David Serna
“Sunset Boulevard” es la obra de un cínico empedernido, un sátiro que, pese a tener en el guionista Charles Brackett su contrapunto responsable y equilibrado, tuvo las agallas suficientes para escribir y dirigir la radiografía más envenenada y corrosiva de la industria del cine cuando Hollywood todavía no había aprendido a reírse de sí mismo. Billy Wilder (el cínico en cuestión) tuvo su castigo: pese a haber recibido los principales Globos de Oro, los miembros más conservadores de la Academia no consintieron que “Sunset Boulevard” triunfara en los Oscar, cediendo los laureles a la otra gran favorita, la poderosa “All About Eve” (de 11 nominaciones se tuvo que consolar con las estatuillas a la Dirección Artística, Música y Guión Original, el último que firmarían juntos Wilder y Brackett). Y entre los muchos ofendidos, es célebre el comentario del magnate Louis B. Mayer, jefe de la Metro Goldwyn-Mayer, a Wilder tras un pase de la película: “¡Eres un cabrón! Has desprestigiado a la industria del cine. Has mordido la mano que te convirtió en alguien y que además te dio de comer. Deberían alquitranarte, emplumarte y arrojarte del país”.
No hay en “Sunset Boulevard” detalle o pieza del guión que no desprenda mordacidad y mala uva. La protagonista, Norma Desmond (Gloria Swanson), una estrella del cine mudo ahora olvidada, vive en Sunset Boulevard (el bulevar del ocaso, de la decadencia). El director de cine que la hizo famosa y que fue su marido, Max von Mayerling (Erich von Stroheim) es ahora su sirviente. La película que Norma visiona en su vieja mansión es “Queen Kelly”, filme mudo que Stroheim escribió y dirigió en la vida real para lucimiento de Swanson y que no pudo terminar, siendo el epitafio de su carrera como cineasta (como prácticamente el de Swanson). La historia es contada por un cadáver, el de Joe Gillis (William Holden), un joven guionista sin escrúpulos que acepta el encargo de reescribirle a Norma un guión (el de “Salomé”) con el que ella espera recuperar su antiguo esplendor. Los amigos con los que Norma juega al bridge también son viejas glorias olvidadas de la pantalla: Buster Keaton, Anna Q. Nilsson y H. B. Warner. Y cuando la Paramount telefonea insistentemente a Norma no es porque Cecil B. De Mille (que también se interpreta a sí mismo, mientras rueda “Samson and Delilah”) haya accedido a dirigirla en “Salomé”, sino porque el estudio quiere alquilarle su viejo coche de época para otro rodaje.
Son tales las dosis de crueldad y negrura en “Sunset Boulevard” que, por momentos, la película se desliga de su asombroso cruce de géneros (parece cine negro, pero su naturaleza es la de un melodrama repleto de sarcasmo) para colindar con las fronteras del terror: no sólo la historia la cuenta un muerto (la película comenzaba en un depósito de cadáveres en el montaje inicial), sino que la decrépita mansión de Norma parece una vieja casa encantada; Gillis es confundido a su llegada con un empleado de pompas fúnebres, en cuya primera noche en la casa presencia el suntuoso entierro de un mono; el criado toca el órgano como si fuese “El fantasma de la ópera” (órgano por el que resolla pavorosamente el viento); y la propia Norma, más que una pizpireta Salomé, parece un émulo de Nosferatu cuando, una vez ha descendido las escaleras a lo Bela Lugosi en “Dracula”, mueve los brazos y las manos simulando una exótica danza en la memorable escena final, un fastuoso colofón a la locura y las consecuencias que arrastra Hollywood, un patético “descenso a los infiernos” en el que Norma, lejos de encontrar al Sr. De Mille al otro lado de la cámara, se topará con su propia tumba.
