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Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (y III) Por Miguel Ángel Ordóñez |
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5. Tres Generaciones, Cinco Décadas Aunque la influencia de Takemitsu en la estética del nuevo cine que recorre el país en los años 60 resulta incuestionable, su música se encuentra ligada a visiones muy heterogéneas del “hecho diferencial japonés” a lo largo y ancho de cinco décadas. Su obra junto a directores iniciados en el mudo (Naruse), forjados en un cine humanista como respuesta a la dolorosa derrota en la Segunda Guerra Mundial (Kurosawa, Kobayashi, Ichikawa), o con una actitud moderna frente a una sociedad anclada aún entre la moralidad feudal, xenófoba y antidemocrática, y los nuevos usos occidentales (Teshigahara, Oshima, Imamura), habla por si sola, mostrando el reconocimiento profesional del que ha gozado en la industria cinematográfica del país.
La eclosión de la “Nuberu Bagu” en el seno de los estudios Sochiku-Ofuna a finales de los 50 tiene un nombre propio, el del realizador Nagisa Oshima con quien Takemitsu trabaja en cuatro ocasiones en la década de los 70, una vez el cineasta abandona los postulados iniciales de esta nueva corriente y funda su propia productora independiente, la Sozosha. Nacido en Kyoto en 1932, Oshima tiene un largo historial como líder estudiantil e ideólogo de izquierdas. Su interés por la política queda ya patente en sus primeras películas con Sochiku, en la que entra como ayudante de realización en 1954. Tras un inicio arrollador donde sus máximas preocupaciones pasan por retratar la juventud y las desigualdades sociales de la época, pronto se decanta por una estética radical y postmoderna tendiendo su cine hacia un neorrealismo de corte pseudo-documental (“Noche y Niebla en Japón”) o, directamente, al discurso subversivo, fruto de una necesidad, no siempre entendible, de causar sorpresa en la audiencia.
El inicio de la carrera de Oshima no puede ser más prometedor. “Ai to Kibo no Machi” (Street of Love and Hope, 1959) escandaliza a la propia Sochiku hasta el punto de negarse a utilizar el título original propuesto por el director: “El Muchacho que Vendía Palomas”, mucho más acorde con una trama donde poco intervienen el amor y la esperanza. La productora no comparte el pesimismo de Oshima quien critica a través de su película el individualismo y la falta de humanidad en la sociedad japonesa de posguerra. La división de clases condiciona la propia felicidad, de forma que los sentimentalismos pasan a un segundo plano y la rigidez social, el tradicionalismo, derrota a los nuevos tiempos, reflejo de la contradicción de un país que pese a su boom económico es incapaz de despegarse del pasado.
El éxito en los círculos críticos lleva a Sochiku a cambiar de parecer y ofrecer a Oshima un nuevo filme seis meses más tarde. La historia se repite en “Seishun Zankoku Monogatari” (Cruel Story of Youth, 1960), una de sus mejores películas, donde la juventud se siente acorralada por una sociedad opresiva y caduca. Los jóvenes enarbolan su rebeldía, apoyan las manifestaciones contra el AMPO, extorsionan a adultos, frecuentan los bajos fondos y se comportan de manera infiel y egoísta. Ante este panorama la única salida es la muerte. La partitura de Riichiro Manabe destaca por expresar perturbación e inconformismo (ejemplar el uso del theremin en la fantástica escena de los troncos flotantes). Sin embargo, Oshima abraza el extremismo en “Nihon no Yoru to Kiri” (Night and Fog in Japan, 1960), película que Sochiku secuestra a los días de su estreno, lo que provoca su abandono del Estudio. La cinta critica la desunión de la izquierda e incita a la rebelión y a la huelga. Es muy simbólica y en ella la cámara se mueve a lo largo de los decorados, lo que supone la eliminación de los contraplanos. A través de esta estética abrupta y personal, el filme escudriña lo real y evade el montaje, lo que redunda en su falta de ritmo. El cine de Oshima, a partir de aquí, gana en personalidad pero pierde en interés, básicamente porque el director es incapaz de desligar adecuadamente imagen y discurso. Su cine se vuelve torpe y su visión de la realidad demasiado teatral y filosófica. En una palabra, Oshima descubre el poder del cine, pero se olvida de las historias.
Primera de las colaboraciones con Takemitsu, Tokyo Senso Sengo Hiwa (The Man Who Left His Film on Film / He Died after the War, 1970) es un críptico intento de exponer la desunión de los cineastas japoneses, anclados como la sociedad de su tiempo entre el feudalismo y el modernismo. Un estudiante marxista y cinéfilo presencia el suicidio de un compañero con el que ha acudido a rodar metraje de una manifestación. Cuando recupera la cámara de manos de la policía, descubre atónito que su contenido dista mucho de cualquier soflama política. Se trata de una simple e inconexa muestra de paisaje urbano. Oshima se limita a soltar sus pretenciosas frases olvidando al espectador, en una cinta donde todo resulta gratuito, aburrido y dogmático. Si lo que pretende es mostrarse provocador, como respuesta recibe el bostezo. Tampoco puede decirse que Takemitsu contribuya a revelar las piezas ocultas de este inconexo puzzle. Cuando no acude a la “tape music” para expresar un sentimiento de alienación subyacente al conjunto de trasgresiones ideadas por su director, se limita a retratar la rebeldía de unos jóvenes contradictorios a través de un marco musical populista anclado en instrumentos como la guitarra y el bajo eléctrico, el piano eléctrico o las percusiones, como cuando subraya la masturbación de una joven sobre cuyo cuerpo desnudo se proyecta una cinta de super 8, demostrando Oshima estar más preocupado por la búsqueda de efectos visuales espectaculares que por la propia convicción de lo representado (¿qué sentido tienen si no las disparatadas discusiones acerca del orgasmo en “Diary of a Shinjuku Thief”, o la gruesa ironía de un crimen dentro de un crimen dentro de otro crimen que se presenta en la bastante más lograda “Death by Hanging”?).
