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Locarno 2012. De Preminger a Carax Por Gorka Cornejo |
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El Festival de cine de Locarno, uno de los más antiguos del continente, ha visto relanzado su prestigio en los últimos tres años gracias a la labor de su director artístico Olivier Père, antiguo responsable de la Quincena de Realizadores de Cannes, que acaba de anunciar su retirada. El éxito se ha cimentado en base a un modelo híbrido y sensato, repetido por doquier, que combina con realismo los pocos ingredientes de los que un certamen competitivo venido a menos puede valerse, a saber, el cine de autor de directores aún no consagrados, el homenaje a figuras internacionales con poder de convocatoria de prensa y público, y por último la retrospectiva como forma segura de completar la oferta cinematográfica. Es de agradecer que Locarno pretenda poseer voz propia y no se conforme con ofrecer un catálogo de películas ya sancionadas por otros festivales. El precio que se ve obligado a pagar por esa independencia es, claro está, una sección oficial con pocos destellos y abundante metralla.
Que se premien los escasos destellos entra dentro de lo esperado: "La fille du nulle part" de Jean-Claude Brisseau, Leopardo de Oro a la Mejor Película, contaba entre las favoritas a llevarse el máximo galardón, una historia profundamente emotiva, narrada con sencillez y meticulosidad. La austríaca "Der Glanz des Tages", otra de las favoritas, tuvo que conformarse sin embargo con el premio al Mejor Actor para Walter Saabel. No es incomprensible, sino tristemente todo lo contrario, que una película como la chino-surcoreana "When Night Falls" haya recibido los Leopardos correspondientes al Mejor Director y a la Mejor Actriz, y es que cada vez es más habitual seleccionar y premiar este tipo de producciones efímeras que, mediante un sistemático empleo del plano fijo y la más banal puesta en escena, vende aire por profundidad chantajeando la blanda conciencia del occidental incapaz de resistirse a toda supuesta condena de las censuras antidemocráticas provenientes de otras latitudes, aunque éstas carezcan del menor rigor discursivo ni de la suficiente solvencia cinematográfica. No es fácil distinguir entre silencios vacíos: a veces se da el caso de que en ellos habita la luz, el genio; otras, las más, no hay sino eso, vacío, aunque por desgracia también abunda la arrogancia. Entre ambos extremos, la luminosidad y la arrogancia, transitó la portuguesa "A última vez que vi Macao" de Joao Pedro Rodrigues y Joao Rui Guerra de Mata, Mención Especial del jurado, personalísimo ejercicio metacinematográfico rodado como documental y montado como ficción. El mismo jurado que premiaba la citada estupidez coreana, presidido por el todopoderoso Apichatpong Weerasethakul, concedió su Premio Especial a una comedia amarga y notable, la norteamericana "Somebody Up There Likes Me", en una decisión que bien puede explicarse por disensiones internas irreconciliables o por cierta voluntad omnívora y ecuánime en sus horizontes estéticos.
Decepcionaron la mayor parte de las películas a concurso, especialmente una, por las enormes posibilidades que parecía llamada a explotar, "Berberian Sound Studio" de Peter Strickland, un homenaje a los giallos italianos de los años 70 centrada en el paulatino descenso a los infiernos de un ingeniero de sonido británico (un siempre excelente Toby Jones) que es contratado para crear los sonidos de una película de terror y sexo, interesantísimo planteamiento que no acaba de despegar y muere asfixiado en la redundancia, aunque eso sí, con una excelente recreación del universo sonoro y en concreto musical de este género tan particular. Cabe destacar también otro documental que parece mentira, "Image Problem", ópera prima de Simon Baumann y Andreas Pfiffner, ejercicio de autocrítica paródica sobre la imagen negativa que tienen los suizos fuera de sus fronteras, que despertó discrepancias entre quienes lo consideraron demasiado efectista y manipulador y los que, a mandíbula batiente, celebraron su radicalidad carente de sutilezas y tonos grises, algo a veces tan necesario; ignoramos cómo reaccionó el gran público, ni por tanto cómo le irá a la película en su propio país, pero suponemos que la respuesta dependerá de la edad.
