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Sunset Úbeda (aka El Crepúsculo de los Dioses) Por David Serna |
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Han tenido que transcurrir siete ediciones del Festival Internacional de Música de Cine Ciudad de Úbeda para que uno de los compositores invitados (nada casualmente, de los menos afines al “espíritu de Úbeda”, por no decir completamente alejado) dejara las cosas en su sitio después de siete años capitaneados por el “frikismo” incondicional, el fenómeno fan y un acercamiento musical delimitado por las filias generacionales y la devoción por el sinfonismo de ciertos compositores y productos mediáticos. Fue el libanés Gabriel Yared, uno de los mejores y más dotados músicos que han pisado la ciudad jienense, quien vino a decir, en su ponencia del viernes 22 de julio, que pese a que esto de la música de cine está muy bien (no obstante, repitió algo que ya confesó en Soncinemad: no le gusta nada el cine, ni conoce lo que escriben sus colegas americanos), es mucho más estimulante y “verdadero” escuchar a Stravinsky, a Debussy, a Ravel… intentando insuflar a una audiencia hipnotizada por el celuloide la idea de que hay vida más allá de las imágenes, de que la música posee su propia belleza y no tiene por qué confinarse al arte audiovisual. El oscarizado compositor de “El paciente inglés”, además de no entender que no hubiese directores entre los invitados al festival, animó a los congresistas a que escucharan a estos autores, a que supieran abstraer la pureza de la música. Pero, una vez más, las preguntas de los asistentes delataron los gustos e intereses generales, más inclinados por lo “guapos” que han salido en pantalla actores como Kevin Costner gracias a la música de Yared o el sempiterno affair de “Troya”, que acaparó el 50% del tiempo de preguntas y al que se sumó, como no podía ser de otra manera, el episodio más reciente con “The Tourist” (ante un irritado Yared que se saltó el “protocolo” fumando y levantándose a sus anchas). Al público, que es aficionado y coleccionista, le interesa más saber si algún día tendrá en su estantería una edición oficial del “Troya” rechazado que todo aquello que se esconde detrás, toda la complejidad y el arte de un autor demasiado extraordinario y sutil quizás para ser comprendido por un sector que se preocupa más por el autógrafo que por la música que se halla debajo.
Durante siete ediciones, el Festival Internacional de Música de Cine Ciudad de Úbeda, celebrado este año entre el 18 y el 24 de julio, ha procurado contentar bajo un denominador común a todo un híbrido de aficionados a las bandas sonoras, tan variopintos y enormemente dispares entre sí que podrían generar diferentes subfestivales de música de cine sin que pareciesen de la “misma especie”. El reto ha sido considerable y las maniobras emprendidas, en cierto modo, han permitido una convivencia aparentemente pacífica y saludable de fanáticos del sinfonismo “made in USA”, cazadores insaciables de autógrafos o amantes (como Yared) de la música con pedigrí. Úbeda ha proporcionado todo eso y mucho más. Pero el público, después de tantos años invirtiendo energía, dinero y tiempo de su agenda vacacional, ha empezado a desengancharse del fármaco, a dejar de depender de esos vivificantes días de amigos y de vacaciones que, por agotamiento lógico y natural, ya no deparan la misma satisfacción que antaño (el número de congresistas ha pasado, de más de 300 en los mejores años, a casi la mitad). La organización, cuyo titánico esfuerzo nunca es suficientemente recompensado, puede variar la fórmula. Y así lo ha intentado en los dos últimos festivales, donde se ha detectado una voluntad evidente por reconducir el evento y no estancarlo, por revitalizar la propuesta y adaptarla a los singulares perfiles de los congresistas. Pero la audiencia ya ha caído en la sobredosis, en una inevitable desgana que pide “algo más”, que implora un motivo real y justificado para que, cada año, ese congresista que aprovecha la coyuntura para disfrutar de unos “días de amigos y de vacaciones” se ilusione con el proyecto, lo comparta, lo sienta como propio de una vez por todas. “Algo más” no es precisamente la posibilidad de asistir a seis conciertos de música de cine: más bien se trata de lo contrario, de concentrar los esfuerzos y la energía en menos eventos pero mucho mejor programados, más coherentes y más satisfactorios. Resultan, a priori, chocantes los motivos por los que una organización tan entregada y luchadora puede preferir fraguar seis conciertos (las malas lenguas apuntan que se debe a que en Fimucité, el Festival Internacional de Música de Cine de Tenerife, se programaban cinco…) mientras “la casa sigue por barrer”, mientras actividades de una logística mucho más elemental siguen ancladas en una pobreza organizativa considerable, aferradas a la filosofía amateur de un “espíritu de Úbeda” para el que la crisis económica no debiera ser excusa, sino un motor para el cambio, una causa para avivar el ingenio y no permitir que se acumule más polvo en la vivienda.