Nada cambia con Natsu no Imoto (Dear Summer Sister, 1972). Mientras Takemitsu añade una guitarra de 12 cuerdas a su seco y distante comentario musical, otorgando una resonancia contemporánea a esta alegoría sobre las relaciones de Japón con su provincia más sureña, Okinawa, Oshima enarbola orgulloso la bandera de la singularidad y a tenor de los resultados, la cinta resulta un claro precedente de la mejor contada “Celine et Julie vont en Bateau” de Rivette, con la que apenas puede competir debido a un elenco de actores poco atractivo. Oshima proclama que la película es muy clara y franca, pero añade todo un catálogo de situaciones impredecibles, insinuaciones de incesto, un argumento de asesinato y el comentario contra los crímenes de guerra de Japón y el abuso de Okinawa, adquiriendo el relato un tono turbador y absurdo. El efecto es a veces seductor, a veces incomprensible.
Muestra de su paulatino desmarque de la realidad y de la asunción de postulados más cercanos a la representación teatral, Gishiki (The Ceremony, 1971) es el perfecto ejemplo del abismo que separa una buena película, comprometida con la dura situación de posguerra atravesada por el país, y un hueco ejercicio de estilo sobre las tormentosas relaciones en el seno de una noble familia que se ve abocada a la destrucción. Lejos de sagas familiares como las de “El Padrino” donde se potencia su tratamiento épico, Oshima traza claustrofóbicos espacios cerrados en los que se palpa la frustración y la mala conciencia del Japón contemporáneo. A través de un subrayado camerístico Takemitsu apela tanto a los interiores escénicos como a los fracasos personales. Se sirve de una formación de cuerdas para resumir el sentimiento de culpa de Masuo (Kenzo Kawarazaki) en su difícil relación con el cruel patriarca Kazuomi (Kei Sato). En “La Ceremonia” se acumulan algunos de los ingredientes que han perfilado el cine de Oshima con anterioridad y que son hábilmente realzados por Takemitsu. Como en “Noche y Niebla en Japón”, no sólo los flashbacks condicionan el entendimiento del presente sino que los rituales tradicionales ponen al descubierto vacías ceremonias que enmascaran odios y vidas gastadas. El camino que emprende Masuo hacia la libertad es bloqueado continuamente por obligaciones psíquicas, hasta el punto que su regresión emocional a la infancia, representación única y fugaz de su felicidad, revela su ineficacia en el mundo real. La música adquiere un poder evocador excepcional y demuestra que el cine discursivo de Oshima es capaz de traducir una mayor profundidad. De nuevo, el director opta por retratar, a través de esta macabra fábula, el enfrentamiento generacional que divide el Japón de la época: la sociedad patriarcal y autoritaria blande su poder sobre unos nuevos ciudadanos incapaces de oponer cualquier creencia o ideal al viejo orden establecido.
Taskemitsu y Oshima logran su mejor conexión con Ai no Borei (Empire of Passion, 1978). De nuevo con la financiación del productor francés Anatole Dauman, tras el éxito de la pornográfica “El Impero de los Sentidos”, la película dista mucho de la explícita sexualidad de su precedente, tratándose en realidad de un relato sombrío acerca de la culpa y el remordimiento. Lejos de sus ejercicios fílmicos discursivos y aburridos, Oshima firma una de sus películas más entretenidas. La cinta narra la relación extramatrimonial de la madura Seki (Kazuko Yoshiyuki) y el joven Toyoji (como en “El Imperio de los Sentidos”, Tatsuya Fuji). Su irrefrenable pasión les conduce a planear el asesinato de Gisaburo (Takahiro Tamura), el marido de Seki, un amable tirador de carreta que vive ajeno al engaño. Conseguido el propósito, la pareja sufrirá las frecuentes visitas de su fantasma, quien lejos de juzgarles por el crimen, les atormentará con su silencio. Takemitsu construye un score extraordinario que se ve poseído por la estética sombría de los kaidan. La música deja a un lado cualquier expresión romántica para incidir en un universo mágico y aterrador capaz de producir un intenso desasosiego. A través del empleo de notas tenidas y asfixiantes, Takemitsu ofrece un trasfondo claustrofóbico al relato valiéndose de maderas y de percusiones exóticas. Junto a recurrentes marimbas, vibráfonos o timbales, el compositor despliega todo un arsenal de extraños instrumentos percusivos como el analapos (productor de un sobrecogedor eco), el angklung (de origen indonesio y construido en bambú) o el mokusho (bloque de madera típico de Japón), a través de los cuales el espectador se ve trasportado al mundo de los muertos. De este modo, la música asociada a Gisaburo condiciona toda la película y subraya la imposibilidad de la relación entre los amantes (la escena en la que el fantasma del marido trasporta a Seki en su carreta entre la niebla se encuentra entre lo más impactante creado por Takemitsu para el cine).
Si Oshima se interesa activamente por la política, Yoshishige Yoshida, otro alumno aventajado de la “Nuberu Bagu”, la deja en un segundo plano y explora los problemas de la juventud y los estereotipos sociales. En su primera película, “Rokudenashi” (Inútil, 1960), los adolescentes carecen de metas y se pasan la mayor parte del tiempo ejerciendo de delincuentes. En sus momentos de ocio aprovechan para leer a Rimbaud, algo que sólo se justifica por el interés de Yoshida en la literatura. La crítica social se hace mucho más presente en la interesante “Amargo Final para una Dulce Noche” (1961). Dos jóvenes, Jiro y Soko, representan polos opuestos dentro de un mismo status en la pirámide de clases. Jiro es ambicioso y rinde culto al dinero. Está a punto de dar el gran pelotazo y casarse con una viuda adinerada. Soko, al contrario, es una chica rebelde que se niega a convertirse en la amante de un rico e influyente viudo porque sus principios están por encima de sus necesidades. Para Yoshida, ambas formas de desenvolverse en la vida están condenadas al fracaso. Ninguno puede desligarse de su posición social. Los roles ya están repartidos y nada puede hacerse al respecto.
