David Serna
2010 tenía que ser el año “Spartacus”: se cumple medio siglo del estreno de la película, se conmemora el centenario del nacimiento de Alex North, y el sello discográfico Varèse Sarabande debía ofrecer algo bigger than life en la celebración de sus 1.000 bandas sonoras editadas. Tras años y años de inconvenientes con la publicación de los masters originales (y de contratiempos con esa regrabación que Jerry Goldsmith siempre soñó), el productor Robert Townson tenía muy claro que su disco número 1.000 debía ser “Spartacus”, una de sus bandas sonoras favoritas y una promesa cumplida, al fin, casi 20 años después de la muerte del compositor, a quien Townson aseguró que algún día se ocuparía personalmente de publicar la partitura completa, cubriendo así uno de los black holes más alarmantes en la comercialización de música de cine, pues la única edición oficial hasta la fecha (la del sello MCA) solo recogía 40 minutos de las más de tres horas de música escritas por North. Han pasado muchas décadas, quizá demasiadas, pero ese “Spartacus” definitivo ya está aquí, con seis abultados discos, un inofensivo documental y un hermoso libro de 168 páginas que configuran la que, seguramente, sea la edición más exhaustiva y ambiciosa jamás dedicada a una sola banda sonora. Solo su (comprensiblemente) hinchado precio y el excesivo protagonismo de Townson en el acabado del producto debieran ser las únicas excusas aceptables a la hora de adquirir lo que constituye un tributo mayor al que, para muchos, es el mayor tributo a la música cinematográfica jamás escrito.
La historia del séptimo arte es profusa en obras maestras, muchas de ellas germinadas en los años anteriores y posteriores a “Spartacus”, la verdadera golden age de la música de cine: los irrepetibles años de “Ben Hur”, “Vertigo”, “Lawrence of Arabia”, “To Kill a Mockingbird”, “Taras Bulba”… Pero la envergadura de la partitura de North (no ya por calidad, sino por variedad temática, riqueza expresiva, creatividad y revolución conceptual de un género anclado en el pasado) prácticamente podría equipararse a la suma de tres o cuatro de esas obras maestras, pues las envidiables condiciones que tuvo North desde el primer momento (dedicó 13 meses enteros a la partitura, un récord nunca igualado en la industria) hicieron posible que haya tres o cuatro “Spartacus” dentro de la misma banda sonora. Cualquiera de sus pasajes de transición podría aplicarse sobre la más discreta de las partituras convirtiéndola en una delicatessen. Y cualquiera de sus temas secundarios podría ser el principal de la más convencional de las partituras transformándola en una obra de referencia. En la larga y variada historia de la música de cine, puede que nunca haya existido tanta calidad en tanta cantidad por metro cuadrado. Fue, sin duda, el “instante preñado” de North, propiciado por la total libertad que Kirk Douglas, protagonista del filme, productor ejecutivo y verdadero impulsor del proyecto (a través de su productora Bryna), confirió al músico alejándose de la mentalidad industrial de Hollywood y exhibiendo la suya propia, la de productor independiente que, por un lado, luchaba por sacar adelante un péplum adulto y trascendente, que invitara tanto al espectáculo como a la reflexión, y que, por otro, entendía la importancia dramática de la música a la manera de los grandes productores independientes (Kramer, Preminger), especialmente cuando las conclusiones del filme, a diferencia de las superproducciones épicas al uso, no iban a ser de carácter espiritual, sino moral.
Es ahí donde la figura de North resultaría esencial: en la plasmación de los conflictos personales y no en la pomposidad de la recreación histórica. Con “Spartacus” nacía un nuevo modelo de epic, alejado de la fe y los postulados bíblicos de “Quo Vadis?”, “The Robe” o “Ben Hur” (que se estaba filmando casi simultáneamente). De hecho, en ningún momento se iba a mostrar la figura de Jesucristo: lo predominante sería la lucha por la libertad, por la justicia, por los ideales del ser humano y la búsqueda de un mundo mejor (ideas progresistas que el guionista Dalton Trumbo entendía como actuales y traspasables a la América paranoica y anticomunista que le perseguía). Huyendo de lo convencional y apostando por el mayor realismo posible, Douglas sustituyó al director inicial, Anthony Mann, por Stanley Kubrick (con quien se había entendido a la perfección en una película de guerra nada ortodoxa: la antimilitarista “Paths of Glory”), y no tuvo reparos en contratar a un guionista que figuraba en la “lista negra” (Trumbo firmó el guión bajo el pseudónimo “Sam Jackson”) o a un compositor ajeno al sonido “bíblico” de Hollywood. El actor y productor movió cielo y tierra para que “Spartacus” se pareciese lo menos posible a “The Ten Commandments”. Y North, procedente de melodramas introspectivos y de fuerte carga psicológica, era el candidato idóneo para expresar el conflicto interno de un esclavo que decide rebelarse sin las fanfarrias triunfalistas o los coros espirituales de un Miklós Rózsa o un Alfred Newman.
