Miguel Ángel Ordóñez
Algunas películas miden mal el paso del tiempo, envejecen convertidas en producto de una época, de una mirada, de una elite social que se encarga de recargar las conciencias con el mismo rigor que el diseñador de moda dicta el ancho de la falda cada nueva temporada. De este modo, “The Spiral Road” resulta ser el vástago de una sociedad teológica y humanista, la de la Europa acomodada de finales de los 50, alimentada por el eco resonante de la “caza de brujas” macarthiana, donde su padre, el holandés y novelista Jan de Hartog, viene a decirnos, en pocas palabras, que sólo mediante la fe y la creencia en un ser superior puede alcanzarse la verdadera felicidad. Un claro ejemplo propagandístico de cómo el cine, exponente de una iconografía conservadora, se pone al servicio de la religión.
“Camino de la Jungla” nos presenta la historia de un ambicioso médico que se va a las Indias Holandesas en busca del doctor Jansen (Burl Ives) a fin de recopilar su información sobre la lepra y ganar prestigio. Pronto, el doctor Anton Drager (Rock Hudson) choca con los métodos de aquellas tierras. Le molesta que los enfermos, leprosos y víctimas del cólera, estén principalmente atendidos por religiosos y no por el Estado. Su visión colisiona con la de Jansen y las autoridades holandesas, quienes saben cómo manejar una plaga: quemar poblados con ginebra y hacer estallar sus cabañas con cartuchos de dinamita, como única manera de que salgan de sus escondrijos las ratas y la infección. Pero Drager sigue firme en sus convicciones: cree en la eutanasia y su ateismo es consecuencia del racionalismo con el que se enfrenta a la vida, y ni el amor de su novia, Els (una jovencísima Gena Rowlands), ni los consejos de Jansen (“es fácil no creer en Dios de donde usted viene, pero aquí es difícil no creer en él”) van a lograr que cambie de opinión. Aislado voluntariamente en la selva, a fin de combatir la superstición estúpida que ha acabado con otro médico, el doctor Frolick, a bordo de un viejo vagón de ferrocarril y sin comunicación con nadie, Drager se verá sometido al acoso psicológico de un hechicero, Burubi, a una guerra de nervios con un enemigo invisible (Mulligan repite temática años más tarde en “La Noche de los Gigantes”) que acabará dirigiendo la historia hacia un final redentor en el que el médico se encontrará a sí mismo.
A pesar de la ayuda de un voluntarioso Hudson y de un eufórico Ives, el director Robert Mulligan demuestra una inconsistencia poco habitual en su cine: plantea incógnitas interesantes sobre la fe; retrata de manera convincente la hostilidad del entorno selvático; logra, con estimable esfuerzo, distanciarse de la acción para cuando la mira de frente, hacerlo desde el punto de vista del atemorizado Drager (tremendamente expresivos esos metros que separan la cámara del lecho, oculto entre cortinajes, de una leprosa medio mutilada), pero, y ahí se equivoca, esos susurros alentadores de cineasta de quilates claudican ante la introducción de una torpe “mística de minarete”, un giro inverosímil hacia tópicos católicos (el joven Mulligan cambió su vocación religiosa por la de director de cine) capaces de enyesar una digna puesta en escena y hallazgos tan comunes en su filmografía, como la aparición de esa figura adulta que guía al personaje hacia su plenitud o aceptación.
La preocupación por ofrecer una coartada exótica que haga creíble el “giro de fe” sufrido por Anton durante las casi dos horas y media de película, hacen que todo y todos en “The Spiral Road” parezcan ponerse al servicio de ese dogma. Siendo como es, uno de los primeros scores importantes en su carrera (realizado entre medias de las estupendas “Lonely Are the Brave” y “Freud”, en el año de su despegue cinematográfico), Jerry Goldsmith diseña una partitura musculosa y de fuerte impacto dramático que pese a tener como referente los modelos clásicos vigentes pocas fechas antes (sin ir más lejos, “The Barbarian and the Geisha” de Friedhofer, articulada también sobre un luminoso tema de amor), añade una serie de significativos recursos musicales contemporáneos (Stravinsky en el horizonte) que logran otorgar una indudable frescura y modernidad al filme cuando éste gira hacia el terror y el suspense (la forma de acometer piezas como “Some Old Black Magic” o “Drager´s Draggin´” son verdaderas “marcas de fábrica” empleadas más tarde en partituras como “Morituri” o “Poltergeist”).
Para adentrarnos en el exotismo y la aventura, Goldsmith acude a la escala javanesa y a un amplio muestrario de percusiones orientales en cuya cúspide sitúa al gamelán. Esta instrumentación acompaña no sólo la inevitable visión panorámica de las Islas del Índico, sino que ejerce de canalizador antropológico para acercarnos al bullicioso despertar de sus aldeas, oasis de un vergel misterioso y adverso. Fijado el escenario geográfico del relato, Goldsmith dispone de un simple pero inteligente muestrario temático del que sobresalen dos ideas principales y una secundaria. Así, la introducción de un motivo de cinco notas apela a los miedos de Anton, a su falta de fe y a los peligros que esconde la selva (emerge en la parte A del “Main Title” y se desarrolla a lo largo del score, siempre realizando una función de efecto-llamada asociada a una situación de riesgo), constituyendo la idea central de la partitura.
El uso de un contratema de amor y de un motivo secundario, socarrón y optimista, ejercen, por su parte, de contrapeso dramático, en profundo contraste con la concepción estética del resto de la obra, ya que sirven a la necesidad de fijar un nuevo referente de conducta para Anton. Se asocian, al fin y al cabo, a dos formas de vida diametralmente opuestas a la suya, erigidas en únicas alternativas válidas para alcanzar la felicidad en este difícil paraje. Ambos motivos emergerán victoriosos en el tramo final de la cinta, una vez el médico consuma la mimesis de estas posturas, se adapte al medio, representando el triunfo del espíritu sobre las ideas. El tema de amor es introducido como parte B del “Main Title” demostrando ser muy eficaz en conexión con la imagen, puesto que al margen de incluir los elementos románticos de rigor que, por supuesto, contribuyen a fijar la relación del protagonista y Els (el tema sufre de numerosas variaciones, según la relación da un paso adelante y dos atrás en cortes como “Worth Waiting For” o “Interrupted Idyll”), conforma el único reducto humanista empleado por Goldsmith en su partitura (de ahí su configuración como contratema del central). Es lógico, por lo tanto, que el compositor se aproveche inteligentemente de él para proyectarlo sobre la postrera redención final del personaje. Por otro lado, el motivo secundario asociado a Jansen, es introducido por la tuba y facilita la aparición de componentes cómicos en la trama (“Journey to Jansen”, “Notes to Anton” o “Jansen on Lepresy”).
Constituido en claro antecedente de “The Sand Pebbles”, “The Spiral Road” es un buen ejemplo de la brillante primera etapa compositiva de su autor, aunque debido a esa división monolítica en temas y contratemas, se acaba echando en falta una mayor complejidad narrativa por parte de un Goldsmith anclado en cierto esquematismo formal, en una estructura demasiado convencional y previsible, dejando pocos ingredientes a la sorpresa. Y es que, desde su inicio el espectador tiene demasiado claras las premisas, el desarrollo y la moraleja a esperar de un producto fílmico tan bienintencionado como fallido.
26-abril-2010
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