Miguel Ángel Ordóñez
Tras trabajar con Charlton Heston en “Will Penny”, un interesante western con música a cargo de Raksin, y “Number One”, una olvidable cinta sobre una gloria del fútbol americano de los años 40, Tom Gries dirigía al actor, por tercera vez consecutiva, en “The Hawaiians”, adaptación de los últimos capítulos de la extensísima novela de James Michener, “Hawaii”, de la que George Roy Hill había extraído parte del material para una película homónima con la que había obtenido siete nominaciones al Oscar en 1966 (el verdadero responsable de ambos proyectos era el productor Walter Mirisch). Mientras la dirigida por Hill parece centrar sus esfuerzos en resaltar los impresionantes parajes naturales de la colonia americana y apostar abiertamente por la aventura, la de Gries supone un giro introspectivo hacia el drama interior de los habitantes de una isla sometida a profundos cambios a finales del siglo XIX. La historia de dos familias, una acaudalada y poderosa, los Hoxworth, otra pobre y esclava, la representada por su sirvienta Nyuk Tsin, sirve de pretexto a una narración que se prolonga cuarenta años, conduciendo al espectador, incapaz de seguir la senda de un relato deslavazado y fragmentario, hacia una ficción donde se entremezclan pasiones y envidias, intrigas políticas y sucesos románticos. Sin embargo, y ahí radica su principal defecto, a pesar de que el (limitado) espectáculo ocurra frente a la cámara, los cambios en los protagonistas y la profundidad dramática sucede a sus espaldas.
Henry Mancini había sido, en muchos aspectos, un músico pionero en el Hollywood de finales de los 50 y primeros 60. No sólo su estilo melódico servía ahora de apoyo a una nueva forma de mirar el cine y sus historias, sino que desde los tiempos de la televisiva “Peter Gunn” se había distanciado de sus colegas de profesión iniciando una cruzada personal contra los estudios para hacerse con el botín de los derechos de su propia música (aunque resultara impensable retener del Estudio más allá del 50%, convenció a Edwards para obtener la totalidad de los de la serie). En 1970 y con una carrera marcada por numerosos hits vocales, Mancini era consciente del desgaste de una fórmula cuya fecha de caducidad presentía cercana. Mientras la música de cine sufre de una nueva evolución, aún más populista que la que a principios de la década anterior había acompañado la paulatina desaparición del “sistema de Estudios”, el maestro de Cleveland proyecta alejarse de su imagen de compositor de comedias (los llamados “scores de canciones” son la receta de su colaboración con Blake Edwards), para concentrarse en trabajos donde la naturaleza de su música adquiera fines puramente dramáticos. Aprovechando la renuncia de su agente, Bobby Helfer, al que conoce en MCA y convierte en su archimaga desde 1961, el músico, vía Elmer Bernstein, contrata a un nuevo agente, Al Bart, compañero de armas del compositor de “Los Siete Magníficos” durante la II Guerra Mundial, dando inicio a la búsqueda de este nuevo “dorado”.
Tras asistir al festival de Río de Janeiro, donde es invitado para formar parte de su jurado, el italoamericano recibe una llamada de Paramount para colaborar en “The Molly Maguires”, cuya banda sonora, compuesta por Charles Strouse, ha sido rechazada. Junto a su cita anual con Edwards (esta vez el resultado es la kitsch “Darling Lili”), Mancini es contratado ese año para otros dos proyectos: la realización del score de una coproducción europea financiada por Carlo Ponti, con Loren y Mastroianni encabezando su reparto, y la elaboración de una partitura para una película de Mirisch Corporation, el biopic “The Hawaiians”. Buque insignia de una “nueva gallina de huevos de oro”, la edición discográfica de bandas sonoras, Mancini tan sólo logra salvar íntegros los derechos de explotación de “Darling Lili” (publicada por RCA, con la que el músico tiene contrato), mientras el resto ve la luz en los sellos de las distribuidoras respectivas (“Molly Maguires” en Paramount Records, “Hawaiians” en United Artist Records y “Sunflower” en la americana Avco Embassy). Algunos puntos comunes articulan la entrada estética de Mancini en la década. Dejando a un lado “Darling Lili”, el proyecto que insiste en los signos de identidad creados por el binomio Edwards-Mancini, el resto de partituras proporcionan al compositor la oportunidad no sólo de dar respuesta a ese interés personal de ofrecer nuevas vías de escape a su carrera, sino la posibilidad de adentrarse en un apasionante calidoscopio de culturas musicales muy equidistantes entre sí: la irlandesa, empleando el tin whistle, el arpa o el squeezebox en “The Molly Maguires”, la rusa, incluyendo el uso de la balalaika en “Sunflower”, o la hawaiana y la china, a través de un amplio elenco de instrumentos autóctonos en “The Hawaiians”. La ocasión de explorar nuevos timbres y colores se traduce en esta última en el establecimiento, desde un punto de vista musical, de dos visiones autónomas de la trama, ambas funcionando como departamentos estancos: una exuberante, otra más íntima y espiritual.