Fue así como nació un nuevo modelo de partitura histórica, mucho más contemporánea y cerebral, cuya escritura moderna e hipercompleja revolucionó el epic como ningún otro compositor había logrado (ni lograría después) incidiendo en “el gran tema de nuestro tiempo”, en palabras del propio Trumbo: “La libertad del hombre, la necesidad de asegurarla, la obligación de defenderla, el propósito de morir por ella”. North entendió “Spartacus” como ese mismo soplo de aire fresco, rebelde e inconformista: “Quise interpretar el pasado en términos del presente”. Y sin la enorme libertad que tuvo para componer a lo largo de un año entero, despojado de las ataduras de un gran estudio (todas las decisiones concernían a la productora de Douglas y no a la Universal, que solo distribuyó la película), “Spartacus” nunca hubiese sido la obra maestra que es, básicamente porque ningún mortal habría obtenido semejante logro con un contrato de varias semanas, tres o cuatro dedicadas a componer y otras pocas para orquestar y realizar cambios. Es por ello, quizá, por lo que “Spartacus” es prácticamente incomparable a cualquier otro hito musical (North escribió más de tres horas de música y llegó a visionar la película completa ¡18 veces!). Su partitura es libre y llena de esperanza, rebosa inspiración y vitalidad, está elaborada y pensada al milímetro, y aporta una dignidad y una dimensión narrativa al relato absolutamente trascendente. El propio Douglas confesaría que la música de North “es una de las más hermosas y brillantes jamás escritas”.
Ya en los célebres títulos de crédito, que el legendario Saul Bass diseñó en función de la música, North está resumiendo el principal conflicto de “Spartacus” antes de que la película arranque. Su apabullante “Main Title” (uno de los más rotundos e innovadores de la historia del cine) arranca con una fanfarria para metales y percusión donde timbales y tambores presentan al bando romano antes de que suenen las enérgicas notas del tema de Espartaco, iniciando un suave crescendo donde el tema del esclavo, reflejo de esperanza y libertad, introducirá otro motivo más breve, asociado a sus seguidores. Con un aparato orquestal más reducido, North va intercalando ambos temas mientras esculturas y símbolos del poder romano proyectan gráficamente el conflicto argumental. Al aumentar poco a poco la intensidad de esos leit-motivs, el compositor “hace fuerza”, poniéndose de su lado, para que Espartaco y sus rebeldes puedan desafiar y vencer las injusticias romanas, hasta que el último de los rostros patricios se agrieta asumiendo los efectos de la rebelión. No en vano, la grotesca fanfarria con la que estalla el crescendo, en lugar de ensalzar el poderío romano retomando sus percusiones militares, las deforma a conciencia como muestra de las consecuencias del ataque experimentado, mientras la destrucción del busto de Craso certifica lo que la música acaba proclamando: la importancia de la revuelta esclava en la posterior caída del imperio.
Antes de las primeras escenas en las minas de Libia (las únicas que llegó a dirigir Mann y que permanecen en el montaje final), North ya se ha posicionado a favor de los rebeldes, contribuyendo a su parcial victoria, y ha dibujado el sonido que estará presente en cada bando: fanfarrias de carácter militar, abundante percusión y agresivos metales para escoltar a los romanos, y melodías más humanas y alegres, revestidas de esperanza y optimismo, para iluminar el mundo de Espartaco, que comienza a encalidecerse con la irrupción de Varinia (Jean Simmons) en la escuela de gladiadores de Batiato (Peter Ustinov). Su hermosa y sencilla melodía al oboe (uno de los más grandes love themes de la música de cine) ilustrará su amor con Espartaco lejos de quedarse en un mero acompañamiento romántico, pues ya en su primera aparición la pieza no cesa cuando ella abandona la habitación: su música sigue flotando en el aire como un perfume, impregnando la escena de luz y esperanza (“Varinia´s Theme”). North volverá a ella en su siguiente encuentro, cuando Varinia le sirve la comida al gladiador (“Kitchen”): como sucedía en la anterior escena, la melodía llega a acaparar la atención por encima de los diálogos, convirtiéndose en portavoz de sus sentimientos. Pero el tema de Varinia no despliega sus alas y se despoja de su rigidez hasta la revuelta de los esclavos, una vez lo que era motivo de fe y esperanza se transforma en algo bello y radiante: la melodía suena, por fin, “libre” y ligera como un pájaro durante la conversación en el bosque (“Forest Meeting”) para adoptar un gesto más dramático ya después, cuando Espartaco y Varinia, de noche, se muestran preocupados por el futuro y la música acentúa su incertidumbre (“Love Sequence”). Será en el inolvidable epílogo (“Final Farewell and End Title”) cuando el tema de amor se consuma en su exposición más cautivadora, más intensa, más afligida, más perdurable.
