Gorka Cornejo
En la última entrega de los Oscar ocurrió algo muy elocuente: un joven compositor, como quien dice un recién llegado, en su victorioso camino hacia el escenario, saludaba elegantemente a sus compañeros nominados, abrazando primero a Alberto Iglesias y a Howard Shore, para a continuación, con la mano en el corazón, inclinar su cabeza en señal de reverencia ante John Williams. El joven en cuestión se llevaba un Oscar (y un largo etcétera de otros galardones) por una banda sonora que imita inteligentemente los clichés estandarizados por los pioneros de la profesión, un homenaje al clasicismo que todo el mundo ha entendido como lógico tratándose de una película como “The Artist”, con tan claras pretensiones de réplica. En un contexto en el que muchas personas critican el conservadurismo de la Academia por dejar fuera de los nominados a “renovadores” como Cliff Martinez o al binomio Reznor-Ross, y por favorecer doblemente a un octogenario excesivamente añejo, falto de innovación, inaceptablemente intrusivo en la narración o, como en el caso concreto de “War Horse”, de irresistible tendencia al sentimentalismo. Pecados capitales sólo perdonables, según parece, siempre y cuando la película en cuestión sea un homenaje explícito a un tipo de cine pasado (de moda).
¿Pero qué es “War Horse” sino una película netamente clásica? Un producto, sí, familiar, limpio de vísceras, disneyanamente pulcro, defendido con entereza y profesionalidad por un director al que muchos quisiéramos ver enfocado en otro tipo de proyectos, pero que entiende su profesión de una manera diametralmente opuesta a lo que todavía dictan los patrones del cine de autor. “War Horse” es, comparada ya sólo con otros títulos recientes de su director, una película débil, pero también una de las que mejor muestran a Spielberg en comunicación intertextual con sus ancestros: Michael Curtiz, Victor Fleming, y en especial, John Ford, paradigmas de la dirección de cine muy alejados de lo que en el mundo contemporáneo se etiqueta como autoral. De hecho, la sombra de Ford cubre toda la película. No sabemos cuánto de aquella “Kentucky Pride”, cinta muda contada desde la perspectiva de un caballo, ha podido inspirar a Spielberg, pero en el pulso narrativo e incluso en la paleta de colores desplegada por Janusz Kaminski, parece haber mucho de Ford, si bien se aproxime más al épico de “Four Sons” o “What Price Glory?” que al lírico de “Tobacco Road” o “The Quiet Man”. La extensión del arco argumental, hace que lo épico triunfe sobre lo lírico en “War Horse” (de hecho es este “exceso de trama” lo que la aleja definitivamente de la esencia fordiana), resultando más creíble, contundente e inspirada cuando narra actos bélicos que cuando se detiene a individualizar algún personaje, y por eso, quizá, resulte tan bienvenida, por compensadora, la partitura de Williams.
Una partitura ambiciosa, en contra de lo que podría sugerir una primera audición, por la abundancia de temas y motivos y por su compleja identificación con ideas y personajes, así como por la dificultad de catalogar nítidamente, a un nivel intelectual, los referentes a los que dichos temas y motivos parecen adscritos. Emocionalmente la música es en todo momento directa, explícita, inteligible; la dificultad estriba en tratar de poner nombres a los temas y relacionarlos con conceptos perfectamente aislados. Podemos partir de la observación de que la partitura posee una estructura circular pero no simétrica, expresada por Williams de forma particularmente precisa. La película (no así la versión discográfica de la pieza correspondiente, “Dartmoor, 1912”) arranca con una nota pedal en las cuerdas y una flauta solista; dos horas y cuarto más tarde, el relato se cierra con un solo de trompeta y una nota pedal en las cuerdas; lo que va entre la flauta y la trompeta es la película, la historia de una transformación, o mejor dicho de varias, la del propio Joey, de inocente potrillo a caballo de guerra, y así mismo la de todos los personajes que se cruzan con él, empezando por Albert, su dueño natural. En la partitura se distinguen claramente dos mundos opuestos: el bucólico y el trágico, el ideal y el real, dos territorios por los que atraviesan los personajes y las ideas musicales centrales, mostrando alteraciones o constancias, ambas significativas. La dulzura de la flauta caracteriza ese mundo bucólico del que tanto Joey como Albert son desplazados, y se mantiene gravitando sobre el caballo a lo largo de sus aventuras transcontinentales, pero la trompeta (con su respectivo motivo) irá ganando terreno a medida que los acontecimientos se van revistiendo de gravedad y la vida se revela como una sucesión de dificultades trascendentales.
A pesar de que carece de tratamiento musical propiamente dicho, Albert es el centro de la partitura, su personalidad está implícita en muchos de los temas que Williams propone, como si estuvieran concebidos a través de sus ojos. Tanto Joey como su tierra natal y su familia están musicalmente contemplados y recordados desde Albert. Siguiendo esta lógica, a la hora de describir a Joey, Williams opta por un acercamiento polifacético, una estrategia opuesta al leit-motiv, creando temas y motivos diferentes según cuáles sean las cualidades contempladas. Muchas veces recurrirá a un tema de gran solemnidad queriendo reflejar la nobleza y la fidelidad que inspira el animal. Otras veces se decantará por una expresión enfática del júbilo y el orgullo que experimenta Albert cuando se siente unido a Joey. En otras ocasiones, el caballo es visto como un bello ejemplar de fuerza y tenacidad, expresado con un tema cinético y alegre de inspiración folclórica. En los momentos en los que la vida exige de Joey un comportamiento extraordinariamente valiente, Williams reacciona otorgándole un plus de coraje mediante una llamada al sacrificio. Y por último, a veces la música pretende trascender lo físico y subrayar algo intangible, casi mágico, la especial inteligencia o sensibilidad del caballo, ese algo que lo diferencia claramente de los demás y que no reside en su apariencia ni en sus músculos, tampoco en su tenacidad o valentía. En todos los casos expuestos es Joey de quien habla la música, es a él a quien se refiere. Una sabia decisión del músico puesto que la película trata de conexiones emocionales más que de personajes, de cómo el azar puede deparar encuentros que cambian la vida.
