Gorka Cornejo
El universo musical de “Harry Potter” se ha ido expandiendo y transformando a lo largo de los años, desde que en 2001 se marcaran las primeras coordenadas de manos de un John Williams emblemático que, en sus subsiguientes regresos a Hogwarts, demostrara sobrada capacidad tanto para la continuación (“Chamber of Secrets”) como para la reinvención (“Azkaban”). A tenor de los resultados, lo deseable, para quien esto suscribe, hubiera sido que tanto Alfonso Cuarón como Williams se hubieran encargado de las secuelas restantes, pero pensándolo bien, es comprensible que a ninguno de los dos les apeteciera involucrarse en unos episodios ya a priori tan aburridos e innecesarios como “El cáliz de fuego”, “La Órden del Fénix” o “El Príncipe Mestizo”. Con la silla de director cambiando de manos casi en cada nueva entrega y la subsiguiente búsqueda de sustitutos musicales, la coordinación de una idea global, la búsqueda de una coherencia, ha resultado del todo imposible. Mucho se ha comentado sobre la mediocridad de las aportaciones de Nicholas Hooper, ciertamente un músico poco inspirado que no supo enriquecer la impersonal puesta en escena de David Yates, pero no fue él sino su predecesor, el otrora insigne Patrick Doyle, quien tuvo en sus manos la oportunidad de apuntar las líneas maestras de lo que hubiera podido ser una banda sonora coherente, aunque heterodoxa, para toda la serie. Sin embargo, el escocés, llevado quizá por cierta inconfesable necesidad de desquite ante la evidente depauperación de su carrera, no quiso depender del material “legado”, a excepción del impepinable “tema de Hedwig”, y forzó la renovación en el paisaje musical, algo que no estaba justificado por la correspondiente alteración argumental o dramática en los personajes. Doyle hubiera debido pensar en el bien de la franquicia en lugar de utilizar la película para demostrar su valía. El regreso a escena de Voldemort trayendo consigo un nuevo leit-motiv, así como la profusión de nuevos temas con voluntad de trascendencia (“Hogwart´s Hymn”, “Hogwart´s March”, “Potter´s Waltz”), pudieron dar como resultado una partitura efectiva y de agradable escucha, pero crearon un mal precedente. Hooper no hizo sino continuar por la misma senda.
Estas consideraciones se vuelven imprescindibles al enfrentarse al trabajo de Alexandre Desplat en la última entrega, primera parte de un desenlace largo y tedioso, como corresponde a esta serie dilatada hasta el agotamiento. Desplat se encuentra con un planteamiento que, por primera vez, justifica y casi exige un cambio drástico en la música. Harry y sus dos inseparables compañeros se encuentran fuera de los ámbitos de la escuela de Hogwarts, su aventura inicia una etapa totalmente distinta, más madura, que implica nuevas responsabilidades y peligros. Así, el envoltorio mágico, casi ingenuo, que caracterizara a grandes rasgos las propuestas de Williams, cede protagonismo a una música grave, profunda, que incide más en los sentimientos del protagonista y el de su entorno inmediato, una música por tanto a priori más cargada de dramatismo, más seria, menos dirigida a describir las maravillas desplegadas alrededor de los jóvenes magos sino a exponer sus casi primeras tribulaciones adultas. El compositor ha concentrado sus esfuerzos en la expresión de lo que Potter calla, debido a su personalidad reprimida, tanto el sufrimiento (su soledad de huérfano, la responsabilidad de poner en peligro la vida de sus seres queridos) como el amor (por sus amigos, Hermione y Ron, y también, tímidamente, por Ginny, la chica que, a tenor del epílogo con el que J. K. Rowling cierra su heptalogía, acabará siendo su esposa).
Desplat aprovecha la libertad que le ofrece la aparición de personajes y elementos nuevos, sin antecedentes, para desarrollar un buen ramillete de temas y motivos originales, pero en lo referente al glosario musical preestablecido, actúa como sus predecesores: personajes como Dobby, el elfo doméstico, Voldemort o el profesor Dumbledore, reciben nuevos temas, ignorando los ya establecidos. Pero uno tiene la sensación de que Desplat ha sido consciente de estar enfrentándose a una franquicia musicalmente rota, inconexa, y sus decisiones parecen estar dirigidas a paliar el desbarajuste: no es Dumbledore sino la muerte de Dumbledore y su presencia fantasmagórica, inspiracional, la que recibe un tema propio (“The Will”); no es Voldemort sino el enclave de brujos malignos el que está musicalmente representado (“Snape to Malfoy Manor”), y lo está como oposición a un nuevo tema, dedicado al grupo de magos heroicos, con Harry a la cabeza (“Polyjuice Potion”), creándose una lucha conceptual y musical entre sendos temas colectivos (como se demuestra en la magistral “Sky Battle”); y en cuanto a Dobby, a la aparición del nuevo tema (“Dobby”) no le sigue una estrategia de repeticiones a lo largo de la película, por lo que podemos hablar de un tratamiento específico de su reincorporación al relato (ausente desde la “Cámara de los Secretos”), motivada por la naturaleza de la escena, no tanto de un leit-motiv en sí mismo.
