Gorka Cornejo
Tras su frustrante participación en las Cruzadas al servicio de un rey Ricardo enloquecido, despótico y enfermo, Robin Hood y su inseparable Little John regresan a los bosques de Sherwood a comprobar la de zarzas que pueden crecer en veinte años. Vuelven convertidos en leyendas en virtud de las historias, cuentos y canciones que en su honor han ido popularizando bardos y poetas, desdibujando, exagerando, mixtificando la realidad, borrando lo que todo humano tiene de grotesco, ensalzando sólo lo heroico. Pero Robin ya no es el que era. Lo que la épica calla, lo que se esconde detrás de las trompetas y los tambores es cómo cuesta ya doblar las rodillas, subirse a los árboles, desentumecer los miembros tras una noche a la intemperie o recordar qué se sentía al estar enamorado. Y es que regresar a Sherwood es volver a ver a Marian, la joven belleza junto a la que, en su gallarda juventud, Robin halló el merecido descanso del guerrero. Convertida ahora en monja por despecho, habiendo sustituido a Robin por Dios, lo cual no deja de ser un halago masculino, Marian es perseguida por un rey enemistado con el poder omnívoro de Roma, nueva batalla por la que un Robin enamorado estará dispuesto a pelear.
“Robin y Marian” es, a grandes rasgos, un ejemplo de revisitación no sólo de un mito sino también de un género primero literario y después cinematográfico. No es tanto el replanteamiento de unos prototipos heroicos en el umbral de la vejez como la respuesta al cuestionamiento contemporáneo (1971) de los héroes en general. “Robin y Marian” es al cine de aventuras lo que el western crepuscular al modelo clásico, una actualización de los patrones tradicionales vistos a través de la modernidad. El planteamiento de su director, Richard Lester, aboga claramente a favor de los personajes y su riqueza de matices, el subrayado de la nostalgia, de la vejez y su templanza, del amor maduro y cenital, en detrimento de un pulso más enérgico y épico, de una puesta en escena más imaginativa y aventurera, amén de una reconstrucción histórica más cuidada. A pesar de que en no pocos momentos la apuesta por el naturalismo casi pop desluce el conjunto y lo aproxima peligrosamente a una producción de serie B, en general se trata de una estrategia loable que busca la desmitificación, la suciedad, la pobreza y, por contraste, el consiguiente realce de unos personajes sólidamente escritos (magnífico guión de James Goldman, autor también del libreto de “The Lion in Winter”, de la que ésta es comercialmente tan deudora).
Para la música, Lester, buscó inicialmente un planteamiento paralelo: el compositor Michel Legrand compuso un score más que sobrio, romo, enteco, absolutamente antiépico, que envolvía a la historia en una oscuridad sabiamente matizada al emplear una orquesta de cuerdas con solistas, en un concepto de concerto grosso que apostaba muy poco por el camino del lirismo expansivo que después, tras el rechazo de su partitura y la aportación de John Barry, tan inseparable nos parece de la película. Poco importa ya el consiguiente cabreo del director y su práctica desaparición del proceso de postproducción restante, así como la evidente intención de los productores de dulcificar las intenciones originales de Lester (no dejaba de ser una película anticlimática desde un punto de vista popular, con un final inaceptable para el canon cinematográfico clásico, la muerte de los dos protagonistas) mediante una música más luminosa y amena, que restituyera algo de esperanza y optimismo. Por fortuna, Lester supo dotar de comicidad al relato, presentando una visión auto-paródica y realista frente a la mítica y legendaria, con lo que el cambio de estrategia musical no resultó una imposición desfavorecedora, sino una alternativa más popular, más comercial, pero que no por ello traicionaba la esencia. Haciendo un símil entre la música y la iluminación, podríamos decir que mientras Legrand favorecía el fondo para, en contraste, resaltar las figuras, Barry decidió dirigir sus focos a Sean y Audrey y a lo que se oculta bajo sus respectivos ropajes.