La presencia española en el certamen se limitó a Eloy Enciso, participante en la sección Cineastas del Presente con su segundo largometraje, la hermosa "Arraianos", un relato elíptico y moroso de la intrahistoria de una comunidad fronteriza entre España y Portugal, un retrato generacional y al mismo tiempo un autorretrato indirecto, muchas cosas, quizá demasiadas, pero reflejadas con convicción, austeridad y belleza.
Como parece lógico, fuera de concurso se vieron las películas a priori más interesantes y de mayor repercusión mediática. Se proyectaron, entre otras, "Lore", la contundente segunda película de la australiana Cate Shortland, Premio del Público, centrada en el despertar posthitleriano del pueblo alemán desde la perspectiva de unos niños; la divertida e insignificante "Magic Mike" del nunca del todo completamente retirado Steven Soderbergh, la insulsa "Ruby Sparks", segunda película de los directores de "Little Miss Sunshine", Jonathan Dayton y Valerie Faris, la hermosa y sentida "Quelques heures de printemps" de Stéphane Brizé, la grotesca y divertida "Bachelorette" de Leslye Headland, que todavía hubo a quien escandalizó por su humor de sal gorda y su esquemática (aunque mucho nos tememos que perfectamente realista) visión sexista y feromónica de un grupo de treintañeros en crisis, y la excelente "Camille redouble", escrita, dirigida y protagonizada por Noémie Lvovsky, también miembro del jurado, una sensible y emocionante fábula sobre la perdurabilidad del amor ideal y el destino como mitos netamente contemporáneos.
Las proyecciones al aire libre en la espectacular Piazza Grande, con aforo para ocho mil personas, auténtico buque insignia del certamen, van acompañadas habitualmente por algún acto especial de homenaje. En esta edición se han premiado o celebrado tributos a figuras como Alain Delon, Harry Belafonte, Leos Carax, Johnnie To, Charlotte Rampling, Gael García Bernal, Ornella Muti y a los productores Arnon Milchan y Peter-Christian Fueter, prácticamente uno por cada día. La circunstancia de que a continuación se proyecten una o dos películas, sin que éstas tengan nada que ver con la persona homenajeada, provoca que la fórmula acabe resultando un tanto forzada. Si a esto se añade la en ocasiones sorprendente frialdad del público allí congregado (realmente sobrecogedora en el caso del premio a Alain Delon), a uno le embarga una extraña impresión de desproporción. No por ello deja de ser un verdadero placer ver una película en las condiciones en las que se ofrecen en esta plaza abarrotada, siempre y cuando la lluvia, persistente y por momentos torrencial como un monzón, lo permita.
Lo mejor que nos deparó el festival, y también desde un punto de vista musical, fue la oportunidad de conocer o repasar las filmografías de dos directores a los que se les dedicaron sendas retrospectivas: Otto Preminger, con una obra vasta, diversa, paulatinamente personal, y Leos Carax, autor de un catálogo breve pero impactante.
