David Serna
Fuera de sus laureadas colaboraciones con Oliver Stone o Steven Spielberg, la extensa trayectoria de John Williams no siempre se ha visto saldada con películas a la altura de sus partituras. Lo frecuente, de hecho, al husmear entre proyectos tan dispares es encontrar filmes de una calidad medianamente aceptable pero de escasa trascendencia en términos cinematográficos, tan salpicados por la comercialidad de las modas pasajeras (desde las catástrofes como “The Poseidon Adventure” a las franquicias familiares de “Home Alone” o “Harry Potter”) como, en ocasiones, directamente impropios de merecer músicas tan lujosas (“Monsignor” o “Spacecamp” a la cabeza). Contar con Williams para cualquier película ha sido (y sigue siendo, pese a su avanzada edad) un aval de prestigio y “qualité”, pero nunca puede suponer un pasaporte para hacer mejor lo que difícilmente se puede reformar con música: una cosa es que las bandas sonoras de “The Eiger Sanction”, “The Fury” o “Jaws 2” den un acabado mucho más presentable a sus respectivas imágenes; otra bien distinta que las conviertan en buenas películas.
“How to Steal a Million”, además de ser una de las dos colaboraciones de Williams con dos leyendas de la golden age (con William Wyler aquí y con Alfred Hitchcock en la posterior “Family Plot”), es una de las poquísimas películas suyas que, de no haber contado con su bienvenida presencia, apenas hubiese perdido un ápice de su encanto. La banda sonora rebosa (en calidad y cantidad, pese a sus raquíticos 26 minutos) toda la clase, el humor, la elegancia y el romanticismo que reclama el filme y que, ciertamente, se puede esperar en Williams (especialmente en el “Johnny” juguetón y ecléctico de los 60, tan deudor del sweet listening de Henry Mancini y de la demanda de la época). Pero el irresistible poder de seducción de la película (una inofensiva historia de falsificadores y ladrones de guante blanco exquisitamente sofisticada y suntuosamente filmada, por encima de comedias de intriga mucho más célebres, como “Charade”) se come literalmente cualquier condimento susceptible de aliño, siempre y cuando no se trate de uno de los vestidos parisinos que luce la que, seguramente, sea la Audrey Hepburn más fina y glamurosa que se ha visto en el cine.
Williams tampoco dejó pasar la ocasión de trabajar con un cineasta de la talla de Wyler (cuya puesta en escena, de planos generales y poco movimiento, contiene tantos hallazgos narrativos como el propio guión de Harry Kurnitz) y optó por la solución más inteligente: ilustrar un material tan elocuente con tacto y discreción. El compositor está (y con vocación de notarse) cuando, por ejemplo, el romance entre Audrey Hepburn y Peter O’Toole va cogiendo cuerpo. Pero no está cuando no se le necesita (toda la secuencia del robo de la Venus de Cellini, la estatua valorada en un millón de dólares). Sólo asomando en momentos puntuales, y con la música precisa que requiere la escena, Williams no interfiere en el simpático enredo y consigue hacerlo lo mínimamente mejor que se puede lograr sin retoricismos y con total sutileza, abriendo la partitura con una florida y enérgica variación orquestal del delicado “Love Theme” (“Main Title”) para, poco después, mostrarse todo lo comedido que se puede resultar en una comedia tan distinguida y de ambientes tan artísticos.
Esa mesura (y, en cierto modo, timidez a no inundar de música la película) es coherente con el meticuloso equilibrio de Williams en el manejo del suspense y la comedia, con el fin de que la música más intrigante no resulte excesivamente seria y que los elementos más cómicos no prolonguen la sensación de humor. Así, la partitura bascula de un lado a otro de la balanza con abundantes cambios tímbricos y melódicos en la mayoría de cortes (como “Hang on to Your Bocket”), aunque esa combinación tan delicada resida, en algunos casos, en la propia gestación de los motivos, como certifican la fanfarria cómica pero solemne que Williams asocia al museo o la sinuosa pero irónica melodía con la que pinta a la Venus de Cellini (“The Cellini Venus and Museum Fanfare”), temas que el compositor expone con formalidad pero con una evidentísima guasa, que estalla (con total y justificado descontrol) cuando se descubre el robo de la estatua y Williams, que permanecía hasta ahora en la retaguardia, se divierte de lo lindo con un alocado cancán (“The True Gallic Carácter/The Can Can/In the Guards Room”).
