Miguel Ángel Ordóñez
A pesar de tratarse de sendos encargos, “También la Lluvia” y “Katmandú, un Espejo en el Cielo”, los dos últimos proyectos de la directora madrileña Icíar Bollaín, respiran un tema común que bien podría trasladarse al resto de sus películas más personales. Icíar sigue dirigiendo su mirada a los más desfavorecidos, hurgando en las cloacas de la sociedad capitalista para denunciar su falta de conciencia igualitaria. Que sus heroínas practiquen una especie de socialismo utópico, se rebelen y expongan las injusticias del mundo actual no es más que una consecuencia lógica de la colaboración artística de la cineasta con su actual pareja en la vida real, el guionista Paul Laverty, quien lleva dos décadas junto a Ken Loach evidenciando las consecuencias negativas de las políticas económicas sobre la población trabajadora británica.
Otra cosa bien distinta es que a Icíar se le vaya la mano en la exposición de unas reivindicaciones estereotipadas que bordean el trazo grueso dramático. La historia convierte a Laia, una emocionante Verónica Echengui cuyo propio doblaje (la película se rodó principalmente en inglés) le resta credibilidad y frescura, en protagonista absoluta de una cinta que acude a una técnica pseudo documental para reforzar su impacto inmediato en la audiencia pero que falla ostensiblemente al adoptar una sensibilería que resulta abrumadora, la necesidad epatante de denunciar todas las injusticias del mundo (la corrupción política, el aborto como signo de presión social, el fanatismo religioso, las desigualdades sociales…) por encima de hacer un retrato creíble de la actual sociedad nepalí, olvidando dar cobertura a unos secundarios que interesantes (el marido de Laia o Sharmila, su amiga profesora) acaban resultando deslucidos cuando no arbitrarios, convertidos en meros comparsas de su protagonista absoluta.
Como para restar cierta credibilidad al discurso ya estaba su directora, ésta prefiere no cargar las tintas en el empleo de una música incisiva y manipuladora que conduzca al público hacia emociones saturadas, sino al contrario, exponer en toda su crudeza el brutal choque cultural de una occidentalizada niña bien frente a un mundo real, deshumanizado y alienante, a partir del silencio. Hábilmente Pascal Gaigne hace suya esas premisas y nos ofrece una lectura inteligente y distanciada del horror a través de un mar de tranquilidades, de una estética muy budista de contemplación y aceptación. Pascal no se posiciona con los desfavorecidos, sino que adopta el punto de vista de su protagonista. A través de ella, parece querer guiarnos por un territorio tan hermoso como cruel valiéndose para ello de una rítmica occidental y moderna que tiende a orientalizarse, que toma conciencia de una nueva realidad a partir de una instrumentación minimalista que evoca ese lejano paisaje (tablas, flautas chinas, hang) y que acude de manera sencilla pero efectiva al uso de la escala pentatónica. Esta música es el resultado de lo que es Laia tras su viaje iniciático, una mirada no exenta de contradicciones que es incapaz de despojarse de su sentir occidental. Como contraste a esta visión, Gaigne nos enfrenta una y otra vez a la realidad, al verdadero espíritu del Tibet, con los sonidos intercalados de tambores nepalíes y de temas tradicionales (“Firiri”, “Canción de Katmandú”) que ofrecen a su propuesta un acento conceptual, un carácter programático y fabulístico.
Desde un punto de vista musical, el trabajo del galo es tan elocuente como sencillo. Haciendo bascular la partitura sobre un par de temas que funcionan como las dos caras de una misma moneda, su autor no necesita de más mimbres para fijar las intenciones del discurso. Mientras “Katmandú” retrata una Laia apegada aún a sus raíces europeas y alejada culturalmente de este mundo nuevo y exótico, “Un Espejo en el Cielo”, a partir de las primeras notas transportadas al piano del “Firiri”, sugiere la verdadera comunión de la protagonista con el entorno, el descubrimiento de su lugar en el mundo. Este es quizás el mayor logro de la obra al tiempo que el mayor lastre de la edición discográfica. Desde el principio Pascal deja al descubierto todas sus cartas, una baraja en la que ambos temas emergen sometidos a un juego de variaciones mínimo (“Carta desde Barcelona”, “Sucumbasi”, “Mustang”, “Iniciatik”, con sutiles modificaciones instrumentales). La aparición de algunas células motívicas destacables (la segunda mitad de “Canción de Katmandú”, los juegos florales de Paxariño a las flautas en “Sharmila”), ofrecen aire a una obra que parece no acabar de evolucionar más allá de su propuesta inicial, sino reciclarse sobre ecos y espirales que ofrecen constantes relecturas de un mismo suceso. Pero como la calidad y elegancia del trabajo resulta incuestionable, esta concentración temática no logra deslucir en absoluto una propuesta muy sugerente resuelta en tiempo récord, viniendo a demostrar la madurez musical que sitúa a día de hoy a Gaigne a la cabeza de los compositores que trabajan de manera asidua en nuestro país.
28-marzo-2012
|