Carax (Alexandre Oscar Dupont) propone un cine siempre consciente de sí mismo, de su naturaleza ficcional, de sus limitaciones, de sus contradicciones. Carax no hace películas para contar historias, se vale de ellas para expresar una serie de reflexiones, que son a la vez producto de un determinado estado de ánimo. Cada uno de sus cinco largometrajes son diarios encuadernados de sus etapas vitales respectivas. El cine es pues el medio de expresión de este artista oculto bajo un pseudónimo pero ciertamente desnudo en sus ficciones. Coherentemente, la música es en Carax una corriente indispensable de sinceridad, una fuente de mensajes emotivos, nunca un recurso cuestionado desde postulados posmodernos, y por ello surge con la vehemencia de los discursos libres, sin necesidad de plegarse a una coherencia estructural. "Me hubiera gustado ser músico o compositor. Una de las razones por las que hago películas es para aprovecharme de esos mundos en los que yo nunca podré experimentar ni crear, la literatura, la música", reconoció en una charla ante la prensa. Su más reciente trabajo, "Holy Motors", descrita como inclasificable, hermética y, para algunos, estéril, es en realidad una compleja pero limpia traducción de las reflexiones que ocupan y preocupan a su director, desde el futuro del cine en un contexto de pérdida de público hasta cuestiones existenciales como la muerte, el amor, la fidelidad y la culpa. Emotiva, ingeniosa, absolutamente directa y libre, hay en ella una gravedad cercana a la tristeza que lo cubre todo como un manto de escepticismo. "Uno hace cine para los muertos, pero solo lo pueden ver los vivos" dijo Carax, hablando del cine en general quizá más que de su última película. El suicidio de su más reciente compañera sentimental, origen confeso de la película, ha silenciado un poco más a este huraño cinéfilo-cineasta que no puede parar de fumar ni un solo instante, ni siquiera durante el acto de entrega del Pardo de Honor, acompañado por una Kylie Minogue totalmente consagrada al recuerdo de un rodaje que, según dice, le ha cambiado la vida.
Para el aficionado a la música de cine Otto Preminger es el director de al menos tres clásicos imperecederos: "Laura", "Anatomía de un asesinato" y "El hombre del brazo de oro". Las respectivas partituras de David Raksin, Duke Ellington y Elmer Bernstein figuran en toda antología de títulos obligatorios para el aficionado. Pero tal y como testimonian muchos de los músicos que le trataron, Otto no fue el Preminger con mejor olfato musical, sino su hermano Ingo, representante de artistas (más tarde también productor) muy respetado en Hollywood, que siempre demostró poseer un buen oído y un agudo sexto sentido para identificar el talento. Sea como fuere, en sus películas la música tuvo casi siempre un papel especialmente importante, e incluso cuando se limitaba a cubrir las parcelas habituales de la narración Preminger rara vez quiso conformarse con banalidades; un repaso a una filmografía tan variada y llena de títulos inolvidables se convierte inevitablemente en una panorámica a la historia de la música de cine.
Como le ocurrió al propio director, la música en la filmografía de Preminger es un elemento que caminará laboriosamente hacia una mayor independencia y autonomía artística, hacia la consideración de elemento específico que sólo una persona y no cualquiera debe proporcionar. Si bien es verdad que Preminger siempre se benefició de cierta aureola de autor, incluso en sus primeras películas en Hollywood, lo cual le concedió una capacidad de decisión mayor o más directa que la mayoría de los directores contratados por las grandes productoras, en el aspecto musical apreciamos un antes y un después al éxito abrumador de la partitura de David Raksin para "Laura", anécdota célebre y mil veces contada que resulta especialmente indicativa del azar a menudo injusto al que estaban sometidos los artistas en la industria norteamericana. Decimos que "Laura" marca un antes y un después sobre todo en el hecho de que Preminger comienza a considerar al compositor una figura clave, un colaborador al que es mejor conocer y cuidar, en oposición a esa figura en ocasiones casi anónima e intercambiable en quien recaía la película en su fase de postproducción sin que el director pudiera (ni, a menudo, quisiera) participar. La inmediata reacción de Preminger a la comprobación de que el tozudo de Raksin tenía razón cuando se oponía a sus ideas musicales fue el nacimiento de una confianza cada vez mayor en la intuición e inteligencia no sólo del propio Raksin sino del compositor cinematográfico en general. En la espléndida "Fallen Angel", ya desde su frenético arranque, observamos a un Raksin infinitamente más libre e imaginativo que en su más célebre pero también más encorsetado precedente noir, salto cualitativo que se confirma con el cambio de registro y de género que suponen la romántica y tenebrosa "Daisy Kenyon" y el melodrama historicista "Forever Amber", antes de regresar al cine negro en la turbulenta y psicologista "Whirlpool", última de sus colaboraciones.
