Gorka Cornejo
“The Ghost Writer”, que en España ha querido traducirse como “El escritor”, evidenciando la falta de un término más apropiado que no hiriera sensibilidades étnicas (con lo cual se pierde la polisemia del título original, ya que el “escritor fantasma” hace referencia al protagonista, un “negro” que no acredita su trabajo, pero también a su predecesor, misteriosamente asesinado), además de un thriller tibiamente polémico en torno a la elaboración de las memorias de un ficticio ex-primer ministro británico implicado en una oscura trama de torturas, terrorismo de Estado y espionaje, supone una nueva oportunidad para admirar los inextricables mecanismos con los que el azar se empeña en confundir ficción y realidad. Desde su arresto domiciliario, Roman Polanski debe estar consumiendo muchas horas en reflexiones híbridas sobre el crimen y el castigo, aceptando la ironía de haber sustituido a Tony Blair como correlato (in)directo o sosías del personaje central; inmejorable golpe de efecto de cara a la explotación comercial, por encima del exagerado premio en Berlín al mejor director, el “escándalo Polanski”, término renovable cada cierto tiempo, ha condicionado más que ligeramente la recepción y percepción de la película, motivando instantáneas y tal vez apresuradas adscripciones a su causa por parte de esa capa de la intelectualidad de alfombra roja tan propensa a las luchas sin riesgo, a los posicionamientos sin factura. Aceptando que a priori se trataba de un planteamiento altamente interesante que hubiera debido recuperar al Polanski más intrigante y malsano, el resultado es, para quien esto suscribe, decepcionante. Nadie puede negar la capacidad del polaco a la hora de construir ambientes asfixiantes y verdaderamente tensos a partir de una puesta en escena desnuda, luminosa y realista, pero la película da la sensación de perder contundencia en juegos referenciales en detrimento de la tridimensionalidad de los personajes (empeorado por un casting de protagonistas realmente inadecuado) y la profundización en el conflicto moral, ético y político.
Piedra angular de esa voluntad de adscripción a una herencia fílmica, convengamos en el lugar común de denominarla “hitchcockiana”, Alexandre Desplat firma, sin embargo, una de sus bandas sonoras más redondas y vigorosas, una obra que puede parecer sencilla porque es coherente y nunca excede unos patrones o límites rigurosamente diseñados, pero que se muestra inagotable en detalles, rotunda y original en su orquestación (firmada por Desplat, Jean-Pascal Beintus y Sylvain Morizet), milagrosa en su equilibrada definición de los tonos narrativos, siempre cambiantes. Una vez más, el francés cimienta sus aciertos en el escrupuloso y complejo diseño del tono general, aquí representado por un ominoso pero al mismo tiempo casi juguetón tema principal (“The Ghost Writer”), que servirá de motor desde el que centrifugan las restantes ideas de la partitura. Con él Desplat nos introduce de lleno en una atmósfera vertiginosa, un juego macabro en el que el protagonista (el Fantasma) se irá implicando progresivamente, sin posibilidad de marcha atrás: el ostinato, sello de la casa, será la figura reina del planteamiento musical, imprimiendo una urgencia y sobre todo una idea pertinente y sencilla, la huida hacia delante, la imposibilidad de escape, si bien es cierto que existe una cierta sensación de burlesque, de gran guiñol, como si Polanski hubiera querido adoptar una perspectiva de demiurgo y se complaciera sádicamente en contemplar las desventuras de su héroe. Al ritmo marcado magistralmente por la combinación de contrafagotes, piano, clarinete, trompeta con sordina y percusión, y sirviéndose de la sencilla melodía protagonista interpretada por unas flautas guturales, Desplat crea una estructura a la que puede ir añadiendo elementos, incorporando colores (ese glockenspiel distanciador), injertando pasajes secundarios y derivaciones ("Travel to the Island", “Suspicion”, “The Predecessor”, “Investigation” o la espectacular “Chase on the Ferry”), pero manteniéndose siempre hábilmente recurrente, en un sabio equilibrio entre la reiteración y la renovación, extraordinariamente consciente del proceso de asimilación del espectador. Formulado en todo su esplendor en “Into The Woods”, o como matriz de progresiones in crescendo en “Pr Paul Emmett” y, sobre todo, en la conclusiva “The Truth About Ruth”, cada nueva aparición va acompañada de ligeras o sustanciales alteraciones que atestiguan una elaboradísima planificación estructural.
