José-Vidal Rodriguez
Pese a que el joven sello La-La Land Records no venía caracterizándose, desde sus comienzos, por una excesiva notoriedad y calidad respecto de sus partituras comercializadas, la política de la entidad parece basarse de un tiempo a esta parte, en una fuerte apuesta por superar su modesta producción y abrirse hueco dentro de las grandes discográficas dedicadas a la música de cine. Ello explicaría la reciente habilidad para hacerse con los derechos de obras más interesantes para el aficionado y a priori poco accesibles para un sello menor (baste citar scores tales como ”Airplane!”, “Meteor” o incluso la edición expandida de “Godzilla”). Dentro de este contexto de paulatina consolidación, La-La Land se destapa ahora con el lanzamiento de un compacto de tirada limitada, que recoge dos obras totalmente inéditas del maestro Jerry Goldsmith, un “caramelo” comercial se mire por donde se mire, con el que el sello no dudamos que se apuntará tarde o temprano otro sold-out a su todavía corto catálogo.
La primera de las obras incluidas (y en la que más hincapié parece hacerse como reclamo comercial), no es sino ”I.Q.”, la única partitura del maestro escrita en los 90 que aún permanecía inédita en cualquier soporte. Quizás la brevedad de la misma y el descalabro en taquilla del filme, fueron lastres suficientes para descartar su lanzamiento comercial. Producción ambientada en la América de los 50, y dirigida por el australiano Fred Schepisi (con quien Goldsmith ya había trabajado en varias ocasiones, siendo su encargo más destacado la recordada “The Russia House”), su argumento gravita en torno a Ed Walters (Tim Robbins), un modesto mecánico que se enamora de la bella Catherine Boyd (Meg Ryan), ni más ni menos que la sobrina del ilustre físico Albert Einstein (Walter Matthau). El problema es que Catherine está prometida desde hace tiempo con un aburrido inglés, no muy del agrado de su tío. Por esta razón, Einstein y un grupo de alocados científicos deciden ayudar a Ed para que conquiste a su sobrina, aprovechando la coyuntura para intentar formular una “teoría del amor”, centrada en la atracción entre personas de diferente nivel cultural y social como lo son los protagonistas.
La aproximación musical de Goldsmith a esta edulcorada y prescindible comedia romántica, ha de ponerse en relación necesariamente con la inclusión de una pieza preexistente que, en último término, copa gran parte de los 38 minutos de duración del trabajo. El “Twinkle, Twinkle, Little Star” (canción infantil muy popular en los USA, basada en un poema del siglo XIX obra de Jane Taylor), se convierte en el curioso motivo aplicado al Dr. Einstein y al grupo de científicos que encabeza, optando el compositor por adaptar la melodía para violín solista, recurso con el que imprime una “heráldica” comicidad al particular experimento que llevan a cabo.
Con independencia de la incisiva aparición de este motivo, el compositor plantea el resto del score a partir de una profunda sencillez de formas que, pese a bordear lo intrascendente en puntuales pasajes, no impide en cambio que su audición aislada resulte hasta cierto punto disfrutable. Dada la localización y cronología de la historia, Goldsmith incide en un soft rock propio de la década de los 50, adquiriendo especial importancia las “improvisaciones” solistas a saxofón, que conviven a su vez con intervenciones vocales femeninas, elemento éste con el que se incide en el hilarante comportamiento de Einstein y sus colegas (“The Riders“). Esta sensación global de ligereza, contrasta con la composición de un cálido motivo romántico que sin duda se erige en el auténtico highlight de la partitura, aún cuando sus primeras notas rememoren el tema central de “Innerspace” (filme en el que curiosamente también actuaba Meg Ryan). Su utilización resulta convencional, pero no exenta de atractivo: este amor que tímidamente nace (los teclados de “First Sight” y “I Fixed It“), crece (“Don´t Panic”), gana en intensidad (“The Compass“) y acaba por consumarse (“Wahoo”), encuentra en este paulatina aplicación del color, el principal baluarte con el que la música va preparando al espectador ante el inevitable happy ending de la cinta.
El popurrí de motivos contenido en los “End Credits”, clausura una simpática partitura sin demasiadas pretensiones, que no obstante demuestra una vez más la profesionalidad de un Goldsmith capaz de sacar destellos de calidad a un producto fílmico de consumo tan instantáneo como indigesto en ciertos momentos.
