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George Antheil: el “enfant terrible” de Hollywood Por Miguel Ángel Ordóñez |
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Pese que a muchos el nombre de George Antheil les diga poco o nada, fue durante una parte de su vida (los años 40) el cuarto compositor americano más programado en salas de concierto, tras Gershwin, Copland y Barber. Ese simple dato nos da una idea del reconocimiento y popularidad obtenidos por el compositor en su época. Sin embargo, ¿por qué no ha disfrutado en nuestros días de la apasionada reivindicación que sí han alcanzado otros músicos de su generación?, ¿por qué en el campo cinematográfico, al que Antheil contribuyó con una treintena de títulos, es prácticamente un desconocido? Aunque muchos puedan ser los factores a tener en cuenta, si nos centramos en su legado para el cine, la nula divulgación de su obra parece estar a la cabeza de todos ellos. Sólo una vieja edición en mono de su último trabajo, “The Pride and the Passion”, se encuentra disponible en el mercado de segunda mano. El resto, jamás ha visto la luz.
Desde un punto de vista musical, la obra de Antheil ofrece tres características definitorias: una gran vitalidad rítmica, una cierta aspereza armónica y, desde luego, un gran vigor melódico. Su complejo carácter musical ha sido concretado de manera ilustrativa por el eminente musicólogo alemán H.H. Stuckenschmidt al afirmar que “su estilo es de una vívida homofonía polirrítmica. Nos muestra amorfos e inmóviles bloques rítmicos que emergen unos contra otros y suelda la totalidad con una maravillosa limpieza, de forma cristalina. Melódicamente, utiliza la banal monotonía rusa y el folklore americano. Demanda y lleva a cabo una música elementalmente rítmica y lucha contra la suprasensible decadencia de los atonalismos, que de lejos sobrepasa con la audacia de su armonía y sonido”.
Las crónicas de su tiempo hablan de Antheil, haciendo referencia a su arrolladora creatividad, con calificativos como el de “enfant terrible”. Si nos ajustamos a ellas y a su propia autobiografía, “Bad Boy of Music” (1945), no cabe duda que blande orgulloso ese título. Nacido un 8 de julio de 1900 en la localidad americana de Trenton (New Jersey), George es hijo de Henry William Antheil y Wilhemine Huse, de antepasados alemanes y polacos, familia acomodada gracias a los frutos que obtiene de la venta de zapatos en una tienda local. A los seis años recibe sus primeras clases de violín y piano y a los dieciséis viaja a Filadelfia para convertirse en pupilo de Constantin von Sternberg (alumno aventajado de List), del que aprende no sólo su virtuosismo al teclado sino su profundo conocimiento en teoría musical. En 1919, el joven Antheil se traslada a Nueva York para estudiar con Ernest Bloch, pero su audacia y necesidad de componer urgen de un apoyo económico del que carece. Gracias al mecenazgo de Mary Louise Curtis Bok (la esposa de Edward Bok, que en 1923 fundaría el famoso Curtis Institute), a la que el compositor enseña los bocetos de una sinfonía en 1921, consigue dedicarse a la música sin preocupaciones económicas durante las próximas dos décadas. Terminada su Primera Sinfonía (Zingareska) en 1922 y estrenada por Leopold Stokowski y la Philadelfia Orchestra en mayo de ese año, el joven Antheil se embarca con destino a Europa en busca de fortuna, con una única idea en su maleta: la de convertirse en un “nuevo y notorio compositor y pianista ultramoderno”, según confiesa a sus más allegados.
En junio de 1922 tiene su primera prueba de fuego en el London´s Wigmore Hall. Al piano, interpreta obras de Chopin, Stravinsky o Debussy, pero incluye también, como la tercera y última parte del recital, cinco piezas propias que merecen sorprendentes críticas por parte del “Telegraph”, que las califica de primarias y novedosas, “vestidas de un inexplicable proceso alquimista”. Antheil se traslada a Budapest y después a Berlín, donde el 30 de noviembre se programa, con gran éxito, su Primera Sinfonía. Allí conoce a Böski Markus, estudiante de sánscrito, con la que contraerá matrimonio dos años después.