Sus siguientes películas se adentran en un cine de corte humanista que en realidad supone una dura respuesta a las realizaciones de Kurosawa y Kinoshita una década antes. En “Akitsu Spring” (1962), su primera película en color, la posguerra se observa con un profundo pesimismo. A través de una historia de amor imposible que trascurre a lo largo de 17 años, Yoshida aprovecha para criticar la guerra (“Estuvimos sumergidos en el río un día entero para quitarnos el calor de las bombas”, dice uno de los personajes) y la falta de esperanza en la nueva sociedad japonesa (“La vida no es más que una farsa representada por idiotas”). En “Arashi o Yobu Juhachi-nin” (18 que Causan la Tormenta, 1963) presenta a unos jóvenes y conflictivos trabajadores explotados por una sociedad incapaz de organizarse, demostrando que el humanismo nada tiene que hacer contra la lucha de clases (como se encarga él mismo de afirmar en una entrevista a Cahiers cuatro años más tarde).
La música en las primeras películas de Yoshida pone de relieve su naturaleza ecléctica. Frente al jazz convencional aplicado por Chuji Kinoshita en “Rokudenashi”, Hikaru Hayashi (especialmente recordado por sus colaboraciones con Kaneto Shindo), responsable de las siguientes, opta por aplicar tres estilos muy diferentes a cintas que en realidad comparten demasiados puntos comunes. Frente al jazz noir, centrado en el uso del saxo, de “Bitter End of a Sweet Night”, Hayashi demuestra una extrema occidentalización en “Akitsu Spring”, donde se adentra en el melodrama americano y toma como referente a Skinner en una hermosa pero excesiva partitura, pero también deja patente su gusto por lo francés y lo experimental en “18 Roughs”.
Nihon Dasshutsu (Escape from Japan, 1964), primera de las dos colaboraciones de Takemitsu con Yoshida, supone una ruptura estilística total respecto de sus precedentes. La película se haya profundamente dividida entre dos conceptos musicales. En el primero, que corre a cargo de Masao Yagi y que transcurre a lo largo del primer tercio del filme, Yoshida presenta a cuatro jóvenes que tienen un plan para robar en unos baños turcos. La aparición de canciones populares y ritmos escapistas responde a los gustos de uno de ellos, Tatsuo, un hombre cuyo sueño es huir a América para convertirse en cantante de jazz. Tras matar a un policía en su huída y disparar a un compinche que intenta violar a Yasue, una prostituta que se convierte en su mejor aliada para intentar abandonar el país, la música de Takemitsu ofrece un giro de 180 grados a la trama. Abandonado el cine de género, Yoshida propone el inicio de un viaje a ninguna parte que pone de relieve el estado enajenado de sus protagonistas. Éstos acaban desengañados de un país (“Japón no me interesa”, dice Tatsuo) que se abre a Occidente con la inminente celebración de los Juegos Olímpicos. El compositor retrata un paisaje desolador con la introducción de música aleatoria anclada sobre un piano preparado y percusiones. El viaje iniciático que emprende Tatsuo, que le conduce a la locura, resulta demasiado para Sochiku. No contenta con meter tijera al último rollo, retira la película de los cines a la semana de su estreno. Yoshida interpreta que la compañía le está enseñando la puerta de salida y abandona el Estudio fundando su propia productora independiente, la Gendai Eiga Sha (Sociedad de Cine Contemporáneo).
La escalada hacia un exacerbado formalismo, hacia un manierismo sin control (los personajes se desplazan del encuadre y la iluminación realza los contrastes entre el blanco y el negro), dan como resultado dos de las cintas más celebradas de Yoshida, las enigmáticas “Eros + Massacre” y “Heroic Purgatory”. A partir de entonces, el director abandona paulatinamente su estilizada experimentación, lo que deja al desnudo la errática teatralidad de su confuso discurso. Así, en Arashi Ga Oka (Wuthering Heights, 1988), particular adaptación del clásico de Emily Brontë donde la niebla de los páramos británicos se traslada a la meseta japonesa, Yoshida relata con escasa convicción el amor imposible entre Onimaru, el hijo adoptivo del señor de la “Montaña Sagrada”, y Kinu, su hermanastra. Los excesos dramáticos conducen la trama hacia el melodrama de tintes sobrenaturales, lugar donde un Takemitsu muy inspirado parece moverse como pez en el agua. Su lectura de los acontecimientos se encuentra muy alejada del romanticismo al uso que ha identificado los numerosos acercamientos cinematográficos a este clásico de la novela universal, al contrario, ya que decide adentrarse en el drama desde el prisma del terror. Su música simula el rumor del viento, presagiando el terrible destino que aguarda a una familia condenada a destruirse como consecuencia de sus absurdos convencionalismos. Ejerciendo de contrapeso, el personaje de Kinu se ve asociado a delicados solos de flauta. De este modo tan crudo, con una sorprendente austeridad, enfatiza la belleza de la mujer que condena la existencia de Onimaru.
La aparición de estos cineastas en Sochiku no hubiera sido posible sin el trabajo previo de realizadores como Susumu Hani o Ko Nakahira, que mediados los 50 propugnan el retrato de unos jóvenes que han dejado atrás el sentimiento de culpa que arrastra Japón tras la contienda bélica perdida. Nacido en Tokio en 1928, Hani es el hijo de un famoso historiador liberal. Tras ejercer de periodista en Kyoto, entra en los Estudios Iwanami en 1950 convirtiéndose pronto en un reputado documentalista comprometido con los problemas sociales, como demuestra en cortos como “Niños en Clase” y “Niños que Dibujan”. En 1960, rueda su primera película dramática Furyo Shonen (Bad Boys, 1961) donde improvisa escenas con jóvenes delincuentes y mezcla documental y ficción. Sus temas preferidos son los hogares rotos, los problemas derivados de la alienación de la sociedad moderna, los efectos traumáticos de la adolescencia, la opresión de un sistema de valores feudales y la dificultad de huir a una estructura social alternativa. No resulta extraño que Takemitsu se aproxime al universo temático de Hani con un plus evocador y nostálgico como pone de relevancia en “Chicos Malos”. Con un aire mediterráneo en su instrumentación (guitarras, marimbas, arpa y celesta conforman su núcleo principal), huye de la experimentación en aras a crear una necesaria empatía entre el público y esta legión de desfavorecidos.
