Gorka Cornejo
El llamado cine catastrofista, que no es lo mismo que decir cine de catástrofes, se caracterizó en su etapa de eclosión (años 70) no tanto por especular desesperanzadamente sobre el futuro de la humanidad cuanto por denunciar los excesos de orgullo y engreimiento con los que el ser humano (o el norteamericano, que es lo mismo) había creído alcanzar un nivel definitivo de civilización basado en el estado del bienestar y el materialismo más prosaico y alienante. Lo importante no es la denuncia en sí sino el tono de la misma o la posición desde la que se llevaba a cabo: el de la genuflexión, el mea culpa, el propósito de enmienda, pues arrepentidos los quiere Dios. En el fondo no era más que una variante del género religioso mediante el cual el cine de masas siempre ha buscado justificarse como entretenimiento, poniendo todo su potencial evangelizador de ilimitado alcance al servicio de mensajes edificantes. “The Poseidon Adventure” es, en este sentido, uno de los títulos fundacionales del cine de desastres (que no desastroso), precisamente por fijar los arquetipos y patrones argumentales, pero sobre todo por revelar con total transparencia esta dimensión moralista y religiosa a la que nos referimos. No en vano, el protagonista (un Gene Hackman histriónico y ciertamente insoportable), es un sacerdote joven y moderno que sufre en sus propias carnes la incomprensión que su particular manera de difundir la palabra de Dios produce en los estamentos tradicionales de la Iglesia. Su discurso (“No recéis a Dios para que os solucione vuestros problemas, rezad a lo que de Dios hay en vosotros. Tened el coraje de luchar por vosotros mismos. Si no podéis ganar, al menos lo habréis intentado. Dios ama a los que lo intentan”), formulado en un lenguaje desintelectualizado, llano y trufado de expresiones destinadas a captar jóvenes conciencias, aproxima al personaje a una versión descafeinada y apta para el público norteamericano de los estereotipos de la teología de la liberación. Hackman será el responsable de guiar a los pocos supervivientes del accidente en su lucha por la salvación, un via crucis ascensional estructurado en diversas pruebas que cualquier espectador, por poco exigente que sea, traduce en términos de un verdadero camino de perfección. Entre los protagonistas, no faltan los personajes en busca de redención (y tampoco los seres angelicales, todo abnegación y entrega), arquetipos de individuos en su mayoría perdidos u ofuscados en su propio egoísmo, que aprenderán a entender la vida desde un punto de vista más justo.
El primer gran acierto de la estrategia musical ideada por John Williams es, precisamente, ser consciente del evidente trasfondo religioso de la película, su lectura ideológica, para diseñar una partitura que, si bien se basa en una lógica traducción literal del ascenso de este rebaño humano de las profundidades del abismo acuático y moral a una bien merecida (tras los convenientes sacrificios) resurrección, evite incorporar elementos expresivos de carácter espiritual o trascendental. Así, el compositor apuesta por una música llamémosle física en contraposición a la metafísica que abunda en el subtexto. Esto no significa que Williams ignore a los personajes ni que se desdeñen nociones como el heroísmo, el sacrificio, la solidaridad, la fortaleza moral o la fe. De hecho, toda la banda sonora es una brillante transcripción de la dolorosa aventura vista y sentida desde la perspectiva de los seres humanos atrapados en ella, por eso el compositor redobla sus esfuerzos en la descripción del microcosmos ominoso, caótico, devastado del trasatlántico hundido (un mundo sin sentido, dado la vuelta, irracional, toda la lógica subvertida). Se podría decir que Williams se concentra en hacer más verosímil el terror, la oscuridad, la amenaza constante, la muerte circundante, ignorando a veces la propia acción, mediante una música densísima, apelmazada, confusa, una impenetrable niebla baja que no permite asideros, que desestabiliza al espectador hundiéndole en la misma zozobra que experimentan los personajes.
En este sentido resultan realmente reveladores los “Main Titles” alternativos que esta edición de La-La Land ha recuperado con gran criterio. Parece evidente que a esta versión de créditos le correspondería una secuencia de imágenes distinta a aquella con la que finalmente se decidió arrancar la película. Williams construye una introducción a la película basada en el caos y lo inesperado, presentando un material abstracto y disonante, muy similar a su trabajo en la partitura de “Images” (1971), que hará las delicias de los amantes de la vertiente más experimental del compositor. En su lugar, se optó finalmente por un bloque inaugural más convencional, que marcaría el modelo de temas principales de las siguientes incursiones de Williams en el género: aquí, el tema está construido en dos bloques, la primera, una fanfarria de ocho notas que alerta sobre la magnitud del relato, la segunda, una variación más discursiva de la misma melodía, pero idénticamente híbrida entre la definición del tono dramático y la majestuosidad del SS Poseidon surcando los mares. Metales y maderas son las encargadas de construir la línea melódica, mientras que las cuerdas sirven de contrapunto ágil u ominoso, imitando en ocasiones el proceloso movimiento de las olas.
La sobriedad y la retención de emociones es una de las características más sobresalientes de la partitura, aunque hay que tener en cuenta que son numerosos los bloques musicales parcialmente eliminados en la película. Si bien Williams había compuesto una delicada pieza breve (“Rogo and Linda”) destinada a subrayar la particular relación amorosa subyacente en el beligerante matrimonio formado por un teniente de la policía (Ernest Borgnine) y una ex-prostituta en busca de respetabilidad (Stella Stevens), en la película no vuelve a escucharse una nota de música incidental hasta la aparición de la ola gigante que provocará el desastre (transcurrida media hora de película), y aun entonces en tan sólo un brevísimo fragmento borrascoso, un apunte (“The Big Wave”). El compositor vuelve a silenciarse hasta después del accidente, si bien ideara un bloque más largo que el que finalmente fue utilizado (“The Aftermath”, parcialmente dañado), pero cuando surge su música es importante recalcar que su comentario no pretende incidir en una contemplación dramática, empática con las escenas de duelo que se desarrollan; muy al contrario, Williams opta por un tono general sombrío, carente absolutamente de emotividad, aspecto que la música cede a los actores.