A este ya de por sí abundante ramillete de ideas se suman las correspondientes a los otros dos focos de emotividad y relevancia argumental: la tierra y la familia, en los que se sintetizan los orígenes, la tradición, el hogar, la naturaleza, la inocencia… Williams vuelve a mostrarse generoso a la hora de describir musicalmente todo este mundo de referencias, identificando musicalmente la naturaleza de la comarca, los trabajos y juegos de los que consta la vida diaria de Albert, el personaje del padre, tanto en relación a la tierra como en relación a su pasado bélico (la bandera de rango, emblema de heroicidades y atrocidades, que Joey llevará siempre consigo), y por último la madre, en su doble condición de garante de sensatez y apoyo moral. No siempre son temas o motivos, a veces se trata de material inconexo, o de referencias circunstanciales (como cuando la aparición del padre en el pueblo es saludado por una variación del tema bucólico con el que Williams acompaña las panorámicas aéreas del comienzo). Para cuando Joey es enviado a la guerra, la partitura ya ha presentado un total de cinco temas o motivos centrales, además de casi otras tantas ideas secundarias. Y sin embargo, el virtuosismo narrativo del compositor logra que no resulte confuso y que el espectador interprete todos estos estímulos dentro de una milagrosa coherencia.
La guerra lleva a Joey a conocer nuevos personajes y nuevas situaciones. La guerra y sus consecuencias inspiran al compositor excelentes bloques de música (ahí están las magníficas “The Charge”, “The Desertion” y “No Man´s Land”, amén de cortes no incluidos en el disco como el solo de chelo que desgarra la separación de Emilie y Joey), más material original que se suma a lo anterior como la experiencia se va sumando al cúmulo de vida, en la que los únicos elementos musicales repetidos son el tema de la nobleza y, sobre todo, esa llamada al coraje, interpretada generalmente por una trompeta, que algunos han interpretado como el “tema de la guerra” sin serlo en realidad: ciertamente el compositor casi siempre relaciona estilísticamente dicho motivo musical a una determinada orquestación de corte marcial, pero su aparición en la película antes y después del segmento bélico obliga a reconsiderar su verdadera función. La historia de Joey es la historia de una madurez, como la del propio Albert. El Joey que contempla el abrazo final de los tres integrantes de la familia, no es el mismo caballo del comienzo: hay en él un crecimiento, en base a heroicidades y atrocidades que, como el personaje del padre en el relato, Williams se cuida mucho de elevar a tonos de triunfo u orgullo.
“War Horse” es una experiencia musical de primer orden. Posee la riqueza temática y estructural de un poema sinfónico, y sin embargo todo en ella se explica por estar al servicio del espectador. La exactitud y pertinencia con la que se acopla a las imágenes no debería ocultar su decidida reivindicación de la música per se como generadora de emociones. Cuando el relato toca a su fin y Albert recupera a Joey, toda la labor de seguimiento musical hasta ahora realizada alcanza su punto culminante y su sentido definitivo. Hubiera bastado retomar parte del material bucólico del comienzo y desarrollarlo como eco optimista al final. De hecho la recapitulación del tema de la nobleza en “The Reunion” responde a esta necesidad de recuperar el pasado, sirviendo de bálsamo para las heridas y disponiendo a ambos personajes para el regreso. Pero entonces Williams decide introducir un último tema, una melodía bellísima, triste y sosegada al mismo tiempo, con la sencillez y la ambivalencia de las canciones populares, primero expuesta en las cuerdas, más tarde al piano y finalmente, en el momento en que madre e hijo se abrazan, retomado por las cuerdas, ahora desbordantes. Hace treinta años Spielberg emocionó a medio mundo con un abrazo muy similar en una historia no tan distinta. Ahora, como entonces, Williams colabora esforzadamente en que las lágrimas rebosen su recato. Más aún si se contempla este espectacular cierre de relato como una despedida más profunda y definitiva, el adiós a una manera de narrar por parte de un narrador puro que también se va despidiendo.
Si con“Tintin” el compositor firmaba un canto al modernismo, en “War Horse” asistimos a un canto al clasicismo. En un intento por superar el fanatismo adscrito a muchos de los títulos de su filmografía, ha surgido un nuevo tipo de aficionado que recibe con frialdad toda nueva obra de Williams, creyéndola cautela, víctimas de una especial sordera orgullosa que les impide asistir con plena felicidad a los últimos compases de un compositor que continúa dando lecciones, muy pero que muy actuales, sin necesidad de apelar a glorias pasadas ni, por supuesto, de vivir de los réditos. Williams es grande no sólo por lo que ha hecho sino, también, por lo que está haciendo, por cómo afronta su mutis, la recta final, mucho más alejado de la complacencia de lo que algunos quieren ver. La escucha atenta y desprejuiciada de sus dos trabajos del 2011 sólo puede inspirar ese mismo gesto de reverencia que Ludovic Bource dedicaba al Maestro de camino hacia su Oscar.
5-marzo-2012
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