Otro de los temas favoritos de Hani es la posición de la mujer en la moderna sociedad japonesa. En Mitasareta Seikatsu (A Full Life, 1962), una joven esposa abandona a su viejo marido para unirse a las revueltas estudiantiles de los 60. El paso del tiempo demuestra el error de algunos de sus planteamientos y regresa junto a su esposo convertida en una nueva mujer. En Kanojo to Kare (She and He, 1963), la esposa siente que su vida está vacía y aprende a valorarla pasando largos momentos con un trapero, su perro y un huérfano ciego. Como en su anterior filme, al final del camino retorna a la sociedad patriarcal que representa su marido con una visión y una dignidad nuevas. Mientras en “Una Vida Plena”, el subrayado de Takemitsu, empleando la escala tonal, es hasta cierto punto convencional, como la vida de esa esposa ávida de nuevas experiencias, en “Ella y Él” ofrece algunos pasajes disonantes e incorpora a la composición un aroma más europeo, a través del uso del acordeón y de una canción interpretada por Yoko Kishi, lo que no resulta extraño si tenemos en cuenta que Hani no hace sino imitar el complejo modelo de los dramas de Antonioni.
La necesidad de encontrarse a uno mismo se traslada al hombre en Buwana Toshi no Uta (Bwana Toshi, 1965), donde un carpintero japonés se pierde en el África Negra. Con un fuerte tono documental y sin guión aparente, Hani experimenta con lo que significa estar lejos de Japón, de la tradición que ha formado a sus habitantes. Takemitsu se adentra de lleno en los ritmos africanos explotando la naturaleza realista de las imágenes. Con la ayuda de xilófono, piano, flauta, percusión africana y cantos tradicionales construye una partitura que se comporta como un personaje más en esta comedia vitalista y encantadora.
Oshima hace hincapié en la existencia de un cine alternativo que sitúa con Kurutta Kajitsu (Crazed Fruit, 1956), al afirmar que éste nace con “el roto de una falda de mujer y el zumbido de una lancha motora, momentos en los que la gente sensible oyó el heraldo de una nueva generación del cine japonés”, en referencia a la película de Nakahira, cinta que representa, si dejamos atrás un par de películas que no han sobrevivido, el inicio de la carrera cinematográfica de Takemitsu. “Crazed Fruit” es un filme espléndido que presenta a una juventud de clase alta preocupada por temas tan triviales, desde el punto de vista japonés, como la diversión y las chicas. Una nueva generación que viste camisas hawaianas, que pasa el rato practicando esquí acuático y que flirtea con mujeres casadas. Dos hermanos luchan por los favores de la joven y hermosa esposa de un americano que siempre se encuentra de viaje. Nakahira bebe directamente de fuentes como “Un Lugar en el Sol” y “Al Este del Edén” en un intento de dar una dimensión internacional a los problemas de los adolescentes en el Japón de los 50. Takemitsu fusiona un jazz tórrido, que relaciona con el despertar sexual de los hermanos y que parece directamente extraído del New Orleans de “Un Tranvía llamado Deseo”, con los sonidos del ukelele y de la guitarra, instrumentos que representan la despreocupación y la prosperidad de una juventud nacida al amparo del nuevo boom económico del país.
Otro de los grandes nombres surgidos a partir de este renovado “cine japonés” es el del realizador Shohei Imamura, quien tras unos inicios algo convencionales, expresa una preocupación por las reformas sociales con más intensidad que ninguno de sus predecesores. Ayudante de Ozu y uno de los emblemas del Estudio Nikkatsu (famoso en los 60 por su porno ligero), es gracias a su quinta película “Cerdos y Navíos” cuando Imamura demuestra ser un verdadero cineasta y no un simple polemista. Ambientada en el puerto de Yokosuka, la película explora la relación de los japoneses con las fuerzas de ocupación. En ese ambiente proliferan las pandillas de delincuentes que quieren asumir el poder en la zona. Un joven pretende escapar de la pobreza a través del crimen. Su novia asiste, incrédula, a la paulatina pérdida de sus valores japoneses y a la perversión que supone la mentalidad occidental. La tendencia feminista de su cine se hace más evidente en sus dos mejores proyectos con Nikkatsu: “Insect Woman” e “Intentions of Murder”. Ambas reflejan el papel de la mujer en la sociedad marital, su creciente emancipación, y manifiestan el interés del cineasta en el mundo del sexo y la inmoralidad. La primera, cuenta la historia de Tomé a lo largo de 50 años. Una mujer capaz de subsistir a cualquier precio en una sociedad clasista que la rechaza con la misma contundencia con la que a un insecto le cuesta escalar un profundo desnivel en el prólogo inicial de la cinta. La película demuestra el interés de Imamura en equiparar a los seres humanos con los animales, inquietud antropológica que alcanzará su cenit en “La Balada de Narayama” a través de una numerosa comparativa de cópulas sexuales entre humanos y entre bestias. La segunda, describe la penosa atracción que una mujer siente por su violador. El sexo es tratado como un referente del sufrimiento pero también como una puerta para redescubrir el placer y el deseo.
