José-Vidal Rodriguez
Daniel Monzón parece confirmarse con los años como uno de los pocos cineastas ibéricos que rehuyen abiertamente ahondar en los mil y un clichés argumentales que pueblan la industria española. Autor de género, su todavía corta filmografía demuestra a estas alturas su propósito por desterrar la insistencia temaria de nuestro cine en aspectos tan trillados como el costumbrismo, los conflictos bélicos del pasado o esas pretenciosas e intelectualoides aproximaciones al melodrama y la comedia que cultivan gran parte de los directores nacionales. En este sentido, “Celda 211” probablemente sea (junto con el anterior “La Caja Kovax”), su filme con propósitos más rupturistas con respecto a esta corriente española sumida en el estatismo argumental y la temática recurrente. Ahondando con cierta soltura en el género carcelario, Monzón demuestra que el divertimento y el impacto comercial no siempre van reñidos con la solidez de una sugestiva historia, de tintes convencionales y constantes concesiones al cine yanqui, pero que al fin y al cabo deja un grato sabor de boca en el espectador, apelando a recursos poco cuidados en nuestro cine actual como el de la honestidad, el ritmo, el comedido sentido del espectáculo y, ante todo, la habilidad en la dirección de actores de la que hace gala el joven autor mallorquín (exceptuando la más que mejorable interpretación de algún secundario).
Como compañero de viaje en sus cuatro cintas rodadas hasta la fecha, Roque Baños aporta al cine de Monzón ese punto musical perfecto para acentuar aún más el gusto del director por esta estética fílmica perfectamente exportable al otro lado del Atlántico. La épica enfática de “El Corazón del Guerrero”, su desenfadado pero elegante tratamiento cómico en “El Robo más grande jamás contado”, o la perturbadora visita a la música de suspense de la mencionada “La Caja Kovak”, invitan a pensar que estamos ante una de las parejas más estables y provechosas de la industria patria. Otra cosa bien distinta es que Baños, con esta “Celda 211”, haya alcanzado -o al menos igualado- la estimable calidad artística apreciada en cualquiera de las tres películas anteriormente citadas.
El score que presenta en esta ocasión el murciano (breve y de una consistencia desigual), viene lastrado ya de entrada por su sometimiento pleno a una necesidad narrativa prácticamente insalvable para el disfrute aislado de la obra: conforme al planteamiento y puesta en escena del largometraje, la música no pretende generar empatías, ni influir directamente en la consciencia del espectador, sino que por el contrario trata de pasar desapercibida, incidiendo tan sólo en el aspecto emocional de la tensión y angustia vividas en el cruento motín carcelario liderado por el rol de Malamadre (espléndido Luis Tosar) y la situación extrema de un funcionario que, por azares del destino, tendrá que luchar al lado de los presos. No cabe duda que el concepto propuesto por Baños es totalmente defendible: sugerir un entorno deshumanizado, falto de libertad y cercano a lo “salvaje”, en el que desarrolla una atmósfera claustrofóbica que resulta ser el verdadero alma de los personajes encerrados en la cárcel; atmósfera ésta presidida por una música primitiva, sin concesiones, parca en medios y que busca su razón de ser en la utilización de texturas electrónicas oscuras, atonales y completadas a la postre con abundantes arranques percusivos . La labor de Baños queda por tanto limitada a presentar el clima musical justo para mantener el desasosiego argumental, sin desviar nunca la atención visual que trata de imponer, de forma por momentos artificiosa, Daniel Monzón. Algo que nos lleva a plantear la verdadera necesidad de introducir o no música incidental, teniendo en cuenta las particularidades narrativas del presente filme.
Aunque el concepto e intenciones de la música sean defendibles e incluso acertadas, su resolución no parece acorde con la pulcra trayectoria de Baños. De este modo, la partitura se cimenta sobre un palpable segundo plano que no sólo impide un desarrollo temático coherente (una habilidad de la que el autor siempre ha podido presumir hasta en sus trabajos más insípidos), sino que además obliga al compositor a limitar la aparición de su música a momentos dispersos, sesgados, y escasamente propicios para que pueda ofrecer algo más que el desangelado sonido ambiental que puebla la práctica totalidad del álbum. Ante tal panorama, no resulta descabellado afirmar que nos encontramos con un producto ciertamente impropio en la filmografía reciente del murciano, una de las obras más impersonales y tediosas de un compositor normalmente vinculado a proyectos con mayores posibilidades de expresividad sonora.
La apuesta por lo industrial (con una programación sintética desarrollada por el propio autor), y de rebote, por la denominada “non emotional music” tan de boga en el mercado norteamericano, queda patente en las intencionalidades neutras de cortes tales como “Celda 211”, “Muere Utrilla” o “Llamada de Elena”, secuencias todas ellas de relativa importancia en la cinta, pero musicalmente exploradas desde una asepsia casi total. Mientras que estas monótonas armonías se diluyen entre los diálogos y los efectos de sonido, la partitura de Baños solamente se presenta un punto más enfática en aquellos instantes en que asocia percusiones violentas e incisivas a la intervención en el motín de las Fuerzas Públicas (“Los Geos“, “Carga Policial y Muerte de Elena”, o “Asalto Policial y Muerte de Juan”, cortes éstos últimos con dos intolerables spoilers); un recurso hasta cierto punto lógico, pero que viene a añadir otro granito de arena más a esa sensación de funcionalidad y planicie de un trabajo cuya extrema contención, prácticamente imposibilita desligar la música del contexto fílmico para el que fue escrita.
El corte “Final y Créditos”, tras realizar un recorrido expreso por la tímbrica percusiva dominante en otras pistas del álbum, introduce la única idea del score con cierto esbozo melódico, en el que no es sino el fragmento con el que Baños, liberado de las cortapisas de la trama, aprovecha esa ligera “libertad” creativa ofrecida por los títulos de crédito. Pero lo cierto es que, llegados a este punto, el interés del oyente hacía ya varios minutos que se había transformado en una mezcla de indiferencia y decepción, atendiendo a la frialdad de un score que, pese a sus encomiables propósitos, destila una resolución tan convencional como intrascendente.
28-diciembre-2009
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