Frederic Torres
Desde que en “To the Wonder” se hiciera cargo como responsable de la música original, el neozelandés Hanan Townshend se ha convertido en el compositor asiduo de Terrence Malick, quien ha realizado casi tantos films en cinco años como en los anteriores treinta de su trayectoria cinematográfica. Y ello es todo un mérito si se tiene en cuenta que el directo ha trabajado con lo más granado y variopinto de la especialidad musical, con nombres de tanto prestigio y probada experiencia como Morricone, Zimmer, Horner y Desplat, nada menos. También es cierto que “To the Wonder” inauguró una nueva vertiente de la trayectoria de Malick caracterizada por unas componendas más intimistas, un cine a priori de más fácil realización en cuanto a la logística de la producción se refiere (algo que “Días del Cielo”, “La Delgada Línea Roja”, “El Nuevo Mundo” y “El Árbol de la Vida”, no facilitaban), pero tan personal como cualquiera de sus otros proyectos (entre los que también tendría cabida “The Better Angels”, film dirigido por A.J. Edwards, pero apadrinado y producido por Malick, y también con música de Townshend). De hecho, es admirable la coherencia en la exploración del camino emprendido por el director norteamericano desde “El Árbol de la Vida” (aunque sus maneras ya estuvieran bien presentes en los anteriores films), basado en un discurso “aleatorio” en el que de forma paulatina la trama se ha ido despojando de cualquier hilo argumental a favor de una acumulación de impresiones/sensaciones investidas de un halo poético de insólita traslación cinematográfica, por inhabitual (para un público generalista), así como por reiterativo (incluso para el más avezado de sus seguidores). Se le podrá reprochar esto último a su cosmogónica propuesta, pero es un riesgo que se debe asumir cuando se trata de abrir nuevos caminos desde unas presupuestos formales de contenido tan intransferible como personal (el director ya ha terminado un nuevo film, “Weightless”, así como un documental de larga duración, “Voyage of Time”).
Como quiera que sea, el compositor alrededor del cual Malick ha elaborado sus últimos collages musicales ha sido Townshend, cuya partitura el director ha acompañado para la ocasión de una enorme batería de piezas de Edward Grieg (“Peer Gynt”), Wojciech Kilar (“Exodus”), Ralph Vaughn-Williams (“Fantasia on a Theme by Thomas Tallis”), o Claude Debussy (“Épigraphes Antiques: Pour l´Égyptienne”), por citar algunas referencias clásicas recogidas en el disco (convertido en un simple trálier musical, dada la torrencial selección incluida en el film), así como algunas canciones de corte diegético como las de Nahid Akhtar (“Dilbar Dilbara Mera”) o Burial (“Ashtray Wasp”), que suponen una cierta innovación y que, debido a sus propias componendas contextuales, desvirtúan la homogeneidad que suele caracterizar las construcciones musicales urdidas por Malick en complicidad con Townshend (lejos de los conflictos generados con Horner o Desplat, que vieron sus trabajos completamente destrozados por el director debido a este mismo motivo), por cuanto el deambular del protagonista, Rick (Christian Bale), a lo largo y ancho de todo el metraje, en su condición de cineasta acomodado que atraviesa por una serie de interrogantes existenciales, le lleva a extrapolar sus dudas e inquietudes vitales incluso en el marco de las partys que en el mundo de la farándula hollywoodiense se suceden de modo habitual, para lo que el film demanda una atmósfera musical diegética que hasta ahora no había requerido ningún proyecto anterior del director. No revestiría mayor importancia el asunto de no ser porque el tema citado de Burial dura quince minutos, los cuales pesan como una losa en el conjunto de un registro caracterizado por sus condiciones hipnóticas y minimalistas, se trate de la creación original de Townshend, fiel a su ligero estilo de música “flotante”, voluntariamente ubicada en “segundo plano”, o de la insistente repetición de los fragmentos clásicos seleccionados, especialmente los de Grieg y Killar, convertidos en leiv-motivs por el cineasta.