La ironía y el sarcasmo que imprime Imamura a éstas sus primeras películas, alcanzan un aliado perfecto en la música. Compuestas todas ellas por Toshiro Mayuzumi, en “Pigs and Battleships” los elementos satíricos consisten en la introducción de arquetipos marcadamente americanos (el propio himno o el inicio de la marcha de la Fox distorsionados) dentro de un conjunto sonoro donde el jazz parece provenir del caluroso subsuelo de los suburbios, algo que Mayuzumi ya había explorado con éxito en “Endless Desire”. Mordaz, pero también experimental y atrevido, no resulta extraño que el autor de la “Nirvana Symphony” utilice un instrumento como el arpa de boca (birimbao) para subrayar la escena de la violación en “Intentions of Murder”. Sin embargo, una vez abandona Nikkatsu, Imamura se vuelve más trascendental, algo que no influye en los resultados de títulos tan logrados como “El Profundo Deseo de los Dioses”, “La Venganza es Mía” o “La Balada de Narayama”, pero sí en la aplicación de la música, aquí ya en manos de Shinichiro Ikebe, que resulta menos expresiva y determinante, aunque podemos exceptuar “Eijanaika” donde ésta vuelve a alcanzar una dimensión paródica.
Justo lo contrario puede decirse de la única colaboración de Takemitsu con el cineasta de Tokio. Kuroi Ame (Black Rain, 1988) es una dolorosa y amarga obra maestra donde la emoción se expone en primer plano. Sin emplear un hilo argumental definido, Imamura no se muestra especialmente interesado en narrar una historia sino en ser lo más fiel posible al horror. Su trama principal se desarrolla en 1950. Han pasado casi cinco años desde que el Enola Gay lanzara la bomba sobre Hiroshima. Un grupo de supervivientes sobre cuya voz fija la cámara Imamura, trata de reconstruir sus vidas marcadas por una cercana fecha de caducidad. Yasuko, una joven vitalista incapaz de encontrar marido, exhibe orgullosa una carta de sanidad que la exime de cualquier problema con la radiación. Es la demostración palpable de cómo Japón ha dado la espalda, avergonzada, a las victimas inocentes de su ánimo expansionista. Narrada desde una profunda amargura, la música en “Lluvia Negra” aflora a través de calculados y emocionantes flashbacks que subrayan las terroríficas consecuencias del ataque a Hiroshima. Ésta sirve de nexo de unión con el pasado y con los muertos, un vínculo con la derrota que se esgrime a través de seis largos bloques. Sólo al final, Takemitsu expone el resto de cortes (seis más) para precipitar el horror hacia el presente. Yasuko, a la que entrega un bellísimo apunte motívico, ha desarrollado el temible cáncer y es conducida al hospital en un final abrupto y desolador (“Haría falta un arco iris de colores deslumbrantes para que Yasuko no muriera” comenta su padre en la despedida). Esta breve pero intensa obra musical que no supera los 25 minutos, se erige en la última gran partitura cinematográfica de Takemitsu y su verdadero testamento fílmico, por mucho que le separen de la postrera “Saraku” siete largos años. A través de una formación de cuerdas (8, 6, 4, 4, 2), el compositor conecta la música a su magistral “Réquiem”, compuesto 40 años antes y dedicado a la muerte de su amigo Fumio Hayasaka.
A pesar de ser parte fundamental del nuevo cine que emerge al amparo del resurgir económico de Japón, Takemitsu también colabora con una generación de directores que da sus primeros pasos durante el cine realizado en la posguerra. Dominados por un talante humanista, símbolo de la culpabilidad de un pueblo incapaz de aceptar su derrota tras la Segunda Guerra Mundial, esta generación de realizadores se ha visto eclipsada por la figura de Akira Kurosawa, su máximo exponente y el director japonés más conocido fuera de su país. Hijo de un oficial del ejército, Kurosawa (1910) es el pequeño de siete hermanos, uno de los cuales, tras su suicido, deja una profunda huella en el cineasta. Estudia Bellas Artes en Tokio, mostrando especial predilección por la pintura y en 1936 ingresa en Toho donde comienza como ayudante de dirección de Yamamoto y escribe diversos guiones para otros directores.
Tras la realización de “Barbarroja” (1965), Kurosawa cierra un período sumamente fructífero en su filmografía. Sin embargo, las circunstancias del cine japonés no parecen propicias para la financiación de nuevas películas y el director se hace cargo de varios proyectos americanos que finalmente no ven la luz -“Custer of the West”, “Runaway Train”, que dirigirá Konchalovski años más tarde, y “Tora, Tora, Tora!” que abandona a la semana de comenzar el rodaje-. Para poder dirigir, Kurosawa se ve obligado a fundar su propia productora, asociándose con tres famosos directores con los que comparte no pocas inquietudes: Kinoshita, Ichikawa y Kobayashi. El resultado es Yonki No Kai (que se puede traducir como la Sociedad de los Cuatro Mosqueteros). La única película que producen, Dodes´kaDen (Dodeskaden, 1970).
Como en “Barbarroja” y “Los Bajos Fondos”, “Dodeskaden” retoma el interés de Kurosawa por la pobreza, su simpatía por unos seres que subsisten entre la basura, sin expectativas ni medios, marginados que viven una épica de la miseria y que se entregan a sus penas y sueños. Basada en una novela corta de Shugoro Yamamoto (como “Barbarroja”), “Dodeskaden” es la primera película en color de su director y también la primera en la que realiza un retrato de la miseria desde una perspectiva contemporánea. La trastienda de un país que vive un desaforado crecimiento económico pero en el que aumenta, de manera proporcional, la distancia entre los componentes de su pirámide social. En esta película-río, Kurosawa entrelaza las vidas de personajes muy diferentes: un adolescente que conduce un tranvía ficticio, una joven explotada por su tío que se dedica a fabricar flores de papel y que es incapaz de comunicarse con su entorno, un par de parejas amigas donde los maridos están permanentemente alcoholizados, un vagabundo que vive con su hijo y fantasea con lujosas mansiones de diferentes estilos, un ejecutivo incapaz de articular palabra tras caer en la pobreza o un amable funcionario y su autoritaria mujer, conforman un amplio abanico de perdedores a través de los cuales Kurosawa no pretende hacer una crítica social. Se limita a contemplar la miseria, desde un punto de vista melancólico, para ofrecernos una visión pesimista y elocuente de una realidad que no esconde falsas esperanzas.