El tema principal (conscientemente repetido en su formato original o desleído en variaciones) sirve al compositor como una herramienta para aproximarse y alentar a los integrantes del grupo que, superando los miedos, decidirán dejarse conducir por el reverendo protagonista hacia el casco del barco. Así, observamos cómo la música añade fuerza y determinación en la escena en la que los supervivientes utilizan un árbol de Navidad para alcanzar la salida de la sala de baile (“Raising the Christmas Tree”), o cuando el propio Hackman repta por el árbol tras haber ayudado a hacer lo propio al resto, magníficamente subrayado por Williams con una hermosa figura ascensional que supone la única ocasión en la que la música adquiere un tono marcadamente lírico (“Up the Tree”). A lo largo de la partitura, el tema principal irá cediendo espacio a una música asfixiante, no referencial, como corresponde a un mundo patas arriba, donde el gas tóxico sustituye al oxígeno y los personajes van perdiendo razones y asideros en los que sostenerse; aquí se revela la utilidad de que el tema principal esté construido en dos partes, ya que la recapitulación de la primera, la fanfarria, interpretada sin énfasis ni triunfalismos, sirve como elemento de continuidad que no adelanta acontecimientos sobre el destino de los personajes (“The Other Survivors”, “Search for the Engine Room”), mientras que la segunda se reserva para cuando los personajes van aproximándose a la salida, a su salvación, convirtiéndose en expresiva traducción de un motor de esperanza que actúa por la inercia de la supervivencia (“The Red Wheel”, “Rogo Takes Command”). Ejemplares bloques descriptivos como “Saving Robin” fueron descartados del montaje final en virtud a un deseo de potenciar la fuerza de las imágenes y el realismo de las escenas, algo que resulta elogiable por su coherencia. Con esta misma mentalidad parece enfrentarse Williams a las escenas más emotivas de la película: la muerte del personaje de Belle Rosen (una magnífica, como siempre, Shelley Winters) es un buen ejemplo de cómo el compositor evita conscientemente el ternurismo y la fácil manipulación de las emociones del espectador, optando por soluciones musicales que no rompan con el tono general (“The Death of Belle”) y acentuando más la soledad del marido que la propia muerte (“Hold Your Breath” y su maravillosa frase descendente en flautas, maderas y cuerdas). Todas estas estrategias de freno y moderación tienen la virtud de hacer que la resolución, ese regreso a la luz y a la vida, adquiera una mayor significación y contundencia; “End Title (The Rescue)” supone la ruptura de esas ataduras, permitiéndose derramamientos de cuerdas que alivian la tensión y recuperan el tono heroico del comienzo, convenientemente potenciado por el crescendo orquestal (hasta proporciones casi operísticas en comparación con todo lo anterior) y la rúbrica definitiva de la percusión y el victorioso ostinato en el piano.
La presencia de la oscarizada canción “The Morning After” más allá de su presentación diegética en la escena de la fiesta en el barco, está argumentalmente justificada por la incorporación del personaje de Nonnie, la cantante, al grupo de supervivientes reunidos en torno a Hackman. Conmocionada por la muerte de su hermano, integrante también del grupo de música que amenizaba la noche cuando sobrevino el desastre, la cantante es uno de los personajes más desamparados, protagonizando escenas de pánico y desaliento que parecían pedir un reflejo en la música. Williams decide incorporar la canción a su discurso, convirtiéndose en el único leit-motiv propiamente dicho de la partitura, y de su utilización cabe destacar cómo el compositor se las arregla para descontextualizar la melodía y adaptarla a los momentos dramáticos en los que pretende explotarla por contraste: no hay que olvidar la carga simbólica de una canción que en su letra dice cosas como: “Tiene que haber un mañana / Si logramos sobrevivir a la noche / Tenemos una oportunidad para encontrar el sol / Sigamos buscando la luz”. Al citarla, a Williams no le interesa tanto arropar al personaje desvalido como contraponer este mensaje esperanzador (encapsulado en su textura melódica, aunque sensiblemente desarticulada) a la extrema contundencia de la tragedia (“Nonnie and Red”, “Barber Shoppe Scene”).
Esta nueva edición supera con creces, en duración y calidad de sonido, todas las versiones anteriormente disponibles, aquél cacofónico robo imperdonable perpetrado por inmisericordes bucaneros bajo el nombre de Johnny Boy en 1995 y la más seria pero monoaural y parcial recuperación de Film Score Monthly de 1998. Por primera vez son apreciables las mil y un sutilezas del elaborado diseño de orquestación empleado por Williams. Sumado a los abundantes materiales adicionales añadidos como extras para hacer más atractivo el disco, debemos convenir en que se trata de una publicación bienvenida que viene a hacer justicia a una partitura exigente y rotunda, que sabe ceñirse a lo indispensable, limitándose a una presencia subalterna, atmosférica, con los mínimos énfasis posibles, y revelándose como una auténtica lección de contención y efectividad que, aunque sea a modo de curiosidad, es interesante comparar con la estrategia seguida por Klaus Badelt en el remake de 2006 para sacar unas cuantas conclusiones sobre la evolución del cine en general y de la música aplicada en particular.
26-julio-2010
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