La piedra angular de la partitura es la sencilla melodía que se presenta al comienzo de la película (“The Oblivation”), un motivo triste que sirve de punto de partida del relato, una tabula rasa de olvido que cubre el pasado, vale decir la infancia, para emprender la última gran aventura; con este tema Desplat se enfrentaba a una gran dificultad, la de combinar dos conceptos narrativos opuestos, un final y un comienzo, o el principio de un desenlace basado en la terminación de los antecedentes, una música que sirviera de elegía y al mismo tiempo de instigador de lo venidero. El chelo solista expone el dramatismo de una decisión individual difícil de tomar, a partir de cuya exposición el tema se va desarrollando, creciendo en vehemencia, en decisión, a la vez que el lamento del chelo es sustituido por las cuerdas en masa, cabalgando todo ello sobre un inevitable ostinato propulsor. Desplat volverá a este material siempre que el relato requiera de un cabal recordatorio de la envergadura de los hechos, a modo de memento mori que relativice las alegrías (“At the Burrow”, “Death Eaters”), o como nexo de unión entre los diferentes episodios que ilustran el trágico paso a la madurez, el desmembramiento de la realidad tal y como era concebida hasta ahora (“Hermione´s Parents” o “Ron Leaves”, que abre una herida para cerrarla, más tarde, con otra hermosa variación del mismo tema, en “Ron´s Speech”).
La sensibilidad con la que Desplat atiende al orden de exposición de su material, haciéndolo derivar conceptual o formalmente de lo ya presentado, es quizá una de las características más sobresalientes de este trabajo. Como si de un espejo deformante se tratara, el siguiente tema en ser expuesto, el dedicado a lo maligno, Voldemort y sus secuaces, presenta también una estructura de ostinato y melodía, cuya primera frase consta de cuatro notas, algo así como el reverso del tema principal (“Snape to Malfoy Manor”). Mediante esta vinculación formal entre ambos temas se exponen las dos grandes fuerzas que arrastrarán el relato. Pero Desplat sabe que necesita de una música heroica, noble, que resalte a los buenos y reconforte a los espectadores, y por ello, sin solución de continuidad nos presenta un nuevo tema (“Polyjuice Potion”), que ilustra al grupo de magos que cierran filas en torno a Harry, demostrando su adhesión, su amistad, la inquebrantable decisión de compartir su destino. Sugiriendo la naturaleza de los fundamentos de la verdadera amistad, comunes en esencia a sentimientos más maduros, la misma melodía sirve al francés para acompañar una balbuceante historia de amor (“Harry and Ginny”) que no tiene aún la suficiente consistencia para merecer una música autónoma.
Otro ejemplo excepcional de las sabias estrategias de exposición y derivaciones lo encontramos en el tema dedicado a las Reliquias de la Muerte. Presentado en “Dobby”, en un principio el tema parece relacionarse al guardapelo que perteneciera a Salazar Slytherin; a lo largo de la búsqueda del objeto (uno de los horrocruxes cuya destrucción, supuestamente, traerá el fin de Voldemort) que emprenden Harry y sus amigos, Desplat juega con diferentes variantes instrumentales (como en “Detonators”, “Godrics Hollow Graveyard” o “The Locket”, donde se entrelaza hábilmente con el tema maligno). Pero una vez destruido el guardapelo (“Destroying the Locket”) y a partir de la revelación de la existencia de las Reliquias de la Muerte, en autónoma narración leída por Hermione y puesta en escena a modo de cortometraje de animación incrustado en la película, Desplat reasigna el tema a las Reliquias (demostrando su secreta conexión argumental), si bien reelaborado, con ecos y texturas orientales, permitiendo la aparición de instrumentos exóticos que enriquecen la paleta orquestal (“Lovegood”, ausente en la película, aunque parece haber sido compuesta para acompañar la citada narración, y “The Deathly Hallows”).
Esta forma gradual e interconectada, como quien desenrolla una madeja, de ir presentando y subordinando temas y motivos, crea una unidad formal raramente obtenible dado el esquema habitual de las partituras escritas para la serie, cuya progresión acumulativa, dictada por la aparición de nuevas tramas y personajes (el ejemplo perfecto es la galería de profesores, renovada casi en cada secuela), conlleva casi siempre una heterogeneidad difícilmente abordable. Con un diseño motívico tan sólido y sobre todo no tanto dirigido a individuos como a ideas o elementos, Desplat puede permitirse en ocasiones superar la estrategia del leit-motiv sin riesgo de perder coherencia, apostando por desarrollos musicales específicos o muy tangencialmente basados en el material medular (“Godrics Hollow Graveyard”, “Hermione´s Parents”, “Farewell To Dobby”). Esta seguridad permite incluso al compositor esbozar un acercamiento, siempre muy personal y sin caer en servilismos, a los patrones clásicos de la serie, la impronta de un Williams que el francés sabe evocar o diríamos mejor invocar en determinados momentos: no nos referimos a las acertadas alusiones al tema de Hedwig, justificadas no tanto por la aparición de la lechuza como para recordar la infancia perdida, sino a ciertos juegos de orquestación, especialmente en la escritura para maderas, que en piezas de acción trepidante como “Sky Battle” o “Fireplaces Escape”, permite atisbar una intención de vinculación a los cimientos musicales de Harry Potter, un tímido pero bienvenido esbozo de cierre del círculo.
Habrá que esperar a la segunda y (¡albricias!) última entrega de la serie, en verano de 2011, para valorar en toda su medida el acierto de los planteamientos iniciados en ésta por Desplat, quien a pesar de su brillantez, no puede sustraerse a los impedimentos de una película de estructura imperfecta, inacabada, con todo lo que esto supone de cara a la definición de un arco musical pleno y compacto. Entre tanto el aficionado puede entretener la espera adivinando las razones no mercantilistas por las que la compañía discográfica ha decidido bombardearnos con no una sino dos ediciones especiales de la banda sonora, cada una con más material adicional que la anterior (una de ellas con tres bonus tracks y la otra con seis). Misterios arcanos que quizá sólo J. K. Rowling, en su acreditada condición de demiurgo, pueda ayudarnos a penetrar.
30-diciembre-2010
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