No en vano, todos los personajes de “Sunset Boulevard” ya están prácticamente muertos durante la película: Norma no sólo está desaparecida del mundo del cine, sino que vive aislada de la civilización rodeada de recuerdos, como si no existiera; su ex marido acepta una muerte en vida al humillarse como criado y desvivirse para que Norma siga feliz en su nebulosa de ilusiones; y de Gillis (a quien la muerte le acecha en forma de acreedores) sólo queda por saber la manera en que morirá desde que su cadáver aparece flotando en la piscina de la mansión al comienzo del filme introduciendo un flash-back “falso”: un arranque que entronca con otro anterior, el de “Laura”, de Otto Preminger (donde otro “cadáver”, el de Clifton Webb, empieza a contar la historia igualmente empapado, desde la bañera de su casa), pero también con otro posterior, el de “American Beauty”, de Sam Mendes (donde un nuevo cadáver, el de Kevin Spacey, inicia una narración en off también mojado, esta vez en la ducha de su dormitorio).
Entre el impactante prólogo, con el protagonista masculino muerto, y el antológico epílogo, con la protagonista femenina desvanecida en el imaginario rodaje de “Salomé”, es la música de Franz Waxman la que se encarga de solapar y fortalecer los dos planos narrativos en que viven los personajes: el real (el de Gillis) y el ficticio (el de Norma). La vieja gloria del pasado vive en su tétrica mansión rodeada de recuerdos, soñando con un regreso a la pantalla que nunca sucederá, arrastrada a la locura por un mundo (el real, el del cine sonoro) que la ha rechazado. Y es en ese mundo ilusorio y de otra época en el que aterriza el ambicioso Gillis, representante del Hollywood corrompido, de la búsqueda de oportunidades, de la venta al mejor postor. Waxman alinea en un único plano sonoro ese contraste entre presente y pasado, entre realidad y espejismo, alternando dos leit-motivs antagónicos pero complementarios: uno para Gillis, de aire jazzístico, influenciado por el be-bop de la época, que Waxman suele presentar a piano; y otro para Norma, una exótica melodía de aire oriental que el compositor también moldea en forma de tango para capturar el sabor añejo de aquellos días en que Rodolfo Valentino bailaba en los brazos de Norma en el amplio salón de su palacio.
Mientras que el tema de Gillis, claramente contemporáneo, es vivaracho y travieso, tan turbio y revuelto como su personaje, el tema de Norma, en cambio, se aleja del cariz noir de su ´gigoló´ para adentrarse en una esfera más abstracta y distorsionada, deliberadamente añeja. Wilder quería la “Danza de los Siete Velos” de “Salomé”, de Richard Strauss, para dibujar musicalmente a Norma, en particular su bajada final por las escaleras: el clímax en el que el personaje abandona el rancio cuerpo de Norma Desmond para erigirse en la lozana princesa Salomé (para Wilder era el modo más evidente de conectar a la intérprete con la heroína interpretada). Pero Waxman, viejo amigo de Wilder y viejo zorro en estas lides, le convenció para que el vínculo fuese más sutil: su melodía acabó inspirándose sólo vagamente en el exotismo arábigo de Strauss para adoptar otras formas, como la del tango que sitúa permanentemente a Norma en otra dimensión, en esos gloriosos años en los que fue una verdadera star. El compositor, de hecho, nunca llega a desarrollarlo de un modo íntegro porque pertenece al pasado: ya sean los tiempos de Salomé o la época del cine mudo, la música de Norma se ubica en una esfera tan muerta como lo está ella en el presente. Y Waxman, contagiado del cinismo de Wilder, aprovecha su inestabilidad para experimentar a placer: las primeras exposiciones de su tema son delicadas y “puras”, exentas de malicia. Pero a medida que aumenta el deterioro mental del personaje, su tema se vuelve más grotesco y bizarro: compárese la elegante sinuosidad de su presentación en “An Aging Actress” (donde Wilder introduce a Norma con un zoom hacia su ventana de lo más sintomático) con su patética ampulosidad en el desgarrador descenso por la escaleras (“The Comeback”).