Para conformar el esqueleto tímbrico de la primera, Mancini tiende puentes entre Oriente y Occidente a través del empleo de una orquesta tradicional a la que añade una amplia batería de percusiones. Con ese esquema conceptual, el compositor no sólo subraya los acontecimientos que conforman la historia de la isla a lo largo de 40 años, aportando una cobertura épica y geográfica al relato (a tal efecto, maneja con indudable destreza los contrapuntos entre cuerdas, arpas y metales en cortes como el “Main Title”, cuyo arranque remite al de Bernstein en la comentada “Hawaii”, “Homecoming” y “Aloha Little Pakes”), sino que, haciendo gala de una orquestación más romántica que incluye un sofisticado empleo de la cuerda, define la desventura amorosa de su protagonista, Whip Hoxworth, y de Purity, su esposa (una Geraldine Chaplin sumamente deslucida, empeñada en insinuar su frigidez), asociando a través de una hábil simplificación, el destino político de la isla a la existencia de este poderoso clan. Por otro lado, el compositor acude a la escala pentatónica y a un numeroso muestrario de instrumentos orientales para ambientar la desoladora historia de Nyuk Tsin y su prole. Cheng, santur, flauta china, koto o hsun, aportan la nota de color requerida, apoyándose Mancini en una escritura simple y dramática que descansa, primordialmente, en el tema dedicado a la sirvienta (el “Auntie´s Theme” presente en cortes como “After the Grab” o “Sad Auntie”), cuyo timbre impregna al resto de bloques orientales (“Mun Ki Is a Grabber” o “Pretty Soon Water” como ejemplos), dejando patente, con ello, la estructura dual del relato.
Una oportuna fractura de esa dualidad temática tiene lugar con la inclusión de tres pistas que conforman, por otro lado, el material más interesante de la edición: “Pineapple Pirates” es una inspirada pieza de acción en la línea del “Sound of Hatari!” que aparece precedida del motivo de Mun Ki asociado al santur, en la que Mancini luce a través de una sinuosa línea rítmica entregada a vientos y percusiones; “The Molokai Express”, es un corte de planteamientos muy occidentales que se va paulatinamente contaminando de sabores orientales (con el cheng en primer plano), mostrando la genialidad del autor a la hora de establecer un correcto balance entre líneas melódicas y dramáticas (la pista ofrece numerosas similitudes estéticas con la pieza “The Search”, compuesta para su score inmediatamente anterior, “Sunflower”). Por último, “Fumiko” emerge como un delicioso tema romántico para cuerdas, crótalos, vibráfono y koto que respira elegancia y contención.
Editado por el sello Intrada en doble cd, el primero con el score original en mono, el segundo con la regrabación existente en formato LP, lo que nos permite juzgar con más precisión el posicionamiento de Mancini respecto del uso de la música incidental (algo poco habitual en las ediciones que se presentan de su obra fílmica), “The Hawaiians” es un buen ejemplo de encargo realizado con solvencia dentro de unos parámetros que, a la postre, resultan bastante convencionales. Funcionalidad que pone de relieve, como ocurre en buena parte de su trabajo para el cine, no tanto la solidez narrativa sobre la que descansa su brillante construcción formal como la innegable falta de aspiraciones que respira esa misma arquitectura sonora.
12-abril-2010
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