Así las cosas, el verdadero reclamo del álbum lo constituye la presentación de otro trabajo inédito del maestro, de calidad muy por encima de las posibilidades ofrecidas por aquel “I.Q.”. En 1966 y de la mano de un John Frankenheimer en pleno estado de gracia, ”Seconds” (con la horrorosa traducción al castellano de “Plan Diabólico”), nos adentra en la historia de Arthur Hamilton, un banquero hastiado por su matrimonio y rutinaria vida, que un buen día recibe una sorprendente propuesta por parte de una organización secreta: cambiar radicalmente su existencia, simulando su muerte y adquiriendo un nuevo rostro e identidad, en este caso la de un reconocido pintor llamado Antiochus Wilson. Los problemas de adaptación que sufrirá, le llevan a plantearse lo que no será sino una infructuosa reversión de estos profundos cambios de identidad. Un filme interesante de estética un tanto kitsch (continuos planos subjetivos, la secuencia de una bacanal hippie ciertamente osada para la época..), que encuentra en la breve partitura de Goldsmith (incluida aquí en su integridad), un magnífico discurso musical sobre el caótico renacer a esa “second life” del protagonista.
A través del “Main Title”, el californiano adelanta ya los elementos principales que sustentan el resto del score. Tanto los efectos electrónicos como los insistentes acordes disonantes al órgano, son recursos que inmediatamente quedan asimilados a aquella empresa que propone el cambio radical a Hamilton (“39 Lafayette Street“). Con ello, el autor genera una atmósfera de corte religioso que responde, metafóricamente, al falso status divino de una organización capaz de ofrecer un nuevo cuerpo, “alma” y posición social, todo ello con supuestas intenciones de liberación. La introducción de un solo de violín, no hace sino enfatizar aún más la turbadora secuencia con la que Saul Bass presenta los títulos de crédito (eclécticas distorsiones de cámara sobre el rostro de Hamilton, presagiando así el posterior cambio tanto físico como emocional que sufrirá), y como conclusión a este sugestivo arranque, Goldsmith confía a la amplitud de las cuerdas la ejecución del tema central de la obra, una melodía francamente hermosa en su amargura, con la que no hace sino incidir en el mensaje cardinal de la cinta: la soledad del hombre moderno, que movido por el materialismo acaba por verse arrastrado a un inconformismo mal entendido.
Tras este corte inicial de especial significación con el argumento, el compositor desgrana con fortuna el tortuoso recorrido por la doble existencia del banquero, dentro de un tono de amplia subordinación a las secuencias. En este sentido, sugerentes son determinadas frases secundarias que jalonan el trabajo de Goldsmith: el pausado pizzicato con el que retrata la nueva “vocación” de Hamilton/Wilson por la pintura (“Restless Hours”), la opresiva secuencia de su intervención quirúrgica (“Transformation”), o la insana pieza que ilustra su pesadilla psicotrópica momentos antes de aceptar el acuerdo de cambio de identidad (“Nightmare”).
Especial atención merece un motivo de gran importancia en la obra. Dentro de un accesible tono melódico, la segunda mitad del corte “Quiet Isolation“ presenta un tema a piano asimilado a las dudas del protagonista por el vacio de su vida real, ante sus frustraciones que ahora afloran en su consciente y que, en esta secuencia, se proyectan sobre su relación de pareja. Posteriormente, ya con la “falsa” identidad de Wilson adquirida, Goldsmith acude al mismo motivo para ahondar con melancolía en el choque psicológico de una nueva existencia que, sin embargo, sólo propiciará al protagonista idénticos sentimientos de soledad y falta de ubicación (“Reflections“), planteando una interesante asimilación musical con la que el californiano equipara hábilmente la identidad real pasada a la presente. No obstante, esta lograda amargura funciona además como espléndido cierre al filme (“End Title“), reafirmándose así las últimas consecuencias de aquella crisis existencial, tan llevadas al extremo por Frankenheimer en el epílogo de la cinta.
Pese al desmejorado sonido monoaural que presenta la partitura, su recuperación por parte de La-La Land viene a cubrir un importante hueco en la discografía del Goldsmith de los 60. Si bien la ligereza del score para “I.Q., pese a su corrección, desluce un tanto el conjunto y su calificación final, no podemos sino concluir que la publicación final del excelente “Seconds” es razón más que suficiente para recomendar sin paliativos la adquisición de este álbum cuya presentación, además, se halla ciertamente a la altura de las circunstancias.
5-noviembre-2009
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