Es así, exagerando su locura a través de la música, como Waxman logra situarse por encima de las (ya de por sí) elocuentes imágenes y diálogos de Wilder, y acaba imponiendo subrepticiamente la decadente evolución (o en este caso involución) de Norma en pasajes tan modélicos como el montage en el que ella, creyendo férreamente que De Mille dirigirá su “Salomé”, se somete a crueles tratamientos de belleza: todo un highlight (imperdonablemente excluido de la edición de Counterpoint) en el que Waxman incrusta sobre el tango un gypsy violin que acelera, más si cabe, su demencia. Llegado al epílogo, el tema de Norma alcanza su éxtasis y estalla en una eclosión pomposa e irreversiblemente trágica, apesadumbrada, a modo de caricatura hinchada y deforme de lo que hubiese sido una verdadera música para Salomé. No importa que sean la policía y los periodistas quienes esperan a Norma bajo el último escalón: imponiendo el plano ficticio sobre el real, Waxman consigue que el mundo imaginario de Norma prevalezca sobre todo lo demás, que acabe triunfando y desplegándose glorioso por encima de Gillis, a quien fulmina dramáticamente en un sentido tan literal como musical (es su tango y no otra melodía la que acaba “aplastando” cualquier otra opción sonora). Aun así, el compositor vuelve a mostrarse tan irónico como Wilder cuando, poco después, acompasa los créditos finales con una radiante melodía alejada del tono predominante de la partitura y que invalida, incluso, el particular “triunfo” de Norma: una coda mucho más convencional y acorde con el studio system que, voluntaria o involuntariamente, sabotea su luminoso regreso a la pantalla y termina empañando su victoria ficticia, lo que conduce a un irremediable castigo por las consecuencias de sus actos, a un imperioso salto del mundo blanco e ingenuo de “Queen Kelly” al microcosmos de autodestrucción del nuevo Hollywood.
El tango de Norma y el be-bop de Gillis monopolizan el desarrollo temático de la partitura hasta el punto de aparcar narrativamente otras ideas secundarias, que fluyen sobre el curso fílmico y musical obedeciendo siempre las coordenadas impuestas por los personajes, como sucede con el precioso recorrido nocturno de Gillis y su amiga Betty por los decorados de la Paramount, en el que Waxman “parodia” el noticiario del estudio dando al tema de Gillis un aspecto más cándido y celestial (en el breve corte “The Studio Stroll”, otro triste ejemplo del recorte en minutado de la edición de Counterpoint). Entre esas ideas, sobresale una figura de siete notas que Waxman acopla indistintamente junto a Norma y Gillis en muchos fragmentos significativos, empezando por el implacable arranque de la partitura: una sincopada pieza orquestal (de escritura poco ortodoxa, como demuestra el piano protagónico en la versión primitiva del “Prelude”) que arrastra al espectador por el asfalto real de Sunset Boulevard durante los créditos iniciales y cuyo ritmo frenético anticipa la apresurada llegada de la policía a la mansión de Norma. Es su tema (y no el de Gillis) el que intercalan las cuerdas durante su desarrollo (a diferencia de la versión primitiva, en la que el violín zíngaro del montage ornamentaba la ejecución, en una genialidad poco frecuente para un main title de la época). Pero el cinismo de Waxman vuelve a hacer mella: los fuertes metales y percusiones apenas permiten que el tema de Norma (ese que nunca llegará a exponerse en su plenitud) “respire”, machacándola de modo inclemente ya antes de que comience su historia.
A partir de ese acelerado main title, el modo en que Waxman va intercalando y dando forma a los temas de Norma y Gillis (cuyas melodías son concienzudamente breves, con un margen de desarrollo ínfimo para hacerlas más manejables) en el transcurso de una obra cinematográficamente milagrosa, en la que hasta el más mínimo detalle resulta inusitadamente brillante y demoledor, ocasiona otro milagro musical: el de una partitura que aplicada sobre otra película perdería todo su potencial narrativo (pese a que resulte la pescadilla que se muerde la cola, pues si la película no fuese la que es… ¡la música tampoco lo sería!), pero que, extendida sobre el poderoso texto wilderiano, quintuplica sus cualidades intrínsecas siendo capaz de reconciliar a los más escépticos, a aquellos que se puedan acercar a la creación de Waxman a través del disco y no de las (indispensables) imágenes a las que acompaña.