Al margen de puntuales repeticiones con músicos como Daniele Amfitheatroff, Cyril J. Mockridge o Dimitri Tiomkin, y del contacto constante con Alfred Newman como jefe del departamento musical de la Fox, que ejerció como compositor sólo en una única pero sabrosísima ocasión, "A Royal Scandal" (a reivindicar el magnífico tema de amor de inspiración rusa), a Otto Preminger le gustaba cambiar de músico casi tanto como de registro cinematográfico, en busca siempre de una voz musical propia para cada una de sus películas. Es así como encontramos a Alex North en la espléndida "The 13th Letter", a los citados Elmer Bernstein y Duke Ellington en "The Man with the Golden Arm" y "Anatomy of a Murder" respectivamente, a George Auric en "Bonjour, Tristesse", a Ernest Gold en "Exodus", a Jerry Fielding en "Advise and Consent", a Jerome Moross en "The Cardinal" o a Jerry Goldsmith en "In Harm´s Way", una lista en verdad impresionante, pocas veces igualada conscientemente por ningún director. Pero no hay que olvidar que muchos de estos nombres son legendarios hoy por hoy, no tanto en el momento en que colaboraron con Preminger, lo que denota un rasgo importantísimo (quizá atribuible, como decíamos, al olfato de su hermano Ingo) que es la confianza en los jóvenes talentos, categoría en la que hay que incluir a Raksin, North, Bernstein, Fielding o Goldsmith, tanto como a los no tan recordados (algunos, dicho sea de paso, justificadamente) Mischa Spoliansky, Paul Glass, Laurent Petitgirard. La deriva populista que fue tomando la filmografía de Preminger a partir de los 60 es perfectamente rastreable también en el apartado musical; la búsqueda, un tanto desesperada, de ese público joven que no frecuentaba el cine, llevó a Preminger a idear películas erráticas, cuando no absolutamente vergonzosas, cuyas bandas sonoras tendieron inevitablemente hacia el rock, el pop o el folk de cantautor. Un triste final, en absoluto a la altura de quien supo retratar muchas de las flaquezas al igual que las grandezas de ese ser llamado humano que es, al fin y al cabo, objeto y medida de todas las cosas en esto del cine.
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Como viene siendo habitual, la creencia de que el cine está viviendo unos años de vital transformación pulula por doquier y queda, al final, como inevitable moraleja de todo certamen que se precie. Por todas partes surgen síntomas de alarma mezclados con mensajes nostálgicos, párrafos de oficial optimismo sobre ecos de cantos de cisne. Por de pronto, el Festival de Locarno se enfrenta a la tarea de buscar un nuevo director artístico, algo no precisamente fácil. Pero si lanzamos una mirada más general, la incertidumbre, el ocaso, la sensación de que el suelo desaparece bajo los pies del cine es constante, ineludible.
"El público es ahora más impaciente" sentenciaba Carax, diagnosticando quizá una de las epidemias más graves del momento, de la que son víctimas tantos y tantos directores. Harry Belafonte se sorprendía de que tanta gente joven llenara la sala para ver la anquilosada pero no exenta de encanto "Carmen Jones", consciente quizá de que el cine ya no posee la fuerza social, reivindicativa, que llegó a tener en sus tiempos. También Alain Delon se lamentaba de que el cine actual "ya no sirve para hacer soñar". Ciertamente no. En el mejor de los casos habla de sueños, los explica, los explota, los aleja, nos despierta. En Locarno, una ciudad un tanto irreal, inundada de estampados de piel de leopardo, un festival pequeño superpoblado de secciones, donde sin embargo el público responde abarrotando las salas, incluso en las películas menos complacientes, uno tiene la sensación, como en casi todo festival hoy por hoy, de asistir a una ceremonia dual, por no decir bipolar, en la que por un lado se festeja la vitalidad del cine, la pertinencia de ese invento fascinante y tentacular, pero por otro se oficializa su funeral, se ritualiza su finiquito.
28-agosto-2012
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