David Serna
En cierto modo, al Patrick Doyle de ahora (artificial, robotizado, triste sombra de lo que fue) le está viniendo de perlas agenciarse proyectos hollywoodienses de primera fila. Es lo que sucede cuando el hambre se junta con las ganas de comer: nada mejor que un músico en horas bajas y de ideas muy elementales para obedecer como un cachorro a los dictados comerciales de una industria sumida en la simplicidad; nada más fácil que un compositor maleable y sin pretensiones artísticas para doblegarse a la era de la involución expresiva, del efectismo como modus operandi, del “a-be-cé” de la música de cine. En el Hollywood de “Thor” o “Rise of the Planet of the Apes”, la partitura ha pasado de narrar a ambientar, de formar parte del drama a definir una estética que se convierte en la cortina atmosférica de la película, en un mero telón de fondo que ni interfiere ni la modifica argumentalmente. De este modo no hay riesgo, pero en verdad tampoco hay “música”: sólo un diseño sonoro que aplatana la historia, la unidimensiona, la esteriliza hasta el punto de que el soundtrack podría intercambiarse por cualquier otro sin que el filme prácticamente se resintiera.
En el Hollywood de esta simpática precuela del clásico “Planet of the Apes” de 1968, que más bien, por sus coincidencias argumentales y espaciotemporales, parece un remake libre de la cuarta entrega de la serie, “Conquest of the Planet of the Apes” (titulada en España “La rebelión de los simios”), no interesa que la música robe protagonismo a los revolucionarios efectos especiales, ni que establezca vínculos de coherencia con anteriores partituras de la saga, especialmente con la primera a cargo de Jerry Goldsmith: se trata, en todo momento, de olvidarse del pasado y de presentar a los simios del siglo XXI, de aprovechar la celebridad del filme de Franklin J. Schaffner para partir de cero, para llevar una historia contemporánea a una generación que debe ver (y escuchar), para bien (y para mal), lo que está industrialmente predefinido. Esa predictibilidad, esa asumida actitud de indiferencia y acomodación a la vulgaridad, es la que rige el trabajo de Doyle ya desde sus acordes iniciales (“The Beginning”), donde lo que parecería un guiño simiesco de congruencia (unas percusiones étnicas similares a las empleadas por Leonard Rosenman o Tom Scott en anteriores entregas) se confirma como un mero accidente una vez surgen los acelerados ritmos percusivos de Doyle y su enclenque tema principal musitado por una voz femenina: un desangelado motivo de seis notas que el escocés asocia a César, el simio protagonista, y que irá retomando para esgrimir sus anhelos de rebelión, convirtiéndose paralelamente (aunque de un modo yermo y absolutamente desaprovechado) en el “tema de la insurrección”.
Leyendo las notas del propio Doyle que acompañan la carpetilla del disco, como sucede con las de “Thor”, no es que cueste reconocer al creador de “Much Ado About Nothing” (banda sonora que parece ya de otra época): es que resulta inexplicable que el compositor se sienta orgulloso públicamente del “tema de César” y llegue a mencionar el impacto que causó entre el equipo, hasta el punto de cantarlo a viva voz en una sesión y a grabarlo en su iPhone... Quien deslumbrara, en 1989, con “Henry V” deja ahora la sensación de estar contemplando el traje nuevo del emperador, de llevar al oyente a preguntarse, con un desconcierto que incluso enerva, si “seré yo el único que no ve el traje”; un traje confeccionado, para más inri, por el mismo sastre de aquella imponente partitura. Y es que, musicalmente, las seis notas del “tema de César”, por más que su autor pretenda transmitir con ellas un “sentido de fuerte destino” (sic), ni trascienden lo más mínimo ni sirven para la creación de una melodía más compacta y desarrollada, quedándose en un tímido e insípido borrador de lo que debería haber sido (y seguramente Hollywood tiene la culpa, en parte por su progresiva eliminación de los títulos de créditos iniciales, un espacio que los compositores han perdido y donde antes podían explicarse) un tema principal en condiciones, ese que ni siquiera brota exultante en los créditos finales (sitio donde, si por cuestiones de coherencia antes no había surgido el tema, ahora sí podría exhibirse sin cortapisas). La selección de Varèse Sarabande, de hecho, ni siquiera recoge los “End Credits” en su extenso programa de 61 minutos, dejando entrever la triste conclusión de que el único espacio que el compositor posee para ensanchar su creación y explayarse a placer ni siquiera vale la pena.
Ese sonrojante estancamiento en seis notas que no siguen, en consonancia con el estatismo de los nuevos tiempos, también lo está con el vacío de ideas del resto de la composición, una laguna que Doyle camufla con incesantes ostinatos en las cuerdas que rellenan el fondo sonoro y un abultado envoltorio de efectos vocales, acústicos y percusivos cuya parte electrónica, por un lado, define el mundo científico en el que se desarrolla la historia (sobre todo en el primer tercio del score, aunque luego también en “Inhaling the Virus”) y cuyo carácter étnico, por otro lado, entabla lazos con el mundo africano del que procede César, aunque más bien acabe erigiéndose, por su simplificado concepto, en el necesario toque de “modernidad” que facilita el trabajo al compositor y evita a los productores que se corran “riesgos innecesarios”. La música aparece 61 veces a lo largo de la película, tantas como minutos ofrece el disco de Varèse (abreviado en 24 cortes), pero en todo ese tiempo Doyle no propone temas complementarios más allá de la eficacia de otras dos notas de aire onomatopéyico a cargo de una flauta étnica (las de “Cookies”, con las que Doyle “advierte” de la rebelión simia que se avecina) o de una simple melodía pomposamente instrumentada (la que presenta en “Off You Go” y recupera al final en “Caesar´s Home”, los dos únicos momentos en los que César se libera física y musicalmente, emanando vida y esperanza). Más allá de eso, las figuras recurrentes se reducen a una simple frase de tres notas con un contrapunto de cuatro al metal (que incrusta en “Rocket Attacks Caesar”, “Caesar Says No” o “Gen-Sys Freedom”, aquí con contrapunto a la cuerda), y de otras pocas que Doyle dispersa cohibidamente en el curso de los pasajes de acción más aparatosos (“Zoo Breakout”, “Golden Gate Bridge”), donde los apuntes electrónicos y los ritmos sincopados banalizan el flujo de ideas algo más interesantes y desarrolladas.
El resultado es todo lo atronador e insustancial que cabe suponer en un proyecto que, en total disimilitud con el “Planet of the Apes” de 1968, jugaba sobre seguro desde el principio; una película familiar milimétricamente perpetrada para no defraudar (aunque tampoco sorprender) a sus muchos targets de público en base a lo que se espera, musicalmente revestido del corte y la confección de un emperador sin traje.
22-septiembre-2011
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