Las conferencias son el ejemplo más sintomático de que la casa, en verdad, nunca se ha “barrido” del todo. Después de siete denodados años, que las ponencias se sigan ofreciendo en emplazamientos inapropiados, mal iluminados y sin aire acondicionado en pleno julio (como son la capilla del Hospital de Santiago y el Teatro Ideal) es lo de menos: escuece mucho más que la organización pueda hacer frente a seis conciertos de música de cine y, al margen de acudir a diletantes amistades para introducir las conferencias, siga prescindiendo de algo tan indispensable como una traducción simultánea. Da igual quién sea el compositor que las imparte. Durante dos horas, prácticamente todo el tiempo se va a perder en una traducción mal ejecutada: si el invitado habla durante tres o cuatro minutos consecutivos, es comprensible (y frustrante) que el traductor no lo recuerde todo, omita información o se limite a resumir con sus propias palabras y no las pronunciadas. Además, los inevitables parones ralentizan el curso natural del speech y provocan, indirectamente, que la alocución del conferenciante sea menos ágil y decidida. Si el traductor, como sucedió en la ponencia del francés Bruno Coulais (presidente honorífico de esta edición), no es profesional y se pone repentinamente nervioso, forzando a que el introductor “traslade” de cualquier manera sus palabras, el resultado ya es sencillamente “de andar por casa”.
Junto a Coulais, Christopher Lennertz, Blake Neely, Bear McCreary, Gabriel Yared, Mark Isham, Philippe Sarde y Óscar Araujo acapararon las conferencias de esta séptima edición, todas ellas bien empapadas del “espíritu de Úbeda”. Hubo más compositores invitados, como Alberto Iglesias y Pascal Gaigne, pero ninguno de ellos participó en las charlas. Iglesias, en particular, no es alguien a quien guste hablar de su trabajo, y menos aún en público, pero qué duda cabe que una conferencia suya en este tramo de su trayectoria profesional (con sendas nominaciones al Oscar acumuladas) hubiese sido infinitamente más interesante que la de otros colegas invitados (sin que se pierda tiempo, además, con la traducción). Fue a ellos, a Iglesias y a Gaigne (repetidores en Úbeda y, por tanto, conocedores en teoría de los tejemanejes organizativos), a quienes más afectó la equivocada decisión de los seis conciertos, pues el que parecía prometer más que el propio concierto sinfónico del sábado (hasta la fecha, siempre el más importante y multitudinario), titulado “Europa, Europa”, acabó sufriendo las calamitosas consecuencias del exceso.
El concierto, con obras de seis compositores europeos (los presentes Gaigne, Yared, Iglesias, Coulais y Sarde, a los que se sumó un humilde tributo a John Barry), se celebró la noche del viernes 22 en la Plaza Vázquez de Molina con la Orquesta Filarmónica de Málaga bajo la dirección, un año más, del joven Arturo Díez Boscovich. El problema no estuvo en la orquesta (pese a sus fallos, de una solvencia notable), ni en Boscovich (cuya pasión y energía siempre beneficia a los músicos, aunque le falte técnica), sino en la propia naturaleza de un evento gratuito y al aire libre, donde el trasiego de gente, el bullicio procedente del bar cercano, los ruidos de los niños y los comentarios de los propios asistentes, con su refresco y su bocadillo, machacaron impunemente un evento que, ya mucho antes, se había suicidado él solo debido a la pésima amplificación. Aunque ninguna de esas circunstancias adversas hubiese tenido lugar, la música habría sonado igual de dispersa y difuminada en la inmensidad de la plaza. Y es que un concierto de timbres tan delicados y complejos (especialmente los fragmentos de Gaigne, Coulais e Iglesias) resulta insostenible fuera de un auditorio en condiciones.