Todo lo convencional o previsible que se puede mostrar el futuro autor de “The Reivers” en los ritmos poperos de la época (“Locked In”) o en el sencillo, pero muy hermoso, “Love Theme” (en “The Spell” o fugazmente, y con especial significado, en el pasaje “In the Guards Room”) contrasta con su inteligente uso diegético del jazz (el saxofón de “At Gun Point/Hark, a Pistol Shot”, precursor del “Father’s Theme” de “Catch Me If You Can”) o de la música más experimental y contemporánea (el modélico corte “The Prowler”, de un vanguardismo no muy alejado de la futura “Images”); muestras de virtuosismo que no asoman, por desgracia, en la mucho más primitiva “Bachelor Flat”, banda sonora escrita por Williams cuatro años atrás que ya aloja muchos trazos esenciales de su temperamento pero que, a pesar de su cordial diversión, no presenta mayor interés que el de acercarse (como un arqueólogo ávido de redescubrir la historia) a los orígenes de la leyenda, si bien Williams, como el músico experimentado y todoterreno que ya era por aquel entonces, la resuelve con una evidente e intachable profesionalidad, al mismo nivel (ni más ni menos) que otras comedias de su director, Frank Tashlin, musicadas por el eficaz Walter Scharf.
El enredo de un joven (Richard Beymer) acosado por sus vecinas y por una jovencita que desconoce que es la hija de su novia (como todo enredo de comedia ligera de finales de los 50 y principios de los 60) da lugar a una partitura pícara, juguetona y extremadamente incidental, que apenas tiene entidad fuera de la película y que se limita a maquillar los aspectos más humorísticos y románticos con un seguimiento tan fiel de la acción que, por momentos, colinda con la parcela del Mickey Mousing, algo que convierte a la banda sonora en todo un “cuaderno de aprendizaje” con el que Williams se aplica (como haría todo joven compositor) para adiestrarse en el vocabulario de la música de cine. Que los abundantes cruces de personajes y tramas inyecten chispa y colorido a la creación (haciendo que las posibilidades de la orquestación sean más amplias) tampoco comporta que, musicalmente hablando, la gesta trascienda a mayores, quedándose en un simpático y divertido esbozo (casi ensayo) de algunas líneas estilísticas del maestro y en todo un ejemplo de lo que serán sus numerosas partituras cómicas a lo largo de la década, donde la variedad de registros y el dinámico juego con la instrumentación suplen, de algún modo, una inspiración más plena a la hora de abordar motivos y melodías más allá de un sencillísimo tema de corte romántico (presentado en “Professor’s Pad/Lobby Comes Home” y expuesto con más detenimiento en “Poor Mike”/”Short Trip” y “Artificial Respiration”) que, sin ser nada relevante, sirve a Williams para dar coherencia y lustre a un conjunto tan animado pero tan disperso.
Siempre hay que agradecer a Intrada su afán por recuperar partituras inéditas hasta la fecha y con la mejor presentación posible (y más tratándose de músicos como Williams). Pero la fusión de estas dos bandas sonoras en una edición de dos discos (por tanto, a precio superior al habitual) está muy lejos de la perfección: el primero, con el álbum original de “How to Steal a Million” (de tan sólo 28 minutos) y el segundo con las grabaciones originales para la película (26 minutos) más la partitura de “Bachelor Flat” (otros 28). Prácticamente unos 82 minutos que se podrían haber mantenido en un único CD (con o sin repetir la misma música, ya editada en Europa por Tsunami) o, al menos, que podían haber sido distribuidos con cada película por separado (el primer disco con los 54 minutos de “How to Steal a Million” y el segundo con los 28 de “Bachelor Flat”). De todos modos, existen diferencias (en arreglos y en cantidad de instrumentos) entre el álbum y la música de la película suficientes como para justificar el programa doble (a diferencia de ediciones de Intrada como “The Wind and the Lion”, donde toda la música del segundo disco se puede encontrar perfectamente en el primero), pese a la estéril calidad de sonido de los másters de “How to Steal a Million”, cosa que tampoco debe ser óbice para disfrutar (por fin de manera oficial y con un jugoso libreto) de una de las primeras composiciones importantes de Williams y de descubrir una de sus primeras travesuras para el cine.
2-marzo-2009
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