Carente de un leit-motiv, como corresponde a un personaje sin identidad, un mero sustituto cuya existencia está en peligro y del que poco o nada quedará como constancia (ruego se me disculpe el spoiler), Desplat incide en el protagonista a la manera de un huecograbado, centrándose en lo que le rodea y limitándose a sugerir su esforzada presencia mediante el recurso de la trompeta solista (son sordina, para espantar épicas incompatibles) y la asignación de una frase suelta, no siempre enteramente desarrollada, enclenque, ligeramente jazzística, que rompe con la densa orquestación circundante, como una grieta, una voz oprimida (lo escuchamos en “Travel to the Island”, “Investigation”, y convenientemente exprimida, casi aplastada, en “Chase on the Ferry”, “Pr Paul Emmett” o “Bycicle Ride”). A su alrededor, el compositor despliega un muestrario de temas y motivos adscritos a personajes o ideas, contribuyendo a reforzar el peso del entramado político y criminal, complejo y tentacular, frente a la individualidad, sardónicamente intrascendente. Así, encontramos un tratamiento musical específico para el ex-primer ministro, tanto en su cara amable y oficial (“Lang´s Memoirs”, el tema más plácido y luminoso del score, bellísimamente pespunteado por el vibráfono y el arpa) como en su vertiente sospechosa (“Hidden Documents”, “Bycicle Ride”); Ruth, la esposa del controvertido político, una enigmática Lady Macbeth (que en la película se desinfla hasta parangonarse a una especie de Sharon Stone de demasiado básicos instintos) inspira a Desplat una maravillosa melodía para cuerdas de clara vinculación herrmanniana (“Suspicion”, “The Truth About Ruth”); un motivo extremadamente simple para cuerdas relaciona misteriosamente a diversos personajes vinculándolos a la CIA (“The Old Man”, “Lang and the CIA”); por último, el mundo de la editorial Rhinehart, de la que parte el encargo de ultimar la escritura de las memorias, recibe una música activa, envolvente, que mediante un progresivo oscurecimiento sugiere tramas ocultas bajo la máscara del business (“Rhinehart Publishing”, “Prints”). El talento de Desplat brilla en la manera de incorporar todos estos elementos diversos a la raíz troncal de la partitura, sintonizando la heterogeneidad del tono que cada uno debe inspirar con la coherencia de una paleta sonora impecablemente perimetrada.
Por correctas que puedan ser estas ideas juzgándolas de forma aislada, lo mejor de la partitura es, sin embargo, su coordinación. Desplat da verdaderas lecciones de cómo transcribir musicalmente ideas complejas, enfrentadas, simultáneas o sucesivas, incluso las más sutiles metamorfosis en el tono narrativo durante un mismo bloque musical. Escuchar atentamente cortes como “Lang´s Memoirs”, “Rhinehart Publishing” o “The Truth About Ruth”, producen verdadero pasmo por la precisión con la que la música va pasando de un extremo a otro de su espectro expresivo, de la docilidad al peligro, o del suspense creciente a la escalofriante resolución, llegando incluso, dentro de ésta, a explicitar la coexistencia entre lo álgido del punto final de toda narración y la sugerencia de la tragedia, pero sin dramatismos, no sólo despegado sino con una mueca cruel en los labios; todo ello es de una dificultad tan abrumadora que la aparente sencillez con la que Desplat logra cristalizarlo no debería llevar a engaño. Bajo su aspecto de funcional banda sonora de suspense, “The Ghost Writer” muestra a un compositor exquisito que es capaz de unir frescura y filigrana, que hace uso de cuantas referencias musicales sean convenientes (el cine de Hitchcock, pero también el noir francés) sin que éstas lastren sus propias aportaciones, que cada vez demuestra haber profundizado en su exploración profesional hasta alcanzar esa veta secreta, inalcanzable para la inmensa mayoría, formada a partes iguales por la adaptabilidad exigida por el oficio y la voz propia. La media estrella que le falta es el “castigo” que este comentarista inflige a una película que naufraga en la mediocridad, medida quizá injusta, petulante, pero que invito a que sea obviada, como todo lo referente a estas reducciones simbólicas a las que debemos plegarnos. Baste como síntesis lo que sigue: “The Ghost Writer”, el de Desplat, es, simple y llanamente, una maravilla.
24-mayo-2010
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