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El Horrible Ser Nunca Visto Por Jesús Delgado |
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Hace varios meses (se) preguntaban en “Patio de butacas”, una de las mejores webs en castellano dedicada al cine clásico y de autor, dónde se estaban narrando las mejores historias en este siglo XXI, dando a elegir a sus participantes entre el cine, la televisión, ambas o ninguna.
La mayoría de los participantes se inclinaba por el cine, pero tan sólo el hecho de considerar la televisión como una alternativa representa un triunfo indiscutible de la ficción hecha para la pequeña pantalla, injustamente considerada, per se, como la hermana pobre o pequeña de la ficción cinematográfica. Incluso en importantes y sesudas revistas especializadas, la televisión y sus productos específicamente diseñados para ella están quitando páginas a las producciones estrictamente pensadas para la pantalla grande. Algo que desde luego puede considerarse de justicia, dado el excelente nivel que algunas series alcanzan y su contraste con las decenas de inertes cintas que todos los años se estrenan.
Curiosamente si en los Estados Unidos de Norteamérica fue donde el arte cinematográfico alcanzó mayor esplendor (hace varias décadas, hoy es otra historia), no tanto por la calidad, igualmente excelente en otras cinematografías, sino por su conjunción con una jugosa cantidad incomparable de films excelentes, es en él donde la ficción televisiva encuentra su mayor esplendor. Y curiosamente en las cadenas de pago comerciales, quizá lo más alejado que podemos entender del proteccionismo europeo de la ficción, que ha desembocado en escasas producciones interesantes y miríadas de sandeces sin el menor interés gracias a autores con más pretensiones que talento. Junto, es menester reconocerlo, a cintas de incomparable belleza e impronta seminal, pero que deben más al indiscutible talento de sus (estos sí), auténticos autores, que al rancio sistema de producción que tenemos en nuestro entorno.
Y si el cine verdaderamente poderoso que hoy se realiza es el que trasciende y transforma la ortodoxia cinematográfica clásica, quizás la televisión sea el último reducto de aquella, transformando su legendaria precisión en algo diferente, a causa de la inexcusable duración: si entonces 90 minutos sobraban, hoy es menester completar decenas de horas para satisfacer a las cadenas que las financian, cuyo sistema de producción, basado en la rentabilidad, igualmente recuerda al cine clásico de las majors hollywoodienses, en manos de profesionales que no por el hecho de coger una cámara o escribir un relato se consideraban la quintaesencia del artista.
Si son muchas las series de interés producidas en los últimos años, de Los Soprano a The Wire, pasando por Mad Men o Breaking Bad, este artículo se centra en una de mis favoritas, la que protagoniza uno de los personajes más fascinantes con los que este espectador se ha encontrado en los últimos años, el forense de la policía de Miami Dexter Morgan. Por supuesto me refiero a Dexter, que desde que emitió su primera temporada en 2006 se ha convertido en el fetiche de la Showtime, por otra parte excelente productoras de series cuando menos innovadoras.
La serie, que el pasado diciembre emitió el último capítulo de su quinta temporada y ya ha anunciado una sexta para este 2011, esta poseída, en el más estricto sentido de la palabra, por su protagonista: los secundarios han sido siempre personajes escasamente dibujados y de perfil bajo, a los que de vez en cuando les cae alguna peripecia de escaso calado. Los mismos son marionetas al servicio del gran protagonista, de los que sólo cabe resaltar su continuada estulticia por no ser capaces de reconocer al horrible ser que les acompaña en su trayecto vital, a pesar de ser su esposo, su amigo, su hermano.
Por supuesto la peculiar psicología del personaje y el inacabado e incesante retrato abordado en estas temporadas es lo que probablemente atraíga a su legión (tal vez sólo centuria) de seguidores. Un ser fantasmal, permanentemente escondido detrás de un severo código de conducta cuyo propósito único es permitir la existencia a su poseedor, un ser que es consciente de su singularidad (él la llama monstruosidad, asumiendo la moral establecida y situándose fuera de ella) y de su incapacidad final de encaje en una sociedad en la que hasta la anormalidad es banal y raras veces transgresora.
