Pablo Nieto
Despreocupada, disfrutando de el agua aparentemente en calma de ese paraíso terrenal que son las playas hawaianas de Kuai, Bethany Hamilton espera tumbada sobre su tabla el comienzo del oleaje para entregarse a su gran pasión: el surf. Sin embargo, lo que menos podía esperar aquella tranquila mañana, víspera de Halloween, es que la vida la iba a poner a prueba con un traumático suceso que marcaría su vida para siempre. El violento e inesperado ataque de un tiburón tigre le provocará la pérdida de su brazo izquierdo, reclamo inconsciente del asesino silencioso que dejaría su vida a merced de un destino caprichoso con una niña de trece años. Ese es el punto de partida de “Soul Surfer”, una historia de superación que cuenta con una partitura a la altura de las circunstancias. La propuesta de Marco Beltrami nos invita a sumergirnos junto a Bethany en ese viaje espiritual que comienza tras escapar de las fauces del depredador, donde asistiremos a su transformación de niña a mujer sin complejos, capaz de vencer sus miedos interiores y desafiar las reglas de la lógica enfundándose el neopreno, subiéndose a su tabla y enfrentándose de nuevo a las olas. La partitura de Beltrami se convierte en un elemento transcendental en la historia, que se sobrepone incluso al abuso de música diegética, en forma de canciones adolescentes, que pueblan la cinta dando muestras el compositor de una entrega personal por el proyecto poco común en los tiempos que corren, pero que quizás podría explicarse desde esa renovada autoestima y la confianza que le dan sus dos recientes nominaciones a los Oscar, así como por la esperanza, nada ambigua, de que el futuro aún le va a deparar grandes cosas.
El score, que si bien convive con algunos clichés orquestales del Hollywood actual, se eleva por encima de la media gracias a su notable trabajo de documentación musical, incorporando cantos típicos (Meles), instrumentación y percusión hawaiana que no sólo ayudan a armonizar la historia en su contexto geográfico, sino que además impulsan narrativamente la cita hacia esa espiritualidad que emana de la milagrosa recuperación de la protagonista. Y como ya hiciera Goldsmith con destreza en sus incomprendidas “Congo” o “Los Demonios de la Noche”, Beltrami combina con eficacia la fuerza de los coros étnicos en el a veces implacable movimiento orquestal, dotando al conjunto de un acabado de post-producción a la altura del Newton Howard de los mejores momentos.
Por ello, qué mejor punto de partida para adentrarse en la partitura que acudir a la fractura emocional que a la postre condiciona la existencia misma del lírico leit motiv y el optimismo vital que inunda la cinta. El ataque del tiburón es la conditio sine qua non del film y así es concebida por Beltrami en su apuesta por una atrevida solución musical que gira alrededor del mele titulado “Ikaika”, adaptación de otro antiguo mele -“Buke Mele Lahui”- que data de 1895. Para esta secuencia Beltrami escribe una pieza hipnótica (“Shark Attack”), que crece desde el cacofonismo orquestal hasta el obsesivo sentido del ritmo de los ipu heke (tambor doble de calabaza), el pahu (tambor de piel de tiburón) y el compás que marcan los omnipresentes pū´ili (palillos de bambú); un exótico discurso sinfónico que es interrumpido bruscamente por el citado mele, donde una voz masculina, quebrada y profunda, nos advierte que: “Algo terrible brota del fondo del mar / del azul purpúreo mar de Kan” (He puhi ´ino ho´i no ke kai uli /No ke kai popolohua mea a Kane). Este cántico, al igual que la orquesta, irá en crescendo tras la aparición de los metales pasando la música de un estado de tensión a otro de trance, donde el mensaje adquiere connotaciones sagradas -“Debe el padre celestial ayudarte”- (Ka Makua Mana Loa kokua mai), hasta que la música se apaga y la voz sentencia: “Viveremos para siempre / siempre hay un nuevo amanecer” (E ola makou a pau loa / A puka i kea o malamalama). La propuesta de Beltrami es tan poderosa que no necesita apoyarse en las imágenes para transmitir el horror de lo vivido y el retrato del frágil cuerpo de la niña desangrándose.
Sin embargo esta traumática experiencia no condicionará la celebración espiritual de la cultura hawaiana planteada musicalmente por Beltrami, de hecho como decíamos será el punto de inflexión a partir del cual se nos va a presentar una hermosa historia de superación y redención vital, resuelta conforme a los cánones del melodrama pero con sugerentes pinceladas étnicas que confieren a la partitura un halo mágico, casi olvidado en los tiempos que corren. Beltrami mostrará todas sus cartas ya desde los “Main Titles”, utilizados para presentarnos formalmente el leit motiv, donde la melodía se funde con la sugerente voz femenina que interpreta el mele “Mele hula: e juini e kapi”, canción que alude al origen divino de Hawai y en especial de su isla más especial: Kauai, la mítica “Ku aihelani”. Ese mensaje de convivencia pacífica con la naturaleza entronca con la esencia propia del surf, su espíritu salvaje y libre. Un tema donde las cuerdas se apoyan en el piano y la guitarra, marcando el compás los omnipresente pū´ili y una voz, por encima de todo, hipnótica y trascendental.
