Miguel Ángel Ordóñez
En 1950 George Pal producía la primera de las diez películas con las que logró su nicho en el camposanto de la ciencia ficción. Sumidas las grandes potencias durante la Guerra Fría en una frenética lucha por conquistar el espacio e inmersos en una escalada armamentística de imprevisibles consecuencias, se había extendido entre la población de ambos bloques políticos la creencia en un posible apocalipsis nuclear, de manera que la ingenua necesidad de explorar y colonizar nuevos mundos se había convertido en algo más que una lejana fantasía. En la realista "Con Destino la Luna", Pal pretendía ofrecer un mundo sin héroes ni villanos utilizando un enfoque eminentemente científico y didáctico. Para desgracia suya el paso del tiempo ha ejercido su rodillo y dejado al descubierto tanto la pobreza esquemática del argumento como lo ridículo del planteamiento. Este problema, recurrente en el cine de Pal, se atisba de nuevo al año siguiente en "When Worlds Collide", en el que un grupo de elegidos construyen un arca de Noé espacial para comenzar una nueva vida en el planeta Zyra tras el impacto directo de nuestro mundo con otra estrella, Bellus. La película, al margen de unas logradas secuencias de catástrofes que le valieron un Oscar a los efectos especiales y de un interesante arranque donde asoma la pericia para el noir y el cine de "urgencias temporales" de su director Rudolph Maté, resulta una aburrida y disparatada trama repleta de personajes superficiales.
El compositor Leith Stevens había alcanzado por entonces un merecido prestigio gracias al sinfonismo impregnado de aires modernistas de su trabajo para "Destination Moon". En su búsqueda por ofrecer el sonido del infinito la obra respira un distanciamiento de los clichés de la época y una tendencia a imitar desarrollos orquestales deudores de compositores americanos como Creston, Piston o Grofé. En "Cuando los Mundos Chocan" (** ½) Stevens inclina la balanza hacia una narración dramática de corte clásico en la que tampoco se abandonan, aunque aquí tengan una importancia secundaria, ciertas audacias musicales presididas por un amplio uso de cromatismos, por piezas pesantes regidas por un empleo enérgico del metal que enfatiza la histeria colectiva que precede a las últimas horas de la humanidad y por la práctica ausencia de leitmotiv identificadores de la acción a excepción de una célula motívica de ocho notas, fijada sobre la escala pentatónica, que asocia a los peligros procedentes de Zyra y Bellus y que resulta poco original si tenemos en cuenta que el músico ya la había empleado en "Destination Moon". En su contra, el concepto musical parece no tener vida más allá de la imagen, carece del coraje y la inventiva de su antecesora, porque Stevens prefiere moverse entre formulismos más propios del thriller que del fantástico, acudir, cuando la historia propone algo nuevo y fresco, a clichés tan previsibles como asociar los paseos de su protagonista por la ciudad de New York a simples escenarios sónicos de estereotipado sabor gershwiniano ("Uncertainly" o "Nasty Headlines").
Esos convencionalismos regresan a un primer plano con "La Guerra de los Mundos", una película que remite, con más fuerza si cabe, a los turbulentos días de la Guerra Fría abriendo el debate sobre la posibilidad de una invasión alienígena. El filme resulta plano y poco convincente, en especial porque poco o nada puede esperarse de Byron Haskin, su director, para lograr que sus actores interpreten, que basculen hacia la credibilidad desde una impasible despreocupación estoica o desde la peor de las inexpresividades. Haskin, sin embargo, demuestra que es un buen profesional en las escenas generales, en el manejo de climas y movimientos de masas. Musicalmente, "War of the Worlds" (***) resulta más entonada y elocuente que su antecesora. Aunque la edición de Intrada recupere sólo 15 minutos de material ignorando el peso de una música elegíaca que soporta gran parte de los diálogos del filme y que prefigura desde el inicio el funesto destino que aguarda a una humanidad incapaz de defenderse contra las máquinas, puede apreciarse en ella una intención narrativa más incisiva y personal. De los títulos de crédito, iniciados sobre la base de un inevitable staccato de metales, marca de fábrica en la mayoría de producciones fantásticas de los cincuenta, asoma un vistoso patrón rítmico que a pesar de no tener desarrollo ni continuidad en el resto del trabajo resulta interesante por ser claro precedente de la música de créditos que Friedhofer diseña un año después para "Vera Cruz". Donde más destaca el score es precisamente en su retrato de la violencia, en la espiral de destrucción iniciada por las máquinas, en su antojo de pasarse por la piedra a toda la civilización. Cortes como "The Scanning Eye" o "Evacuation" nos demuestran la capacidad de Stevens para generar tensión, aunque en el fondo tengamos la sensación de que la forma empleada aporte poca novedad.