Dexter, añora la normalidad como su particular paraíso perdido y se esfuerza ímprobamente en lograrla, pero su natural pulsión homicida hace que todas las acciones que una persona acomete en su vida y que él, como si de una representación teatral se tratara, aborda una tras otra (tener un trabajo, casarse, tener hijos) se encuentren punteadas por las decenas de asesinatos que comete. Y por el implacable dilema moral que provocan en su protagonista y, por extensión, en el espectador, que debe enfrentarse a la natural repulsión que le produce cada asesinato bajo el prisma de la racionalidad sardónica con que Dexter comenta, sin justificar jamás, cada delito.
Dexter Morgan, tiene varios disfraces, miente a todo el mundo, a su hermana, a sus sucesivas parejas, a sus compañeros de trabajo –policías-, todo ello en virtud de un código de conducta que su padre, el único ser cercano que entendió (y fomentó) su monstruosidad, le obligó a seguir y que, tiene dos pilares fundamentales. El primero, que jamás le descubran, es el que le obliga a ponerse el disfraz de mentiroso, o lo que es lo mismo, de ejemplar ciudadano. El segundo, el de vengador, es el que le lleva a convertirse en asesino en serie, siendo siempre sus víctimas, por adhesión al citado código, individuos calificables de escoria moral que, por mala instrucción judicial o negligencia profesional, no pagan por sus crímenes.
Pero el forense de sangre Morgan sabe perfectamente que es un enfermo y que su pulsión asesina es quien controla su vida: con descaro utiliza su posición en la policía de Miami para falsear pruebas o inventarlas con el fin de que los asesinos queden libres y él pueda ejecutarlos. Pero no sólo lo hace con las pruebas materiales, igualmente manipula a los detectives que investigan los crímenes (su propia hermana, entre ellos) para que no se interpongan en su esencial objetivo.
Este serial killer es, por varios motivos, alguien inverosímil. El primero por su capacidad de violar el conocido axioma que reza ”Podrás engañar a todos durante un tiempo, podrás engañar a alguien siempre; pero no podrás engañar a todos siempre”. Segundo por configurarse entre una mezcla de Patrick Bateman, Robin Hood e Indiana Jones, poseyendo del primero el brutal instinto asesino, del segundo el sentido de la justicia por encima de la ley y del tercero el arquetipo de científico capaz de resolver a su favor las situaciones menos propicias.
Si bien el protagonista y los secundarios de la serie han sido prácticamente los mismos en las cinco temporadas, en cada una de ellas emerge un coprotagonista de escrito destino y fortísima personalidad, siempre perturbada, frente a cuyo espejo nuestro protagonista, y nosotros con él, vamos descubriendo facetas insospechadas de su naturaleza. La variedad de los mismos ha sido lo que ha motivado que la serie no pierda interés y su capacidad de erigirse en antagonistas de Dexter ha marcado el rendimiento final de la temporada, variando desde la excelencia de la primera y segunda temporadas, al bajón que sufrió la tercera y la inesperada remontada que supusieron la cuarta y la quinta.
El último vértice del fascinante triangulo que completa Dexter y sus antagonistas, es la ciudad de Miami, en la que cualquier criatura extraviada parece tener sitio, como si su permanente verano, su calor sofocante, estuviera indisociablemente unido a la brutalidad inhumana que enferma hasta el trastorno a los individuos más débiles y les conduce indefectiblemente al crimen.
Por supuesto una ficción así sólo puede funcionar si el actor encargado de encarnar al personaje principal desempeña su trabajo con talento. Y Michel C.Hall, al que ya admiramos en otra serie de culto, A dos metros bajo tierra en un papel opuesto, borda su creación de Dexter, tanto en su vertiente de consumado actor social como en la de asesino psicópata. Por cierto que si la versión original es siempre requisito necesario para entender la interpretación, en este caso escuchar los matices vocales con que el actor modula al personaje, es un autentico placer.
Como siempre espero vuestros comentarios en jesus.delgado@scoremagacine.com.
5-marzo-2011
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