Resulta interesante observar el crecimiento del motivo sobre todo en “Bethany´s Wave”, donde asistimos a uno de los clímax del film, coincidiendo con el momento en el que Bethany, tras el fatídico accidente, se enfrenta con éxito a las olas y vuelve a surfear a pesar de sus limitaciones. Para esta pieza Beltrami vuelve a recurrir de nuevo al mele principal al que añadirá otro titulado “Nalu”, denominación aborigen del surf, cuyo diáfano mensaje “Siente el océano / siente la ola / el conocimiento de surfear” (Komo i ke kai / Komo i ka Nalu / Komo i ka ´ike I ka he´e Nalu), se integra sin problemas en una propuesta más sinfónica, con mayor empaque tras la entrada de los metales y una masa coral que arropa a la voz solista, adaptándose al intenso ritmo que imprimen las percusiones hawaianas que el compositor utiliza a discreción a lo largo de toda la partitura. En esa línea evolutiva conviene destacar también cortes como “Back in the Water” y “Turtle Bay Surfing”, pero muy especialmente “Half Pint Boat”, otra pieza trascendental de la partitura, cuyo inicio desenfadado y cuasi-diegético, con una colorida y hawaiana versión del leit motiv con el ukelele como principal activo, adquirirá dimensiones épicas con un nuevo mele que utiliza como base la melodía central, elegantemente introducida por las cuerdas y la percusión. Titulado “Kupu”, el mantra nos traslada metafóricamente al renacer de la protagonista: “Los brotes florecen / Las ramas se abren / El guerrero emerge” (Kupu ke kupu /Lau ka lau) para terminar proclamando que “El Guerrero es consagrado” (La´a ke koa) y “Surfea Alegremente” (He´e malie).
Merece también la pena detenerse en “Paddle Battle”, un corte con el que se cierra el puzzle vital de Bethany, su paso hacia adelante dejando a un lado el miedo al agua, a la tabla de surf, al océano. A golpe de percusiones Beltrami nos acerca al mele “Aihea ´O ka Lani”, interpretado por la misma voz quebrada y amenazante de “Shark Attack”, pero que esta vez, a diferencia de aquel tema donde se nos mandaba un mensaje inquietante y perturbador, trata de infundir ánimo y esperanza: “¿Donde está lo celestial? / Ahí, surfeando / Afronta la gran ola con tu tabla / Regresa con la ola más corta” (Aihea ´o ka lani la / Aia i ka he´e ana / He´e ana i ka lala la / Ho´i ana i ka muku). Este juego de percusiones que combinado con la emoción que logra transmitir la orquesta en su combinación con la voz, en un recurso muy glassiano con base en su trilogía Qatsi, tendrá una interesante reproducción en “Big Drum Competition”, quizás uno de los temas de acción puros del score y que, por momentos, nos traslada al universo que magníficamente ha sabido tejer James Newton Howard cuando combina orquesta con cuerdas y percusión.
Más intimista se muestra Beltrami cuando afronta las relaciones personales de Bethany con su entorno. Primero con su amiga Alana (“Alana visits Bethany”), donde las cuerdas describen con sutileza el reencuentro de ambas tras el ataque, después con su padre (“Bethany and Dad”), presentando el piano una elegante versión del tema central al que también recurrirá en el ceremonial “Homecoming”. Por último especial atención merece el corte “Hymn for Bethany” donde el ukelele introduce una melodía que acabará transformándose en ese himno que se nos anuncia, elegante y sentido, donde las cuerdas son presentadas de manera exquisita apoyándose en un contenido y relajado uso del coro. En esa misma línea nos encontramos “Awards”, y sobre todo “Phuket”, un pasaje con un atmósfera coral a la que Beltrami dota de un aire cuasi-místico en consonancia con lo que es esta partitura si se la analiza globalmente. Y ya puestos a emitir conclusiones, mientras el conformismo se ha adueñado de la banda sonora actual, es justo agradecer el esfuerzo de compositores que todavía son capaces de atreverse y salir airosos, trascendiendo a una película que como ha ocurrido en tantas ocasiones, adolece de aquello que, en este caso, a la música de Marco Beltrami le sobra: emoción y compromiso. Argumentos quizás insuficientes para un reconocimiento de alfombra roja por falta de soporte cinematográfico, pero que sin duda son algunos de los motivos por los que el buen aficionado la valorará y reivindicará como uno de los trabajos más brillantes y completos de este compositor: “El Guerrero es consagrado” (La´a ke koa).
18-julio-2011
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