Ese fue, además, otro de los grandes errores de un concierto que, por méritos propios, podría calificarse como el más incomprensible e incoherente de cuantos se han celebrado en Úbeda: las piezas seleccionadas. Las partes de Barry, Yared y Sarde se dejaron escuchar dado que los fragmentos programados requerían un mayor número de instrumentos y, por tanto, acarreaban un poderío sonoro superior. Pero las piezas de Gaigne, Iglesias y Coulais parecían contraprogramadas para “sabotear” el evento: ni la selección era apropiada, ni tampoco su ubicación en un conjunto a priori más “vistoso” y agradecido para un público al aire libre. Si a ello se añade la casi inexistente amplificación, es lógico que ni el propio Gaigne, como ha declarado en una red social, escuchara nada de su música sentado en la primera fila de espectadores (de hecho, cuando cierto compañero le preguntó qué le había parecido el concierto, respondió: “Concierto… ¿qué concierto?”). Por supuesto, hubo más compositores disgustados, incluso algunos cuya música sonó francamente bien en ese contexto, pero ni la razonable (aunque breve) parte de Sarde, con los potentes temas de “Quest for Fire”, “Pirates” o la bellísima “Tess”, consiguió arreglar el desaguisado, dejando la sensación (más bien contraria) de que la cosa debió empezar por ahí y haber seguido por ese camino.
Lo sangrante es que la jugada se repitió al día siguiente, en el concierto sinfónico del sábado 23 en el Hospital de Santiago, donde a la incoherencia del conjunto (con temas sin nada que ver entre sí, ni en estilo ni en calidad compositiva) se añadió la mala selección de piezas, con el “Coraline” de Coulais como buque insignia: la partitura sonó deslucida tanto en los insípidos fragmentos del viernes como en los algo más elaborados del sábado (coro y efectos acústicos incluidos), desperdiciando una ocasión de oro para disfrutar del verdadero Coulais (es comprensible que el músico francés esté cansado de que siempre se le vincule a “Los chicos del coro”, pero… ¿no hubiese sido una música más agradecida para escuchar en directo, disponiendo además del Coro Ziryab?). A ello se sumó el sinsentido de dedicar más tiempo a las triviales partituras de Christopher Lennertz que a la música de un compositor de peso como Mark Isham, que en lugar de abarcar una buena parte del concierto sinfónico quedó relegado a tres episódicas bandas sonoras: “Leones por corderos”, “The Miracle” y la hermosa “El río de la vida”, cuyo breve tema de dos minutos sonó a chiste en vez de al entusiasmo que debería haber despertado si una extensa suite, como habría sido lo lógico, hubiese cerrado esa primera parte del concierto (o mejor aún, su arrolladora y enérgica “Fly Away Home”). Lo mismo sucedió con Michael Kamen, cuyo esperado homenaje (con la presencia de su amigo y orquestador Blake Neely) se limitó a la ejecución de tres partituras, “Robin Hood, príncipe de los ladrones”, “Los inmortales” y la serie de televisión “Hermanos de sangre”, cuando lo esperable, disponiendo de una buena orquesta sinfónica y teniendo en cuenta la extraordinaria música de Kamen, hubiese sido toda una segunda mitad dedicada a repasar su portentosa trayectoria (“Jungla de cristal”, “Las aventuras del barón Munchausen” o su querida “Profesor Holland”, escuchadas en vivo, hubiesen quitado el hipo al personal). Con todo, las tres piezas escogidas hicieron vibrar merecidamente a los aficionados, pese a que Blake Neely no hubiese dispuesto de mucho tiempo para ensayar con la Orquesta Filarmónica de Málaga.
Menos conciertos y más sentido común debería ser la tónica: ¿no sería preferible reservar los ánimos y el valioso tiempo de ensayos para dos únicos conciertos (viernes y sábado), mejor programados, ensayados y ejecutados? Neely fue otro de los perjudicados cuando le tocó dirigir tres de sus series de televisión: la primera de ellas, “El mentalista”, tenía una parte grabada que no se sincronizó con la orquesta, y tuvo que ser interrumpida y reanudada desde el principio; al abordar el segundo tema, recordó a los músicos que llegaba el turno de “Everwood” con un “maybe” que parecía sugerir “quizás consigamos que suene bien…”; y cuando vino el momento de “The Pacific” (con un tema, curiosamente, no compuesto por él, sino por Hans Zimmer: “Honor”), Neely ya directamente decidió prescindir de las partituras, en un gesto que, lejos de parecer una bravuconada, resumía su impotencia acumulada tras comprobar cómo él mismo, sus colegas directores y todos los miembros de la orquesta tenían que luchar, a la postre, con el fuerte viento que, también en la jornada anterior, hacía volar las partituras impidiendo a los músicos tocar mientras intentaban recuperarlas y afectando, en consecuencia, a la calidad de la ejecución (como sucede con las aves que anidan en torno a la torre del Hospital de Santiago y que llevan a algún congresista a preguntarse todos los años si se trata de la partitura rechazada de Bernard Herrmann para “Los pájaros”).
