Miguel Ángel Ordóñez
“Revolutionary Road” es la cuarta película del sobrevalorado director americano Sam Mendes. En todas ellas, el cineasta pretende erigir su “profundo” discurso sobre los podridos cimientos de una sociedad huérfana de metas y enfrentada a una realidad deprimente, poniendo al descubierto el fin del sueño americano. Así, en su primera cinta, “American Beauty”, Sam Mendes los torpedea mostrando personajes atrapados en una vida que no quieren vivir. Lamentablemente, éstos no son más que endebles estereotipos que imploran conmiseración de un público que a veces duda de si el director pretende tratarle con inteligencia. La artificial, cargante y pretenciosa “Camino a la Perdición”, supone la confirmación de que Mendes sigue sin entender como funciona un guión en pantalla y las diferencias brutales entre la literatura y el cine. Peor corren las cosas en la superficial y doctrinaria “Jarhead”, intento baldío de constatar la locura de la Guerra del Golfo no penetrando en lo político o estratégico, flotando alrededor del anecdotario frívolo e insignificante de unos soldados incapaces de comprender la naturaleza de la guerra a la que se enfrentan.
“Revolutionary Road” parece partir de una premisa más interesante que las anteriores: aquí lo que se explora es más bien los mecanismos de nuestro propio comportamiento, ese anhelo baldío de considerarnos especiales respecto de nuestros vecinos de apartamento. El “sueño americano” es sólo una ilusión y los personajes reconocen la imposibilidad de alcanzarlo, de modo que la felicidad sólo existe a través de la huida. La historia se centra en la crisis y destrucción de una pareja normal, Frank y April (la referencia a una estación, donde la vida se siente con intensidad, como la primavera es claramente intencionada), que parecen tener todo aquello a lo que cualquier familia americana aspira: una bonita casa, un trabajo, una familia. Pero a April eso no le basta, ella quiere ver cumplidos sus sueños, quiere huir de la rutina y de la comodidad, necesita sentir que vive, sentirse especial. Cuando un viaje para comenzar una nueva vida en Paris parece que va a estabilizar la felicidad de la pareja, April se queda embarazada y a Frank le ofrecen un nuevo puesto en su empresa. Todo no hace más que volver a estallar y las consecuencias serán esta vez definitivas.
Como en todas sus películas, Mendes reserva un pequeño papel a un personaje que no es aceptado por su entorno (casi siempre demente) y que pone al descubierto las mentiras que sustentan el modo de vida de los protagonistas, funcionando como detonante de una redención que finalmente sólo se encuentra a través de la muerte. A la película le sobra discurso y le falta naturalidad, se excede en la reiteración de diálogos que únicamente se limitan a reproducir lo que el actor ya se ha encargado de insinuar con la interpretación (¿cuándo perdió Mendes la confianza en el espectador?), y necesita con urgencia sinceridad, frescura. Sólo gracias a la magnífica interpretación de Kate Winslet (un Di Caprio más que correcto no siempre está a su altura) la cinta respira espontaneidad (aunque en ocasiones se bordee la sobreactuación), a pesar de encontrarse anclada en una ambientación de los 50 lograda pero fría.
La colaboración del músico Thomas Newman con el cineasta Sam Mendes ha ido perdiendo interés, desde un punto de vista estrictamente musical, con el tiempo. Si “American Beauty” suponía la perfecta síntesis del estilo minimalista explorado (e inventado) por Newman en partituras tan arriesgadas como “Unstrong Heroes” o “American Buffalo”, la sublimación de ese particular sonido hipnótico sustentado en el empleo de inusuales instrumentos étnicos cumpliendo una función dramática, “Camino a la Perdición” resultaba un paso más en la exploración de la interacción de la orquesta con los sonidos minimales propuestos en su anterior cinta (derivación a su vez de otros apasionantes trabajos como “The Shawshank Redemption” o “The War”). Ese cierto retroceso ha comenzado a apreciarse con “Jarhead”, no porque Newman se limita a copiar una fórmula que con el tiempo ha ido desprendiéndose de su evocación melódica para reafirmar sus postulados experimentales, sino por la propia aplicación que Mendes da a la música en sus últimas películas. Si en “Jarhead”, Newman fomenta el desorden y la anarquía a través de una música muy libre formalmente, la sensación final es la de la mera funcionalidad de un subrayado que cada vez es menos sutil y sincero.
Esa progresión afecta también al score de “Revolutionary Road”. La música se presenta bajo un prisma tan intelectual (despojada de adornos y otras zalamerías) que funciona con independencia respecto de una imagen a la que, también es cierto, apenas aporta significado. Newman obvia el juego real del leitmotiv (aunque su tema central otorgue el color preciso a la acción) para centrarse en aportar un “sonido abstracto” que identifique el sentir de sus protagonistas. Dejando a un lado la deliberada industrialización de “Jarhead”, aquí Newman aporta calidez al conjunto con el uso de una amplia orquesta de cuerda, para así exponer con una mayor dosis de humanismo las heridas abiertas en la relación de pareja. Ésta, es brillantemente diseccionada por Newman a través del obsesivo empleo de un tema de tres notas rutinario y estático (“Route 12”, “Unrealistic”, “April”, “End Title”). Sus escasas progresiones (acudiendo a modos mayores), pasan a asociarse a una April que lucha por desprender de automatismos su matrimonio (por ejemplo en el explosivo final de “April”). Como contraste de la emocional e impetuosa esposa, Newman reserva al cobarde y acomodado Frank otro a través del cual anticipa la definitiva ruptura psicológica de la pareja. Los acordes turbios y disonantes sobre los que apoya un nuevo tema de tres notas a piano en “The Bright Young Man”, preludian el fatal desenlace y otorgan una complejidad interesante al personaje de Di Caprio.
De esta forma, Newman centra sus esfuerzos en generar un deliberado aislamiento de la pareja respecto de su entorno, a través del empleo de una música cuya naturaleza es abstracta. El compositor sale plenamente fortalecido de su esfuerzo porque la música es personal y sugerente. Por otro lado, para fijar el marco temporal de la historia, Mendes acude al uso de la música diegética (temas de The Ravens, Orioles o Ink Spots), cuyo fuerte contraste estilístico ayuda a anclar la historia en una época determinada (los 50). Al margen de texturas suspendidas o de piezas contemplativas de música “ambient” que proponen una ausencia de progresión en la trama, una congelación en el tiempo (“Night Woods”, “Picture Window”), Newman se muestra muy contenido a la hora de comunicar con el espectador para suministrarle una información sobre la pareja, más allá de la mera recreación de atmósferas insanas y opresivas que se limitan a mostrar la angustia existencial de ambos. Paradoja curiosa si tenemos en cuenta que Mendes apuesta por no manipular emocionalmente a su público con la música, cuando no deja de hacerlo en todo momento a través de una narración plana y extremista que refleja la revolución sofocada de una pareja en crisis dentro del marco de una América à lo Tennessee Williams: pujante en lo económico y decadente en lo moral.
5-febrero-2009
|