Miguel Ángel Ordóñez
Los cuentos infantiles del galés Roald Dahl (“Charlie y la Fábrica de Chocolate”, “James y el Melocotón Gigante”, “Matilda” y un largo etcétera) están contados desde el punto de vista de los niños, involucrando frecuentemente a villanos adultos como encarnación del mal. Casi siempre violentos, los relatos contienen una buena dosis de humor negro y escenarios grotescos. Por otro lado, el cine vivamente contemporáneo del inclasificable Wes Anderson suele, a través de un potente barroquismo visual, sustraer las más complejas y conmovedoras emociones de unos personajes fabricados a golpe de trazo tipológico, erigiéndose en adalid de la representación de la vulnerabilidad humana. Anderson es uno de esos pocos que, hoy día, son capaces de engalanar el chiste más simple, el gag más puro, con las vestiduras más lujosas, caprichosas y excesivas.
De la unión de ambas personalidades -“Fantastic Mr. Fox”-, resulta una fábula irreverente, narrada a partir de la técnica del stop-motion, que cuenta la historia de un astuto zorro que se ve obligado a dejar de robar gallinas cuando se entera de que su mujer está embarazada. Pobre y demasiado vanidoso para el status social que ocupa, el zorro, incapaz de sustraerse a su naturaleza salvaje, decide regresar a su oprobiosa vida de tunante y enfrentar, de rebote, a su familia y a los miembros de su comunidad, contra tres granjeros malvados a los que ha desplumado. Aunque todo suena a cuento infantil, llega Anderson (adaptando por primera vez un texto ajeno) y agrega problemas psicológicos, frustraciones vocacionales, envidias y familias disfuncionales, para coger al espectador con el paso cambiado. A partir de un amplio esbozo de temas recurrentes en su filmografía: la restitución de lazos familiares, la superación de los traumas y la búsqueda del amor; esta notable cinta supone un paso más en la evolución de la carrera del cineasta, ya que prácticamente todas sus obras parecen partir de un stop-motion con actores de carne y hueso, escenarios de maqueta, decoraciones exageradas, posturas estáticas y colores pastel.
La tendencia de Anderson al empleo del collage musical añade en “Fantastic Mr. Fox” una nueva muesca, como corresponde a la naturaleza de un autor realmente dotado para la captura y reproducción de las formas de expresión de la cultura pop. Si en “Rushmore” y “The Royal Tenenbaums” las músicas de Mark Mothersbaugh convivían con clásicos de Lennon y The Who, o con los Ramones, la Velvet y Dylan, en su penúltimo proyecto, “The Darjeeling Limited”, el aire nostálgico que planea sobre el filme se consigue a partir de una inesperada fusión entre los Kinks y la música de Ravi Shankar para las películas de Satyajit Ray. Inmerso en ese cajón de sastre donde son capaces de convivir Vivaldi y los Rolling (lo que para Tarantino es sincretismo, para Anderson supone eclecticismo), el francés Alexandre Desplat entrega al director una de sus partituras más originales y frescas, una delicatessen que, lamentablemente, no obtiene el trato que merece en su edición discográfica (me viene también a la memoria la reciente “Un Prophete”): algo más de 20 minutos de composición ad hoc en detrimento de canciones que pese a jugar el papel principal que acostumbran para el director, suponen menos de la mitad de la música empleada en la película. En perfecto ensamblaje con el score, el soundtrack recoge, para la ocasión, además de canciones interpretadas por Beach Boys o Burl Ives, dos temas compuestos por Georges Delerue para su amigo Truffaut (Anderson comparte con el director francés el aire renovador, ambicioso y rupturista de sus primeras cintas, pero no el clasicismo formal de sus propuestas posteriores): “Le Petite Ile” (extraído de “Las Dos Inglesas y el Amor”) que funciona como tema de amor para Fox y esposa, y “Le Grand Choral” (perteneciente a “La Noche Americana”), que obtiene una menos coherente aplicación al servir su breve fragmento como tema de acción en una huída al más puro estilo de “La Gran Evasión”.
Al aire de opereta moderna planteado por Anderson, contribuye Desplat con un prodigioso enjambre de timbres y colores obtenidos a partir de la convivencia armónica de metales (sus amigos del Traffic Quintet tras ellos), mandolina, celesta, banjo, ukelele, guitarra, arpa judía, birimbao, toy percusion, recorder, tambor o timbal y con una ausencia, casi absoluta, de los instrumentos de cuerda tradicionales. Con esta orquestación, Desplat juega a otorgar la posibilidad física de que sean los animales protagonistas quienes interpreten la música incidental, añadiéndoles, de este modo, un poderoso componente humanista que aporta una mayor credibilidad a los diálogos adultos intercalados por Anderson.
Desde un punto de vista temático, Desplat se muestra igualmente inspirado al apoyarse sobre numerosos registros melódicos de los que sobresalen, al menos, cuatro ideas centrales: el “tema de Mr. Fox”, un recurrente motivo de cuatro notas al banjo y la mandolina (“Mr. Fox in the Fields”); el “tema de los malvados granjeros”, un satírico fraseo a metales (“Boggis, Bounce and Bean”) cuyo humor negro se acrecienta con la inclusión de coro infantil (“Great Harrowsford Square”, “Stunt Expo 2004”); el “tema de Kristofferson”, el adolescente perfecto que Desplat retrata con celesta y toy percusion; y el “tema del agente de seguridad de Bean”, una rata que el francés convierte en un personaje puro de spaghetti western a través de una instrumentación consistente en guitarras, silbidos, birimbao y percusión (“Bean´s Secret Cider Cellar”, “Just Another Dead Rat in a Garbage Pail”).
Con un año magnífico a sus espaldas, el pasado 2009, donde sin llegar a construir obras maestras el francés ha obtenido nota alta en todos y cada uno de sus siete encargos profesionales demostrando que es ahora mismo el compositor de referencia, con “Fantastic Mr. Fox” Desplat consigue, a partir de un ejercicio de estilo sumamente original (piensen en lo complejo de la artimaña a estas alturas), que las imágenes trasciendan su propio formato, que adquieran una nueva dimensión en su búsqueda de una gama cromática otoñal, llegando a rematar cada escena con un golpe humorístico marciano casi imperceptible. Es como si todos estos años Desplat hubiera estado atado de una correa y Wes Anderson le hubiera dado la oportunidad de liberarse. Lo ha hecho y ha parecido algo tan natural como ver a Lon Chaney transformarse por primera vez.
15-marzo-2010
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