El concierto del sábado se completó con “Castlevania: Lords of Shadow”, de Óscar Araujo, y una selección de piezas de Bear McCreary que, pese a elevar la espectacularidad del evento con temas más sinfónicos y aplaudidos por el público, evidenciaron el bajón cualitativo del supuesto “plato fuerte” (con permiso del concierto “Europa, Europa”) de esta séptima edición, un hecho que se constataba al escuchar la sofisticada y riquísima música de Kamen y, acto seguido, bajar del cielo para regresar a la monotonía del mundo real. McCreary, de hecho, ya tuvo su propio concierto el jueves 21, bajo el título “The Bear McCreary Chronicles: A Chamber Concert”, aunque tampoco se entiende demasiado bien que una música como la suya (aparatosa, enérgica y orientada a lo sinfónico) copara la programación de un concierto de cámara (donde, despojada de su pléyade de orquestadores, revela toda la banalidad de su escritura). Sin duda, el evento hubiese sido más adecuado para los timbres minimales y sutiles de un Alberto Iglesias o un Pascal Gaigne, pero por alguna extraña razón la organización decidió convertir a McCreary en el músico-estrella de esta edición, reportándole un concierto exclusivo que despertó más indiferencia que entusiasmo, en la línea del ofrecido el pasado año con la serie de televisión “True Blood”. Fue su música, de hecho, la que abarcó los bises del concierto del sábado (donde sus temas para “Human Target” y “The Cave” marcaron agradablemente la diferencia), exceptuando algo que parece ya imprescindible (e incomprensible) en todo festival de Úbeda: el recuerdo a Poledouris mediante alguno de sus “Conan”. En esta ocasión, se trató del tema principal de “Conan, el destructor” (recién regrabada por Tadlow en dos discos), pero por bien que sonara no deja de resultar delirante su inclusión en mitad de dos piezas de McCreary, cuando lo deseable (por la calidad de su música y por tratarse del año de su homenaje) hubiese sido lo que parecía obvio y no sucedió: algún bis de Michael Kamen que cerrase con dignidad una velada francamente olvidable (o, en todo caso, algún bis de Mark Isham o incluso Philippe Sarde, autores que deberían haber acaparado mayor atención y espacio en la programación de los seis conciertos del festival).
Por suerte, ese broche de oro sí tuvo lugar en el recital inmediatamente anterior al concierto de McCreary, y no porque finalizara con música de Kamen (del que sí se incluyeron tres canciones entre piezas de Christopher Lennertz, Philip White, Blake Neely y Marc Timón, ganador del premio Jerry Goldsmith 2010). El “momentazo” vino de la mano de dos gigantes del jazz, Mark Isham (trompeta) y Carles Cases (piano), que secundados por Miguel Ángel Cordero (contrabajo) y Lluís Ribalta (batería) conformaron un elenco musical de verdadero lujo, un cuarteto de talentos del virtuosismo y la improvisación como pocas veces se ha visto en Úbeda, quizá sólo con el permiso de otro monstruo, el polifacético Dave Grusin (quien, en una reciente visita a Valencia, confesó que le habían comentado que este año no se celebraba el festival…). Antes de que Isham asomara con su trompeta, Cases, Cordero y Ribalta (Carles Cases Trío) interpretaron cuatro piezas jazzísticas que dieron un giro cualitativo brutal en la programación de ese ecléctico recital, un bendito derroche de música “de verdad” al que, poco después, se sumó Isham en otros cuatro vibrantes temas, dos de ellos pertenecientes a sus películas “Los modernos” y “Afterglow”. En el primero de ellos, se notaba que Isham establecía una primera toma de contacto, que tanteaba el terreno con cautela pero sin dejar de exhibir su intachable pericia. Viendo que el Carles Cases Trío se “soltaba la melena”, como gusta a los buenos músicos de jazz, el neoyorquino se contagió rápidamente de su versatilidad y estableció una formidable complicidad, dejando caer un “wow!” tras una espectacular improvisación de Cases que derivó, desde ese momento, en una auténtica fiesta para los sentidos, en uno de esos instantes musicales que justifican todo un festival, por más que la diversión terminara, sin bises y casi abruptamente, cuando un problema técnico que había retrasado el comienzo del recital dejó a estos cuatro genios (y a un público que incluso había logrado olvidar lo incómodo de sus asientos) sin lo que hubiesen sido los “bonus tracks” más excitantes y memorables en las siete ediciones del festival. El error (otro más) fue programar el evento a las 20:00 h. y no en el horario de McCreary (23:00 h.), cuyo concierto de cámara tampoco contó con el respaldo de público esperado. En todo caso, puestos a pedir, el desacierto más flagrante fue no ceder todo el recital a ellos cuatro, cuyos 15 minutos en el escenario del Hospital de Santiago (como toda la segunda mitad del concierto de Dave Grusin en 2010) valieron casi más que toda la música escuchada en los siete años de Úbeda.