Y lo que se oculta, aunque tampoco demasiado, es el amor. Decir que el score de “Robin and Marian” es esencial y básicamente un tema de amor repetido y desarrollado no debería entenderse como algo negativo. La principal aportación de Barry a la película fue precisamente incorporar un tema de amor, una melodía retentiva, directa, emocionante. Ahora bien, ¿qué diferencia la labor de Barry de la de, por ejemplo, el Francis Lai de “Love Story” (1970)? Desde nuestro punto de vista, y dejando a un lado sensibilidades subjetivas, la elegancia de su articulación a lo largo del metraje y la coexistencia con otro tipo de material musical indispensable no sólo por la presencia de otros ingredientes argumentales sino por la necesaria dosificación de su exposición. Barry sabe dotar a su melodía principal de una dualidad romántica agridulce, a la vez luminosa y crepuscular, porque nos está hablando de un amor viejo actualizado, o de un amor eterno renacido en dos cuerpos maduros, pero su mayor logro es que cada nueva aparición del tema va acompañada de un matiz diferente en una tendencia clara hacia el dramatismo y la catarsis del estremecedor final, síntesis de esa ambivalencia entre felicidad y holocausto de un amor que si no puede ser en la Tierra lo será más allá de ella, o quizá (sobre todo si creemos más en la mirada escéptica de Connery) no volverá a ser. Enérgico pero sin aspavientos cuando alimenta la música de las cabalgadas (“Ride to Sherwood”, “Ride to Nottingham” o el final de “The Escape”), adelgazado hasta la mínima expresión de la desnudez del alma (“Second Love Theme”), fantasmagóricamente presente sin estarlo en la exposición de su línea armónica al comienzo de “Third Love Theme – Do You Love Me?”, o magníficamente silenciado para dar paso a un material similar pero diferente en “He Was My King”, quizá el bloque más hermoso de la partitura y uno de los más delicadamente emocionantes de su compositor, el amor recorre, abraza, nutre los fotogramas de toda la película depositando al espectador suavemente en la cercanía de dos actores nacidos para interpretar a estos personajes.
La sencillez de las fórmulas empleadas, sobre todo en las secuencias de acción, pueden resultar insuficientes en su escucha aislada pero es innegable la fuerza que imprimen a unas imágenes tan básicas. Barry pocas veces se muestra brillante e imaginativo (salvo, por ejemplo, en su descripción musical de Sir Ranulf en el corte “Nuns”, el secuaz del malvado sheriff de Nottingham, una fanfarria tan sencilla como elocuente, de una inmediatez y originalidad realmente sobresaliente) pero siempre es correcto. La a veces pobre puesta en escena no despertó en el compositor la necesidad de incorporar una elaborada composición que realzara el conjunto a modo de ornamentación. Su propósito, inspirado por la sobriedad de la película o quizá influenciado por los menos de 14 días de que dispuso para componer y grabar la música, es la máxima sencillez, la suficiencia y la efectividad. Aún y todo, puede pasar por simpleza lo que no es tal. Así, el bloque que acompaña al enfrentamiento entre Robin y el sheriff de Nottingham (“The Fight / The Fight Must Go On”) subraya no el nivel de la acción que no vemos pero que quizá sería deseable trasmitir al espectador sino el patetismo de dos viejos enemigos luchando hasta la extenuación, torpes, cansados, incapaces de dejar de luchar. No hay en la música voluntad alguna de acelerar o exacerbar la secuencia, sino más bien la de hacer notar más el cansancio, la brutalidad y sequedad de los golpes, la contundencia de la violencia cuerpo a cuerpo ejercida sobre dos cuerpos que andan ya lejos de ser los de dos héroes de película.
Sobre esta reedición cabe decir que supone la primera presentación oficial de la partitura dirigida por el propio compositor, incluyendo diferentes versiones de algunos bloques (como por ejemplo los reorquestados por el norteamericano Richard Shores, en un enésimo y desquiciado intento por parte de los productores para dotar a la película de un tono menos apesadumbrado), si bien se ha omitido el bloque de música que le fue encargada a Shores (absolutamente innecesario) y que la regrabación de Silva Screen sí incluía. El sonido, como todo el mundo sabe y lamenta ya, es mono, y el libreto pírrico en comparación con la anterior edición ya comentada, todo lo cual no hace sino cuestionarnos por qué Prometheus ha decidido sacar este disco sencillo al precio de uno doble. ¿Será la crisis, o que los derechos han resultado más caros de lo normal? Como ya dijimos en su momento, toda novedad que pase a engrosar la lista de ediciones oficiales soñadas y deseadas por el aficionado es bienvenida. Pero puede llegar un momento en que el aficionado ya no esté dispuesto a soportar ciertos excesos. Uno se imagina a determinados directivos de discográficas, yaciendo a dos pasos de la agonía por efecto de su propio veneno, lanzando su última flecha al horizonte inconmensurable.
5-marzo-2009
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