No puede decirse que la relación de Takemitsu con Kurosawa, en las dos películas en las que aunaron esfuerzos, haya sido un camino de rosas. La razón principal no es otra que la escasa libertad que otorga el director a sus compositores. Kurosawa afirma en una entrevista a la revista Positif en 1971: “Siempre estuve muy feliz con la música que me hacía Hayasaka. Cuando murió, en 1955, me quedé muy afectado. Después no encontré a otro compositor más que a Masaru Sato, su alumno. Para sus composiciones le doy instrucciones muy precisas. Me gusta funcionar de esta forma. Para el final de “Barbarroja” le pedí que escuchara la Novena de Beethoven y se inspirara en ella, para “Yojimbo” y “Sanjuro” le pedí que escribiera algo deliberadamente paródico. Para otras películas he encontrado temas musicales completamente al azar, escuchando la radio, por ejemplo”. De “Dodeskaden” o de Takemitsu ni una palabra, a pesar de tratarse de una entrevista con motivo del reciente estreno en Francia de la película.
La música en “Dodeskaden” es tan breve como efectiva. Tras la decisión del director de eliminar varios bloques musicales, Takemitsu opta por silenciar la miseria de todos los desfavorecidos. No le interesa puntualizar la realidad, provocar una corriente de empatía del espectador hacia los problemas de unos personajes que representan el Japón desesperanzado y derrotado, sino que su función es la de retratar sus ansiedades y utopías. De este modo, se hace eco de las ilusiones del adolescente que conduce un tranvía imaginario o del vagabundo que sueña con viviendas lujosas. La música se instala en la imaginación de unos seres que pretenden evadirse del infortunio y vivir ilusoriamente en el otro Japón, el del pujante boom económico. Una música optimista, vital, que pretende remover las entrañas de la audiencia y desligar, abruptamente y por contraste, la fantasía de la realidad (imitando esta misma estructura, Nicola Piovani se llevó el Oscar por “La Vida es Bella”). Desde ese punto de vista, Takemitsu se posiciona, tras la música, mucho más que lo hace Kurosawa, tras una bella pero fría imagen, con los miserables.
La incomprensión por parte de algunos sectores críticos y el fracaso de público en Japón hundió a Kurosawa en una depresión que le condujo a un intento de suicidio. El 22 de diciembre de 1971 el cineasta se corta las venas de muñeca y cuello en el baño de su casa. Una criada le descubre inconsciente. A las dos semanas, el director está restablecido y sin secuelas físicas. Como resultado del fiasco de “Dodeskaden”, Yonki No Kai desaparece y los productores japoneses vuelven, de nuevo, a darle la espalda al director. Sin embargo, los rusos primero (“Dersu Uzala”) y los americanos después (“Kagemusha”, Palma de Oro en Cannes), demuestran que Kurosawa tiene aún mucho que decir. Las dos películas son un éxito y el realizador proyecta un nuevo jidai-geki, Ran (Ran, 1985), junto con “El Trono de Sangre” y “Kagemusha”, el tríptico cinematográfico más valioso sobre el poder.
“Ran” es una versión más o menos libre de “El Rey Lear” de Shakespeare, como “Trono de Sangre” lo había sido de “Macbeth”. Las disputas territoriales de tres hijos tras el retiro del patriarca del clan (un Tatsuya Nakadai deliberadamente teatral, que basa su interpretación en el noh, del que Kurosawa era ferviente admirador) centran la trama de este crudo relato de tintes operísticos, lleno de venganzas, envidias, ambiciones y espléndidas batallas. Lo que el director busca es un retrato pesimista acerca del poder, la crueldad que requiere conquistarlo y la devastación que provoca mantenerlo. Como en “Dodeskaden”, “Ran” no es más que una amarga y desesperanzadora mirada sobre el presente.
La distancia estética entre Takemitsu y Kurosawa se recrudece en “Ran”. Según confiesa el compositor años después del estreno: “le dije a Kurosawa que sólo quería utilizar voces humanas estilizadas. Durante las batallas sólo quería gritos. Al principio Kurosawa creyó que era una buena idea, pero cuando comenzó a rodar se obsesionó con el sonido de la música de Mahler. Discutimos mucho sobre el tema pero al final no puedes hacer nada porque es una decisión que corresponde al director”. Con el amargo gusto de derrota, Takemitsu siempre ha expresado sus dudas respecto al planteamiento musical de, quizás y paradójicamente, su obra más reconocida. Dos escenas ejemplifican los opuestos intereses de músico y cineasta: siguiendo el consejo de Takemitsu, Kurosawa incluye únicamente el ruido tratado de unas cigarras cuando el señor Ichimonyi (Nakadai) es desterrado por dos de sus hijos y toma conciencia del error en las decisiones que ha tomado, en especial al abandonar a su suerte a su tercer hijo, Saburo. El recurso sonoro nos adentra, con un efecto terrible y sorprendente, en la psicología de un hombre derrotado y confuso. En el otro extremo y aceptando la propuesta de Kurosawa, Takemitsu construye un tema deliberadamente mahleriano para acompañar la quema del segundo castillo, la derrota del patriarca. Una música espléndida silencia los ruidos de la batalla, otorgando a la secuencia una mistificadora y épica belleza que contradice el realismo brutal con el que se acerca a la escena el realizador. Kurosawa, como en “Dodeskaden”, secunda la ética a la estética. Por otro lado, la introducción de timbales antes de las escenas de batalla, convencional presagio de un ambiente marcial y prebélico, suponen una imposición de Kurosawa en la que Takemitsu tampoco cree: “Nunca me han gustado la trompeta y los timbales. Los timbales son muy importantes en la música occidental, proporcionan una base para los demás sonidos pero mi música no tiene base, sólo cúspide”. A pesar de todos los condicionantes, la partitura es muy sólida y aporta una profundidad tal a los personajes que rara vez encontramos, a partir de unas señas de identidad puramente musicales, componentes de esta índole en otras cintas del director.