Es probable que otro compositor de la época hubiese esparcido el tema de amor sobre otras muchas escenas (recuérdense las ¡23 ocasiones! en que Alfred Newman recurre al popular “Love Is a Many-Splendored Thing” en la película de 1955), especialmente cuando “Spartacus” ronda las tres horas de duración y son muchas más de cinco o seis las ocasiones en que Espartaco y Varinia inundan la pantalla. Pero North tuvo la inteligencia y la libertad suficientes para introducirlo en los momentos dramáticamente prioritarios, provocando que su presencia ensalce las imágenes de un modo más significativo (la “Overture” o el propio “Main Title” astutamente no recogen la melodía entre su sucesión de temas). De hecho, la singularidad de North y su genuina condición de outsider saltan a la vista en todo momento: en la insólita instrumentación de los entrenamientos en la escuela de gladiadores, con unos alegres ritmos sincopados revestidos de una agresiva fiereza (“Training the Gladiators” y “Training the Gladiators #2”, cuya obsesiva melodía, que tiene su génesis en el clímax de un pequeño western de North, “Men With the Gun” –1955–, estalla dramáticamente en el poderoso “Draba Fight”); en el alegre ostinato con el que arranca la secuencia del campamento en el Vesuvio, donde un segundo ostinato se incorpora al unísono mientras Espartaco cabalga dando la sensación de asistir a otro western (“Vesuvius Camp”); o en los momentos en que North utiliza la ondiolina, un instrumento de origen francés parecido a un piano en miniatura que nunca se había utilizado en un score americano y que le permite jugar con insólitas combinaciones de sonidos, imitando la textura de percusiones, mandolinas y algunas maderas (“The Last Fight”). Su originalidad volvería a asomar en 1990, cuando la restauración de la película recuperó, entre el nuevo metraje añadido, dos escenas censuradas: el polémico baño en el que Craso (Laurence Olivier) intenta seducir a su nuevo esclavo Antonino (Tony Curtis), que North ambienta con una exótica combinación de arpas y percusión (“Oysters and Snails”), y la brutal panorámica que muestra el horror después de la guerra, donde el lejano lamento de una fantasmagórica voz femenina certifica, sobre un hipnótico y bello tapiz de cuerdas, que ya no quedan hombres en el campo de batalla: solo cadáveres (“Desolation Elegy”).
La contagiosa vitalidad y el cariz festivo de otros pasajes a modo de scherzo, como la escena en que Espartaco reúne a los suyos al conocer que el ejército de Glabro (John Dall) está cerca (“Glabrus Defeated”), o el montage en el que sus hombres atraviesan ríos y llanuras hasta llegar a las montañas nevadas (“On to the Sea”), contrasta con la solemne frialdad y el distanciamiento de la música del bando romano, siempre disonante y brutal, como evidencian las múltiples apariciones del ejército de Craso, amenazantes y provocadoras (“Crassus´ Legions”, “Crassus´ Camp”). Cuando ambos bandos conviven en una misma escena, North opta por una solución genial (y relativamente lógica): fundir musicalmente la impronta optimista y vigorosa de unos con el talante bárbaro y deshumanizado de otros. Así sucede en el encarnizado corte “The Battle”: sus incesantes percusiones y metales, signo avasallador de la intimidación romana, se extienden sobre un sincopado envoltorio a modo de ballet, en el que los rebeldes parecen marcar con sus pasos la coreografía dominante de la batalla.
