras imágenes de la playa), además de propiciar cierto relajamiento conducente a la reflexión en el propio espectador tras dos horas de continuos crescendos visuales/sonoros, amén de ser una obra que se utilizaba durante la época (sobre todo, la “Variación 9”), en los funerales de los soldados, por lo que es de lo poco que tiene sentido musical en el score (uso sorprendentemente también criticado en algún ámbito especializado). El hecho de la participación de Benjamin Wallsfich en los arreglos de la (inexistente) “Variation 15” (la obra original dispone de 14), o de la inclusión de tres compositores más para la “música adicional” (Satnam Singh Bhamara, Andy Page y Andrew Kawczynski), aparte de la participación de acreditados solistas como Tina Guo (al chelo eléctrico y acústico), Ben Powell (solo de violín) o Chas Smith (como solista de instrumentos exóticos), el empleo de un equipo de cinco orquestadores, así como de dos directores orquestales (Gavin Greenaway y el propio Wallfisch), no deja de ser una mera anécdota ante aquello que se escucha en la película, si el punto de vista a adoptar ha de adecuarse a la búsqueda de las características musicales, porque entendidas como tales son inexistentes ya que una cosa es la pulsión rítmica como parte del sonido del film que tiene, como ha quedado escrito, el objetivo concreto de generar malestar e inquietud en el espectador, y otra muy diferente la confección de armonías y la composición de temas, más allá del uso o no de leiv-motivs y de la adecuada contextualización, que aquí brillan por su ausencia (a pesar de la anecdótica cita a Elgar en la “partitura”). El resultado final funciona, acorde al juego de los diversos tiempos empleados por Nolan al supuesto objeto de “contrastar realidades”, de las que el espectador apenas se apercibe avanzado el metraje (y no falta quien los ha relacionado también con diferentes términos musicales, correspondiendo el staccato, el legato y el vibrato a los espacios temporales que transcurren respectivamente en “El Malecón”, “El Mar” y “El Aire”), pero si estos son los derroteros por los que va a transcurrir la música de cine actual, Nolan, como cineasta, y Zimmer, como compositor, le van a hacer un flaco favor porque supone un verdadero paso atrás por lo que de trampantojo comporta. Y además con la aquiescencia de parte de la crítica, igual de encantada a la hora de proporcionar una coartada a tan ilustres nombres, como obcecada en argumentar su impacto ante el artificio perpetrado. Tiene delito el tema.
30-agosto-2017
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