Pablo Nieto
Tras ese bullicioso reality show llamado “Slumdog Millonaire” con el que Danny Boyle arrasó en los Oscar de 2008, el cineasta británico nos traslada ahora al solitario paraje del desierto de Utah, para presentarnos un docudrama de tintes épicos donde un joven alpinista que actúa con despreocupación ante el peligro, deberá tomar la dramática decisión de la automutilación para sobrevivir.
Boyle soluciona el desafío que le propone “127 Horas” con admirable seguridad apoyándose en la sorprendentemente creíble interpretación del mediocre James Franco, presentando la historia a través de pequeñas anécdotas que repasan momentos vitales importantes del protagonista, jugando con flashbacks, obsesiones y sueños, ofreciéndole una esperanza de libertad que liga a recuerdos encadenados del pasado. Durante hora y media asistimos a un torrente de soluciones visuales y sonoras, que convierten este viaje a la redención humana en una paroxista y extrema odisea vital. Un filme inmaculado en su ejecución, con travellings imposibles, emocionantes tomas áreas y continuos cambios de punto de vista, que termina por ubicar al espectador como verdadero protagonista del sádico espectáculo.
Posiblemente, cualquier músico más o menos avezado en el arte de la orquestación y composición para cine podría haber musicado la valiente propuesta de Boyle con mucha más maestría que A.R. Rahman, cuyo Oscar por su aproximación techno-bollywood al universo de los slumdogs de Mumbai, es otra muestra más del pésimo gusto de la Academia. Y efectivamente, como si toda la vida hubiera vivido en las rocosas de Utah, escuchando la eclosión musical del Mid West Americano de la mano de los Copland, Moross o Berstein, nos encontramos al compositor hindú tratando de sobrevivir a la adrenalítica puesta en escena de Boyle, y a su, a veces, incómoda selección de canciones. A pesar de todo, la propuesta de Rahman, con sus limitaciones incluidas, no deja de ser correcta y hasta defendible por el hecho de centrarse en la expiación del protagonista más allá de la narración incidental propiamente dicha. Un trabajo que presenta diferentes e inconexas vertientes armónicas y melódicas, que se acoplan a la narración a base injertos, que como magistral cirujano, Boyle aplica sin dejar cicatriz alguna, pero que aún así deja una acusada sensación de impersonalidad y olvido fácil, lo que supone una metáfora involuntaria de la tendencia actual de asfixia de talento para la creatividad en el campo de la música de cine.
El score arranca con la intimista y emocional “The Canyon”, una pieza que nos presenta la paz y sosiego del Cañón desde el punto de vista del observador imparcial: el espectador, que disfruta la inmensidad del sol desplegando su calidez por cada grieta del subsuelo, hasta llegar a la dantesca realidad (para nada cálida y sosegada) del protagonista. Las cuerdas y el oboe se encargan de aportar la sensibilidad necesaria a la pieza, retrotrayéndonos a la excepcional metáfora de la soledad dibujada por la batuta de Alan Silvestri en “Naúfrago”. Una soledad dibujada también por la solitaria guitarra de “Touch of the Sun”, representando el amanecer, los escasos minutos de luz solar que calientan el cuerpo, con acordes largos y espaciados, cuyo eco parece retumbar en las paredes de la cárcel de roca a la que ha sido condenado el protagonista.
Este es el punto de partida de “Liberation Begins”, un obsesivo tema donde las guitarras hacen las veces de desesperado in crescendo que emula los deseos del protagonista por revertir la situación. En esa misma línea se instalará “Liberation Is a Dream”, alcanzado su eclosión orquestal en la exigente “Liberation”, donde la melodía se adapta al ritmo hard rock impreso por Rahman en la descripción contrarreloj de la huída final. Entre medias habrá tiempo, para la descripción del paulatino desquiciamiento del montañero a través de piezas como “Acid Darbari” y “R.I.P”, repletas de disonancias electrónicas, con uso de flautas, timbres y voces indias, como si de un recital de iniciación al hinduismo y sus diferentes formas de expresión de la reencarnación se tratara.
El score finaliza con la hermosa pastoral que Rahman concibe a modo de celebración en “If I Rise”, donde la voz de Dido Armstrong se eleva apoyada por un coro de niños que humaniza aún más la propuesta. Antes, el corte “Festival”, de nueve minutos, supone una excelente pieza del grupo islandés Sigur Ross, conjugando a la perfección el espíritu de la cinta de Boyle con una imposible conjunción musical, demasiado exótica, que incluye desde el toque “vintage” de la presentación del nocturno nº 2 de Chopin como música diegética interpretada por la hermana del alpinista, al funky-soul de Bill Weathers y su “Lovely Day” o al clásico “If You Love Me” con la añeja voz de Esther Phillips.
“127 Horas” de sufrimiento, resumidas en hora y medida de película y apenas 25 minutos de un score al que las injustas nominaciones a los Oscar y los Globos de Oro juegan claramente en su contra, convertido en epicentro de la ira del aficionado por la acuciante falta de ideas interesantes que vive el sector, pero que aún así, no es tan exageradamente malo como pudiera preverse. Funciona, se deja escuchar y se olvida.
7-marzo-2011
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