Miguel Ángel Ordóñez
No estaría de más decirle a los jóvenes compositores americanos de hoy, esos que ofrecen su mercancía barata a una creciente cohorte de abonados imberbes y aspirantes a elitistas de la nada, que no hace mucho tiempo las creaciones musicales destinadas al cine o la televisión contaban con un ingrediente tan intangible como decisivo: la emoción. Frente a la electrónica de masas, empujada hasta la extenuación hacia patrones rítmicos al alcance del entendimiento de un simio, y el abrazo a la subcultura del atmosferismo y de los nichos de mercado del presente, hubo un tiempo que la creación dependía de factores académicos en los que no bastaba con tener un poco de sentido del ritmo y de la consonancia, donde la personalidad y la inquietud creativa convertían al músico en una presa asediada por las productoras y no a la inversa, transformado el artista ahora en el responsable de la manufactura de marcas blancas que difieren entre sí sólo por la condimentación utilizada en el rancho servido al populacho.
Aunque parezca que este viejo oficio se va escorando hacia el olvido, ediciones como la presente nos recuerdan la capacidad que tuvieron algunos para electrizar multitudes, para hacer vibrar a los entusiastas con su creativa antiglobalización. Si bien en la moderna cultura del pueblo no hay lugar para los héroes, puede que Ligeti tuviera razón cuando afirmaba que la música clásica estaba sobreviviendo más allá de su fecha de caducidad por la terca determinación de unos pocos y corresponda a los compositores cinematográficos abanderar una nueva edad dorada, pasar página a un calendario de hojas confusas y aportar algo más que profesionalismo en un arte, el del cine, cada vez más previsible. Sirva de clase práctica el ejercicio de estilo que nos propone Jerry Goldsmith en la “mítica” miniserie de los 80 “Masada”, un peplum de descomunal presupuesto (unos 20 millones de dólares de la época) dirigido por un descabezado Boris Sagal, especialista en el medio gracias a los réditos de “Hombre Rico, Hombre Pobre”. Aunque la obra no supere los 30 años, su estructura y caligrafía, comparada con la paquidérmica composición actual, la convierten en todo un clásico: la respuesta a la protección de una tradición modernizada respecto a los estragos del paso del tiempo, la representación y perpetuación de un pasado musical que hasta hace bien poco conformaba un presente sólido y estimable. Constituida por superficies sinuosas, rápidos remolinos de actividad interior y poderosas formas ascendentes, “Masada” recuerda las fachadas ondulantes de una obra civil de Calatrava donde la estructura mantiene su funcionalidad pero la forma se adorna y embellece en una búsqueda inaudita de un nuevo rococó.
Y ello porque “Masada” se erige en trabajo de una exquisita modernidad zurcida sobre ancianos estandartes folkloristas de una tradición judaica que Goldsmith ya había explorado (no olvidemos su árbol genealógico) en mosaicos televisivos como los de “The Going Up of David Lev” y “QBVII”. Dos de las tres ideas centrales de la partitura, por otro lado las más recordadas por el oyente, remiten a una escritura que deliberadamente huye de la liturgia de las monodías y salmos que conforman la médula espinal de “QBVII”. La primera remite a un himno, el tema de Masada (“Main Title”), de rítmica sencilla (adoptando timbres étnicos en “The Moabites”), que después de unos cuarenta compases se apaga para quedar reducido a una sola línea dramática. La segunda, a una memorable y sentida pieza entretejida sobre contrapuntos en arabesco (“The Slaves”) que acaba derivando en marcha elegíaca para enfatizar la condición oprimida del pueblo judío, dominado a lo largo de los siglos por culturas ancestrales como la egipcia, babilónica o romana. Goldsmith, consciente del pegadizo material de partida, muestra a través de ambos conceptos el sentimiento de orgullo de unos zelotes que, en rebeldía contra el romano opresor, eligen el suicidio a la capitulación.
Para la armada romana, encabezada por el general Cornelio Flavio Silva (Peter O´Toole), Goldsmith añade una tercera línea narrativa consistente en una marcha para metales y percusiones (“Roman March”, ricamente orquestada en contrapunto al tema de Masada en “Move On”) que, curiosamente, suena bastante alejada de la épica que envuelve al material construido para los zelotes. Astutamente, Goldsmith usurpa cualquier rasgo heroico a unos conquistadores a los que priva, incluso, de referencia musical cuando la acción se traslada a la Roma de Vespasiano. La dictadura no obtiene premio, aunque su máscara violenta tiene un importante reflejo en la partitura a través de una música irracional de clara ascendencia stravinskiana (como los staccatos de “The Granary” que remiten a las cargas a caballo de “El Viento y el León”) que valora no sólo el salvajismo de sus efectos en acometida, sino también su precisión y claridad, la supremacía de los instrumentos de viento-madera y viento-metal sobre una minúscula representación de la cuerda, la expresión fatalista de un antirromanticismo que late en cada uno de los inesperados acentos de “Burning City” o “The Return”. Cada pieza de acción representa un pequeño drama expresionista surcado de disonancias y cicatrices. Ante paisaje tan desolador es inútil esconderse tras una épica de tintes funestos, hasta el punto que Goldsmith se resiste a introducir un gran tema de amor que subraye las inevitables subtramas románticas, las dedicadas al matrimonio de Eleazar y Miriam o a la del general Silva y la esclava Sheva, ofreciendo a cambio una tibia melodía de líneas descendentes apoyada sobre oboes, arpa y violines que tras exponerse en un susurro al final del corte “Nothing To Worry About”, emerge con mucha más pasión en los compases iniciales de “Nothing To Give” o “Make-Up for Death”, piezas compuestas sobre material de Goldsmith por su amigo Morton Stevens, quien suple al californiano en la segunda mitad de la miniserie debido a sus compromisos contractuales (la grabación de “Inchon”, como en el pasado había ocurrido durante “The List of Adrian Messenger” u “Outland”).
La colaboración de Stevens se reduce a la adaptación de los temas construidos por Goldsmith en las dos primeras entregas de la miniserie. Las escasas novedades remiten a un empleo de armonías más abiertas y a la creación de nuevo material relevante en cortes como el militarista “Ram´s Head” o los dramáticos “Burn it/Fire” y “Sheva´s Decision”, tríptico en la que toda suerte de melodías acaban brotando de una matriz básica que precede a un torrente de efectos y disonancias en el primero. La jugada, al margen de extenuante, forzando caer al oyente en la monotonía derivada de una exagerada edición completista de dos horas y media de duración, deja al descubierto la inferior calidad interpretativa de la orquesta, en la edición de Intrada, respecto de la regrabación efectuada por Goldsmith para el sello Varése décadas atrás (al mando de la National Philarmonic). Aunque el sonido gana en matices y pierde el lamentable ruido de fondo del precedente (en primer plano durante la relectura de la magistral “The Slaves”), los 68 músicos empleados en las sesiones originales podrían pasar por un par de docenas, capitaneados por una enclenque batería de metales y percusiones. Dejando al margen trasuntos como el de la grabación, a Goldsmith no le interesa tanto trasmitir una música veraz, una danza de la tierra, como efectuar una novelización, más o menos universalista, del conflicto entre poderosos y oprimidos, abrirse paso entre atmósferas de conflicto para luego situarse en otras rebosantes de vida. Anclado sobre antiguos himnos judíos, encaramado a los recuerdos de sus antepasados, logra que los sonidos se expandan formando un poderoso arco narrativo. El idioma de repente se moderniza, el zelote se rasura la barba y los siglos se esfuman como una pavesa.
11-agosto-2011
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