Justo lo contrario puede decirse de la joya de esta edición. No sólo la película es la mejor de Pal en toda la década, al menos la más ambigua, sino que su score representa una oportunidad única de disfrutar de uno de los compositores más infravalorados del Hollywood dorado: Daniele Amfitheatrof. En "Cuando Ruge la Marabunta" Haskin (aleluya) consigue hacer verosímil, más allá de explotar las condiciones del Technicolor y de fotografiar espléndidamente la inapelable marcha de una legión de hormigas asesinas, el improbable romance en una hacienda selvática entre un misógino salvaje (Charlton Heston) y una refinada mujercita de Nueva Orleans (Eleanor Parker). En el apartado musical "The Naked Jungle" (*****) es una de las obras maestras de Amfitheatrof (a sumar al soberbio tríptico que forma con "Deseos Humanos" y "Carta de una Desconocida"). En el plano narrativo se muestra impecable no sólo en el empleo del leitmotiv, destacando por la introducción de uno de los más insólitos desde el punto de vista tímbrico que se recuerdan, el asociado a las hormigas; sino en el desarrollo y evolución del material temático presentado, en especial de un excepcional tema de amor que evoluciona a lo largo de la trama desmenuzando el verdadero trasunto oculto del relato: los celos comportándose como una marabunta cuando el señor de la hacienda descubre que su mujer, con la que ha contraído matrimonio por poderes, no es todo lo virgen que esperaba. Por otro lado, la partitura es una de las más audaces de la década y no sólo por el singular empleo que realiza de timbres exóticos (estratificados sobre instrumentos autóctonos africanos). El leitmotiv asociado a las hormigas, coronado por un cluster o los trémolos arpegiados que construyen la figura motívica asociada a los aterradores indígenas (final de “A Lonely Arrival” o inicios de Silhouetted Temptation”) presentados en el arranque del filme suponen toda una revolución en el Hollywood conservador y postwagneriano de 1954.
En “La Conquista del Espacio” (***) Nathan Van Cleave parece estar lejos de la perspectiva narrativa empleada por sus colegas de edición. Van Cleave deja a un lado el desarrollo de la acción para centrarse en los aspectos puramente psicológicos derivados de la difícil convivencia de un grupo de militares, abrumados por el aislamiento y el desgaste, en una base americana en órbita sobre la Tierra, mera avanzadilla para un futuro viaje al planeta rojo, Marte. La sensación de angustia y la desazón de esta manada de machos en época de berrea (incalificable esta vez lo de Haskin, interesado en la filosofía barata y en las líneas argumentales que proponen afirmaciones sin preguntas) es magníficamente plasmada por el compositor utilizando como base un sencillo axioma de Herrmann: "menos siempre es más". Construyendo su trabajo sobre una sucesión de tensos ostinatos y de asfixiantes crescendos, Van Cleave apuesta por un planteamiento tonal de naturaleza cromática que no elude acotaciones místicas en su búsqueda por retratar la inmensidad del espacio exterior, en especial gracias a un empleo vaporoso de los coros. El planteamiento camerístico de ciertas piezas (“Mars and Madness”) anticipa sus trabajos en “The Twilight Zone”, demostrando las virtudes del autor para la generación de atmósferas opresivas y claustrofóbicas. Aunque Haskin se empeñe en hacernos creer que en las cabezas de estos soldados hay algo más que serrín, es Van Cleave el esforzado Gepetto que atribuye a estos muñecos espíritu y una migaja de interés.
3-septiembre-2012
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