Todas estas filigranas, esta imponente sucesión de arte en cada pieza musical, encuentra su Xanadu particular en la abrumadora edición de Varèse Sarabande, para la que Robert Townson ha recopilado todo el material posible en torno a “Spartacus” como si fuese Charles Foster Kane amasando piezas de coleccionismo en su mansión. No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que la banda sonora de “Spartacus” siempre ha sido el “Rosebud” particular de Townson, su trineo olvidado en el tiempo listo para resurgir de las cenizas. Y vaya sí lo ha sido: el primer disco reúne todos los temas que han sobrevivido en un correcto estéreo (72´); el segundo y el tercero presentan la partitura completa en un aceptable mono (136´); el cuarto incluye, a modo de curiosidad, demos y temas alternativos descartados del montaje final (43´); y el quinto y el sexto incorporan diversas variaciones e interpretaciones del tema de amor (110´), muchas de ellas grabadas para la ocasión por músicos de renombre, como Mark Isham, Patrick Doyle o Joel McNeely, aunque las más conseguidas sean las clásicas, como la de Lalo Schifrin (perteneciente a su serie “Jazz Meets the Symphony”) o las dos jazzísticas a cargo de Bill Evans (una de 1963 y otra de 1969).
Junto a ellas, sobresalen las interpretaciones de Dave Grusin (en un estupendo solo de piano), Alexandre Desplat (que opta por un elegante coro de flautas) y John Debney (cuya versión, con un hermoso dueto de chelos, sería la mejor de no ser por su discordante minuto final), aunque las más originales en su planteamiento (no necesariamente las mejores) sean las de Nathan Barr y Lisbeth Scott (que “modernizan” el tema en clave new age) y Diego Navarro (que se marca una curiosísima interpretación en clave de tango). El love theme de Eric Stern al frente de la London Symphony Orchestra remata la audición (un tanto cansina y reiterativa) de los dos discos con la mejor regrabación del tema en su versión del epílogo (el corte “Final Farewell and End Title”, más hermosamente titulado en la edición original “Goodbye, My Life, My Love”), cuya inclusión siempre es de agradecer pese a que Stern no efectuara variación o improvisación alguna, la presunta excusa de la recopilación (se limitó a reproducir la partitura original).
Los seis discos se complementan con un minucioso y espléndidamente editado libro de 168 páginas cuya rigurosa y amena disección de la película, la partitura y la figura de Alex North sorprende por venir firmada por el propio Townson, alguien que nunca ha demostrado el mismo interés que sus competidores (Douglass Fake y Lukas Kendall a la cabeza) en la inclusión de carpetillas y textos de una cierta trascendencia. Townson quizá abusa de los comentarios en primera persona (sus fotografías con North y las impresiones de sus encuentros), pero se le perdona ante la calidad de los textos y del abundante material gráfico. Por desgracia, no puede decirse lo mismo del DVD que complementa el pack, con un documental de 96 minutos que se limita a intercalar entrevistas a compositores sin una sola imagen de la película o siquiera un fragmento musical que enriquezca sus comentarios (Townson alega que es deliberado, pero seguramente se trate de no encarecer aún más el producto con los derechos). El plantel de músicos entrevistados es atractivo y variopinto (Alexandre Desplat, Mark Isham, David Newman, Lalo Schifrin, Brian Tyler, John Williams y Christopher Young, junto a la omnipresencia, una vez más, del propio Townson), pero todos sin excepción se limitan a rendir tributo a uno de sus compositores predilectos sin entrar en análisis, sin desgranar las cualidades que esconde “Spartacus” más allá de la modernidad de su autor y de una serie de obviedades en las que todos coinciden. Williams y Desplat efectúan las reflexiones más jugosas (especialmente el primero), pero el conjunto se queda en la anécdota y el homenaje. A la postre, la imagen no se reproduce correctamente (faltan algunos frames), y los subtítulos, al margen de fallos ortográficos y problemas con acentos y mayúsculas, abarcan demasiados caracteres por pantalla, dejando la sensación de que el DVD (que añade como extras las grabaciones de Diego Navarro y Mark Isham, esta última extrañamente solo a modo de making off) no se ha elaborado en las mismas condiciones que el inmaculado libro y los seis discos.
En cualquiera de los casos, “Spartacus” es la edición discográfica del año y de muchos años. Será difícil asistir en el futuro a un lanzamiento hecho con tanto entusiasmo y repleto (hasta rebosar) de tan buena música. La más extraordinaria de todas. Muchos aficionados, antes que desembolsar 110 dólares más gastos de envío, hubiesen preferido una edición regular de dos discos (como “Cleopatra”) con los 72 minutos en estéreo y el resto de temas en mono. Pero Robert Townson no ha querido renunciar a su Xanadu. Y el legado de piezas de arte que atesora es insustituible.
30-septiembre-2010
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