Y no es que Malick esté inventando nada nuevo, pues el film, una vez más fotografiado por Emmanuel Lubezki, recuerda propuestas anteriores, como ocurre con esas secuencias que muestran el vagar por el desierto de Rick, perdido en un punto medio entre el horizonte y el paisaje circundante (que permite la incorporación de los recurrentes planos de naturalezas vírgenes tan caros al director), que parece remitir al personaje que encarnara Harry Dean Stanton en la conocida “Paris, Texas”, de Wim Wenders, quien (des)ubicaba en la secuencia inicial a su protagonista mostrándolo sin rumbo a través del desierto de Arizona después de haber sufrido una grave crisis existencial (y que estaba provisto de cierto toque “fantástico”, puesto que el espectador desconocía aquello que provocaba su errática situación inicial). Malick, en cambio, borra cualquier frontera espacio-temporal de modo que apenas se logra atisbar si los diferentes estados de ánimo por los que el protagonista atraviesa (con sus momentos de tristeza, angustia y alegría) son consecuencia unos de otros o, por el contrario, se anteceden, pues no hay modo de distinguir si las distintas crisis de pareja se suceden (con Cate Blanchett, Natalie Portman, Freida Pinto, Isabel Lucas, Teresa Palmer, etc.), o corren paralelas con las familiares (con su padre, Joseph, intepretado por Brian Donnehy, y con su hermano, Barry –Wes Bentley-), recuerdos de infancia, aparte. No en balde, Townshend bautiza sus fragmentos con títulos tan significativos como “Distress” (“Angustia”), “The Pilgrim” (“El Peregrino”) o “Spirals” (“Espirales”), relacionados con la particular introspección efectuada a costa del personaje. Ello, además de acudir al “Exodus” de Kilar (pieza del talentoso compositor cinematográfico), en el que la idea de la “ausencia” existencial está presente, sobre todo en su primera aparición, en la que funciona como contrapunto a la resacosa “mañana siguiente” de la rave a la que ha asistido el protagonista, sin menoscabo de la especificidad temática de reminiscencias judías que está en la base de la composición (y que recuerda el brillante fragmento inicial que John Williams empleara para la apertura de “La Lista de Schindler”).
Pero fuera del registro discográfico queda la fundamental “The Pilgrim´s Progress”, que abre el film con la narración de John Gielgud, también debida a Vaughan Williams, varias obras de Arsenije Jovanovic (“Sogno di un Automobile”, “Searching for a Serene Sphere”, “In Search of Galiola”), de Arvö Part (“Symphony Nº 4”, “Miserere”, “Salons Song”), así como fragmentos más clásicos de Pachelbel (su famoso “Canon”), Corelli (“Concerto Grosso in G minor”, rebautizado “Christmas”), Chopin (el “Nocturno Nº 2”) y Beethoven (su “gloriosa” novena sinfonía). También varias piezas de Debussy, aparte de la relacionada en el disco (“Images”, “Nocturnes”, “Sirenes”), y de otros compositores mucho más contemporáneos como Gorecki (con fragmentos de su conocida “Symphony Nº3”), o directamente pertenecientes al ámbito electrónico/atmosférico como los temas de Biosphere, White Mistery, Sleep Good, Steven Orenstein y Klaus Wiese, empleados en la recta final del film. Por supuesto, Malick también echa mano de Francesco Lupica (una de sus referencias musicales predilectas desde “La Delgada Línea Roja”), con “Cosmic Beam Journey”, al que aliña con algún tema jazzístico de Paul Horn (“Initiation Psalm One”) y con algunos de cariz diegético debidos a los grupos Thee Oh Sees y Explosions in the Sky, quienes aparte de los citados Burial y Akhtar, sirven para acompañar los vanguardistas ambientes angelinos frecuentados por el “peregrino” Rick. Como se puede observar, todo un catálogo de referencias al que Townshend consigue dar homogeneidad a partir de la argamasa que supone su propia música, que funciona como si de las consonantes de un poema visual se tratara (siempre discurriendo en el subtexto) y en el que la rima vendría marcada por las vocales (el discurso musical) elaborado por Malick.
Townshend dedica un tema al azar, “Fortune”, de carácter enigmático, en correspondencia con el resto de su composición, en la que adapta para cuerda, haciéndolo suyo, el tema “Thomas Tallis”, de Vaughn-Willimas (también lo hace con el “Exodus” de Kilar), modus operandi característico del compositor que ya se mostraba interesado en realizar estas adaptaciones de piezas clásicas aún antes de trabajar en el cine, labor que convierte a Townshend en el colaborador ideal del director. Sin embargo, es el “Water Theme” (expuesto hasta en tres fragmentos diferentes y con diversa orquestación: para instrumentos de viento en una, y para harpa, en otra), el leiv-motiv de sello propio que acompaña la recurrencia con la que el líquido elemento está presente en el film y su relación con el protagonista, sumergido de modo simbólico en el mismo como manifestación de las turbulencias que acompañan su azarosa vida, toda vez que se las muestran de un modo más nítido, equilibrado y pleno (como se aprecia en su paseo/baño por la playa con Elizabeth, el personaje de Portman). Una obra tan intransferible como las imágenes a las que sirve (Malick recomienda su escucha al máximo volumen permisible mediante un mensaje previo al visionado de esta obra insólita), que prosigue esa línea de continuidad que Townshend mantiene infracta en su estilo y que al igual que el cineasta, puede arrojar nuevas líneas creativas en el futuro o estancarse en un callejón sin salida, tan bello y etéreo, como efímero. Las expectativas siguen en alto.
18-mayo-2016
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