En “Vivir” y en otras de sus películas, Kurosawa mantiene viva la esperanza de que el hombre cree, en su edad madura, que la sociedad aún puede ser cambiada. Kon Ichikawa difiere claramente de Kurosawa en su moralidad. En “Enjo” (Conflagración), por ejemplo, la esperanza se destruye en la misma juventud. Nacido en 1915, Ichikawa vive, tras la temprana muerte de su padre, rodeado de mujeres. Su gran pasión por el dibujo y el impacto que le causa “Silly Symphony”, un cortometraje de Walt Disney, despiertan en él un definitivo interés por el mundo del cine, dedicándose primero a la animación en los J.O.Studios, para luego, tras la fuerte recesión que sufre la industria en la posguerra, integrarse con PCL (el Estudio de Naruse) y otras compañías en Toho, donde vuelca su interés en el cine de ficción.
Iniciado en la dirección con un filme de marionetas, a partir de 1948 rueda varias películas por año y conoce a la guionista (más tarde su esposa) Natto Wada con la que forma un espléndido binomio profesional. Fruto de la inspiración de ambos surgen títulos fundamentales en el cine japonés de los 50 como “El Arpa Birmana” (1956), la historia de un soldado pacifista que acaba por vestir los hábitos de un monje budista y encargarse de enterrar a los militares muertos que encuentra en su camino. Ambientada también en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, con “Nobi” (Fuego en la Llanura, 1959) Ichikawa abandona temas como la culpa y la expiación, para centrarse en la simple supervivencia. La película es durísima y se enfrenta a temas tan escabrosos como el canibalismo, aunque su protagonista (Eiji Funakoshi) parece deambular “fumado” durante todo el metraje. La paz espiritual, a diferencia de “El Arpa Birmana”, se representa aquí a través de la cruz de una iglesia cristiana y la única salida que le queda al soldado, ante tanto sufrimiento, es optar por la muerte como liberación.
Rodada a continuación de la kitsch pero deslumbrante “La Venganza del Actor”, Taiheiyo Hitori-Botchi (Alone on the Pacific, 1963) narra el viaje en solitario que a lo largo de tres meses y en una pequeña embarcación realiza Kenichi Horie a través del Océano Pacífico. El pasado y el presente se alternan en un espléndido guión de Wada. La película gana en profundidad a medida que Horie se vuelve consciente de las trabas que le pone el mar, del aburrimiento o de su inadecuada dieta, demostrando estar peor preparado de lo que pensaba al prever la soledad pero no el miedo. Una vez alcanzado su destino, San Francisco, observamos que el temor que le provoca la ciudad es mucho mayor que los peligros que ha sufrido durante la travesía. El score aparece acreditado, al alimón, por Takemitsu y Yasushi Akutagawa, quien también se encarga de la dirección de la orquesta. La influencia de Akutagawa en la confección del tema central es más que plausible y su utilización a lo largo de la cinta remite al sueño del protagonista por alcanzar las costas americanas. Un tema “made in Hollywood” que recuerda vagamente al dramatismo melancólico de “Fuego en la Llanura”, uno de los mejores trabajos del compositor de Tokio. Detrás de la atonalidad, que emerge en primer plano cuando el protagonista afronta las mayores dificultades de su viaje (convencer a su familia, superar la soledad o el aislamiento durante la travesía), se esconde con nitidez la figura de Takemitsu.
A mediados de los 60, Ichikawa experimenta, con gran éxito, en géneros más realistas como el documental. A la visualmente soberbia “Olimpiada de Tokio” (1964) seguirán el encargo de Toho para la realización de una película sobre la Liga Menor de béisbol, “Juventud” (1965), un documental de media hora para ser exhibido sobre nueve paneles en el pabellón japonés de la Expo de Osaka, y Kyo (Kyoto, 1968), un mediometraje sobre la antigua capital que la empresa Olivetti encarga al director. Para ésta última, Takemitsu efectúa un trabajo muy sensorial y atrevido de unos siete minutos de duración, donde explora timbres insólitos con una formación de maderas y cuerdas (4, 2, 2) sin emplear contrabajos. Base de la nobleza y los regentes de la nación hasta 1868, Takemitsu explora el noble pasado de la ciudad a través de la introducción de instrumentación propia del Kangen, género musical interpretado por los aristócratas para su propio entretenimiento en la corte y santuarios, o en sus residencias. En concreto, el kakko, pequeño tambor de doble cara que va apoyado sobre una base de madera, y el shoko, un gong de bronce suspendido de tres cuerdas dentro de una estructura circular con base de madera, son los instrumentos de los que se sirve para adentrarnos en una auténtica sesión de gagaku o música cortesana de Japón.
Iniciando su carrera en Sochiku como ayudante de dirección de Kozaburo Yoshimura, el artesano Noboru Nakamura, nacido dos años antes que Ichikawa, resulta ser un auténtico especialista del jun-bungaku (adaptaciones literarias para la gran pantalla). Con él, Takemitsu da sus primeros pasos en el cine y realiza siete películas de manera consecutiva entre 1956 y 1959. En ellas, priman más los signos de identidad del cine de Hollywood que la personalidad que imprime el compositor a sus obras una vez entrada la década de los 60. Como resultado de estos trabajos primerizos, encontramos un dramatismo enfático muy a la americana en las raksinianas Red and Green (1956) y Cloudburst (1957), una sutilidad parisina en Waiting for Spring (1959) y Joking (1959), o una sensual voluptuosidad en Dangerous Trip (1959), de la que se traduce la pasión de Takemitsu por el jazz.