Resulta cuanto menos irónico que el mejor momento de un festival de música de cine no fuese de “música de cine”, igual que sorprende (por lo disparatado) que un festival difusor del arte de la banda sonora no programara (en sus… ¡seis conciertos de música cinematográfica!) ni una sola pieza de Bernard Herrmann en el centenario de su nacimiento (dicho de otro modo, quien se haga ilusiones el próximo año con el centenario de David Raksin, ya puede ahorrarse el berrinche). Los hilos que hay que mover para sacar adelante todos los años un evento de estas dimensiones son inimaginables, y el hecho de que siga siendo una realidad tangible y viva debería ser un motivo de satisfacción para los verdaderos aficionados a la música de cine. Pero cuando los desatinos son tan numerosos y, año tras año, se sigue tropezando con las mismas piedras casi por inercia y de un modo extrañamente asumido (¿será que el “espíritu de Úbeda” impide ver más allá?), el impulso de constatarlo en unas cuantas líneas se convierte en una necesidad vital, en un mensaje portavoz de muchos fieles que opinan que ha llegado el punto de inflexión definitivo, el momento de “escuchar, hacer y explicar” (a lo Rubalcaba) antes de que la crisis (económica, de ideas, incluso de identidad) impida sacar adelante y en condiciones ese próximo festival por el que la organización va a seguir luchando “con muchos cojones”, como apuntó su director, David Doncel, en la cena de despedida del domingo; un festival, además, que por cambios de intereses políticos en Úbeda (la entrega a Philippe Sarde de la distinción Francisco de los Cobos al Mérito de las Artes no la realizó el alcalde, como en otras ocasiones, sino una concejala) y por la necesidad apremiante de abaratar costes, podría “mudarse” a Valencia o Málaga, en cuyo caso se ahorraría el carísimo alojamiento de los músicos de la Orquesta Filarmónica de la ciudad.
Porque el objetivo no es que tanto sacrificio y trabajo acumulado durante 365 días acabe desgastando a todos (lo que ha provocado que miembros de la organización y allegados como Robert Townson, productor de Varèse Sarabande, hayan caído en el camino): el deseo unánime de congresistas y organizadores va a ser siempre el tener el mejor festival de música de cine posible. Alabar los logros es pertinente y de justicia: a los temas sinfónicos de Kamen y al momento Isham-Carles Cases Trío, debería sumarse la labor de los premios Jerry Goldsmith y la original idea de programar un concierto de música de cine exclusivamente coral, por más que al evento en sí (producido por Mikael Carlsson y celebrado en la Iglesia de Santo Domingo a modo de clausura) le faltara el fuelle necesario, tanto por su atípica naturaleza como por las comprensibles carencias de un coro (el Ziryab) no profesional. Pero sacar el reclinatorio y esbozar una sonrisa por defecto suele ser contraproducente y nada constructivo: para tener el mejor festival de música de cine hay que detectar los errores y transformarlos en aciertos. Y lo que hay que hacer (aun no teniendo el presupuesto y los recursos soñados) es “poco” en comparación con la posibilidad de regalar verdadera felicidad, de saborear una afición con entusiasmo y compartirla con motivación: sólo hay que barrer la casa para dejarla bonita, aseada y dispuesta a alojar a unos inquilinos ávidos de buena música de cine. O lo que debería ser lo mismo: buena música en general (a lo Yared).
Si Úbeda ha podido embarcar en su excéntrica aventura a Bruce Broughton, a Basil Poledouris, a John Scott o a Philippe Sarde, naturalmente que puede hacerlo. Ellos y sus huéspedes se lo merecen.
10-agosto-2011
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