Y es que la banda sonora de “Sunset Boulevard” no es una obra maestra “convencional”: es uno de esos reducidos prodigios sonoros que, en su arte para pintar musicalmente una historia, deformar una melodía y encender una llama de la nada, necesitan imperiosamente su referente fílmico para recibir la luz que las ilumina. Puede que la composición de Waxman ya sea perfectamente reivindicable y soberana en disco (pese a los múltiples recortes de la edición de Counterpoint). Pero es en la película donde alcanza su verdadero cénit. 61 años después, la partitura de “Sunset Boulevard” es uno de esos raros accidentes musicales que corroboran lo mucho que puede hacer una música por una película y lo mucho que puede hacer una película (tan apabullante, tan devastadora) por una música (tan servicial, tan consumada). Y es precisamente por eso, por su fuerte imbricación narrativa, por lo que se sigue disfrutando más en el filme que emancipada de él, ya se trate de la breve suite de Charles Gerhardt en el legendario disco “Sunset Boulevard: The Classic Film Scores of Franz Waxman”, de la regrabación completa de Joel McNeely para el sello Varèse o de esta première de la grabación original a cargo de Counterpoint, que pese a su lujoso envoltorio (con dos discos y dos generosos libretos en su interior, que incluyen abundante material gráfico cedido por John W. Waxman, hijo de Franz) sólo incluye, en verdad, dos terceras partes de la partitura, todo lo que ha sobrevivido en el archivo musical de Paramount Pictures.
Puede que, en el caso de una creación tan singular y dependiente de su aplicación, lo editado por Counterpoint (con toda la buena fe del mundo, pues se trata de todo lo que conserva) no sea la mejor manera de conocer esta obra lapidaria: exceptuando cinco fragmentos de source music, el material incluido apenas ronda los 30 minutos (a los que habría que añadir, eso sí, los ocho del prólogo descartado). Por el contrario, la regrabación de McNeely (muy apreciable en su ejecución aunque mejorable en las mezclas, como demuestra que durante el main title apenas se escuche el tema de Norma en las cuerdas) extendía la partitura a 68 gloriosos minutos sin incluir esas cinco piezas diegéticas. Para más inri, la edición de Counterpoint es doble y el segundo disco sólo suma dos minutos y 24 segundos: la escueta duración de un tema, “The Paramount-Don´t-Want-Me Blues”, a cargo de los míticos Jay Livingston y Ray Evans, que se ha regrabado expresamente para la ocasión dado que la versión originaria (que debía sonar durante la secuencia de la Nochevieja, en la que los propios Livingston y Evans efectúan un cameo) fue automáticamente descartada y censurada por su letra altamente “polemizante” (el blues hace jugosísimas referencias personales a Samuel Goldwyn, David O´Selznick o Hedda Hopper, la influyente columnista que también se interpreta a sí misma durante la secuencia final).
A la postre, el texto de la segunda carpetilla (la referida a Waxman y su música) se centra excesivamente en la descripción fílmica de lo que sucede en la película, en vez de analizar y sopesar todo lo que la música hace por esas escenas, lo que conduce, inevitablemente, a valorar de un modo agridulce una edición hecha con mucha profesionalidad y entusiasmo (con una intachable presentación y el añadido de rescatar de las cenizas, además de la grabación original, un tema nunca escuchado en seis décadas), pero a la que cuesta perdonar la (involuntaria) ausencia de tanta buena música, esa que, además de conceder prioridad a la versión de McNeely, siempre va a aclamar a Waxman como uno de los dramaturgos más brillantes e ingeniosos que ha dado el séptimo arte: un genuino cineasta que, a diferencia de Wilder, no necesitaba escribir o dirigir para contar una historia, para convertir a Charles Lindbergh en un héroe, a Ernest Hemingway en el humano que había debajo del escritor, o a Norma Desmond en la Salomé que siempre soñó.
10-febrero-2011
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