Sin embargo, los mejores resultados de su colaboración con Nakamura (nada menos que en doce ocasiones trabajaron juntos) se dan en dos cintas pertenecientes a la década siguiente. En Koto (Twin Sisters of Kyoto, 1963), Takemitsu se vale de un score austero, experimental y muy insano, compuesto para cuerda, flauta, piano preparado, laúd y vibráfono, para adentrarse en un intenso drama donde la hija de un comerciante de tejidos descubre que tiene una hermana gemela, abandonada por sus padres debido a la existencia generalizada en el Japón rural de que los gemelos son un signo de mala suerte. Sin embargo, en Kinokawa (The Kii River, 1966), basada en una novela popular de Eirijo Ariyoshi, Takemitsu saca provecho de un diseño visual elegante para elaborar un tema principal romántico y exquisito, en una partitura no exenta de momentos puramente atonales que repasa la vida de una joven novia desde el día de su boda hasta su muerte 65 años más tarde.
Mikio Naruse representa a directores que como Ozu o Mizoguchi vivieron la Primera Edad de Oro del cine japonés. Huérfano desde pequeño y de origen humilde, Naruse se inicia en el cine mudo en 1930, aunque ya a los 20 años había sido ayudante de dirección. Sus primeras películas están enfocadas hacia el melodrama intimista de tono social, aunque su verdadera especialidad es el shomin-geki (películas modernas). Desde sus inicios tiende a compararse la totalidad de su carrera con la realizada por otro de los grandes maestros del cine japonés: Yasujiro Ozu. Naruse, sin embargo, resulta ser menos tradicional, o entiende la tradición de manera diferente. Sus trágicos y pesimistas relatos tienden a presentar a personajes de una fragilidad evidente, pero al mismo tiempo, procura distanciarse de ellos para ofrecer de la manera más objetiva posible, las trabas y zancadillas que la vida pone a sus felicidades.
La comparación con Ozu se hace más evidente cuando comparten músico. La tendencia de Ichiro Saito a ofrecer un retrato algo blando y esquemático (en tanto empuja el drama hacia una perspectiva de extrema sensiblería), en ocasiones occidentalizante, de personajes que se ven atrapados en el Japón cotidiano y que responden a él con una actitud sumisa y serena en el cine de Ozu (recordemos cintas como “Las Hermanas Munakata” o “El Sabor del Té Verde con Arroz”), se manifiesta con la misma índole emocional en obras de Naruse donde los personajes muestran una actitud más beligerante y luchan, sin suerte, contra una tradición que condiciona la libertad de sus decisiones, como en “La Voz de la Montaña” o, especialmente, en “Nubes Flotantes”, magistral obra donde Naruse, sin duda influenciado por Ophuls, realiza un durísimo retrato sobre el amor no correspondido, mientras Saito se limita a expresar en términos románticos la imposibilidad de ese amor frustrado.
A partir de los 60 y con la entrada de compositores dotados de una visión más fresca y moderna del drama japonés (el Mayuzumi de “Cuando una Mujer Sube las Escaleras” adopta el jazz para retratar el infructuoso ascenso al éxito de una madame de vida vacía a la que identifica con el vibráfono), la desilusión y el pesimismo de Naruse adquieren aún más profundidad. Midaregumo (Bellowing Clouds, 1967), testamento fílmico del cineasta, realizado dos años antes de su muerte, es la única colaboración de Takemitsu con el director de Yotsuya. En ella, la ética vuelve a servir de obstáculo al amor entre Yumiko, una joven esposa embarazada que ha perdido a su marido en un accidente de tráfico, y Mishima, el conductor que ha provocado su desdicha. El amor es tan fuerte como los impedimentos de una sociedad demasiado conservadora. En “Nubes Dispersas”, Naruse demuestra la devastación social y moral del Japón de posguerra, un país deprimido, derruido y sin esperanzas. Aunque deja claro desde un primer momento las previsibles consecuencias que le esperan a su pareja protagonista, Naruse concentra su mirada en la ética incomprensible del adiós, en la renuncia inevitable y dolorosa (como los personajes del “Deseando Amar” de Wong Kar-Wai, película fuertemente influenciada por esta cinta). Takemitsu presenta, a través de una partitura de corte convencional y romántico (base de cuerdas y maderas, a las que añade, por su componente pasional, bandoneón y acordeón), un tema para Yumiko y su marido, al inicio del filme, que invariablemente acompaña el sufrimiento emocional de la mujer y el intento de superar su pérdida. Por lo tanto, es un verdadero acierto que el mismo tema subraye el acercamiento amoroso entre Yumiko y Mishima, porque en el fondo y con ello, Takemitsu demuestra la posibilidad del perdón pero nunca del olvido, haciendo imposible la relación.
A través de este repaso a la obra cinematográfica de uno de los compositores más influyentes del siglo pasado se ha tratado de evidenciar la capacidad sensorial de su música, su excepcionalidad y sofisticación. La música de Takemitsu no se conforma con ejercer una mera función descriptiva, sino que remite al mundo de los sueños, evoca estaciones, jardines, fuentes, mares, distancias y soledades. En el fondo, se trata de emular esa actitud hacia lo tradicional, hacia el “ser japonés”, que Takemitsu trató de evadir en la efímera rebeldía de la juventud pero que asumió en la madurez como quien toma conciencia del inexorable paso del tiempo. Resulta paradójico que a pesar de requerir una fuerte concentración, un pausado ejercicio de interiorización, el acceso correcto a su obra se focalice a través de los sentidos, despojándola de una intelectualización estéril. Takemitsu expone su “magia” a un público del que necesita una pequeña dosis de complicidad para, citando al propio Naruse, “dejarse impregnar de su fórmula secreta y conseguir que esa música viva en su memoria, o, de otro modo, se desvanezca en el aire, para siempre”.
04-junio-2011
© Miguel Ángel Ordóñez, 2011
(Prohibida la reproducción total o parcial del mismo sin el consentimiento del autor).
Enlace: Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (Parte I)
Enlace: Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (Parte II)
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