Debido a la inflación que sufre Berlín a principios de 1923, Antheil viaja a París aprovechando la presencia allí del que considera su mayor influencia musical, el compositor Igor Stravinski. En la capital francesa, Antheil entra en contacto con artistas avant-gardé como Man Ray o Pablo Picasso, a los que apoya, sin adentrarse por completo, en sus ideas dadaístas, y con creadores como Erik Satie, Ernest Hemingway o James Joyce, con los que entabla gran amistad. Su estreno en público el 4 de octubre de 1923 en el Teatro de los Campos Eliseos provoca una sacudida sólo comparable a la acaecida en Viena durante la premiere de “La Consagración de la Primavera”, ganándose el apelativo con el que le bautiza la prensa local: el de “enfant terrible”. El interés de Antheil por el modernismo y el futurismo van a dar pronto como resultado una de sus grandes obras y posiblemente su mayor estigma, ya que no pudo jamás desprenderse de la fama alcanzada con ella. La pieza, Ballet Mécanique, es compuesta para acompañar un cortometraje dadaísta del mismo nombre, dirigido por Dudley Murphy y Fernand Léger, con fotografía de Man Ray, estrenado en Viena en 1924. La orquestación original es escrita para dieciséis pianolas en cuatro partes, dos pianos, tres xilófonos, siete campanas eléctricas, tres hélices de avión, una sirena, cuatro tambores y un tam-tam. A medida que se programa la obra y debido a sus dificultades técnicas, resulta imposible mantener tantas pianolas sincronizadas, así que Antheil la reorquesta sucesivamente hasta que en 1953 la revisa profundamente y la adecua a salas de concierto para una veintena de instrumentos (incluyendo cuatro pianos). Con esa instrumentación, la pieza tiene un acusado empleo del ritmo y fusiona ruidos tal y como los futuristas italianos conciben que deba ser “la nueva música del siglo XX”. Su estreno años más tarde en Estados Unidos será un completo desastre, en gran parte debido al descontrol provocado por el aire expelido de las hélices empleadas.
En 1927 tienen lugar los primeros desencuentros con Mary Louise Curtis, cansada ésta de la actitud de su protegido. Cada vez más integrado en fiestas y reuniones elitistas, George la instiga a aumentarle su asignación en una serie de cartas que encabeza con el siguiente tenor: “Si yo tuviera unos dólares, entonces podría….”. Los recientes fracasos de la Jazz Symphony (él mismo reconoce que odia la “América de hoy y el jazz”, y adapta la pieza en 1955 para darle un sorprendente sabor caribeño y cinematográfico) y del Concierto para Piano nº 1 (interpretado por el pianista Boris Golschmann en Paris), donde comienza a abrazar el neoclasicismo, tampoco acuden en su rescate. Como resultado, Antheil acepta la realización de una ópera, “Transatlantic”, con la que conoce las mieles del éxito y le abre las puertas de su natal América para el encargo de una nueva, “Helen Retires” junto a John Erksine, cuyo estreno en 1934, y en palabras del propio autor, resulta “un gigantesco fracaso”. Antes y gracias a la ayuda de un Guggenheim Fellowship, la familia Antheil regresa a Europa para establecerse allí entre 1930 y 1933. Tras las malas críticas de su ópera americana, Antheil da el salto al cine en dos olvidables producciones del dúo Ben Hecht y Charles McArthur en 1934. Una carta que dirige a Mary Louise en busca de ayuda retrata claramente su estado de ánimo (su mecenas había dejado de transferir dinero en el verano de 1932, tras hacer aportaciones por un valor superior a 30.000$): “Me sumerjo en el mercantilismo de América, debo gastar mis energías en ello sin poder llevar a cabo un último intento”. Bok continuará con esporádicas contribuciones hasta 1943, pero en su contestación deja bien claro que los jóvenes talentos del Instituto necesitan ahora mucho más de sus ejercicios filantrópicos.
A Antheil no le queda más remedio que aceptar nuevas ofertas de Hollywood y de la mano de Cecil B. De Mille realiza sendos retratos del pasado de América. “The Plainsman” (Buffalo Bill, 1936) es un western que se centra tanto en la vida del famoso explorador como en la etapa final de la Guerra Civil americana. “The Buccaneer” (Corsarios de Florida, 1938), un divertimento sobre piratas que narra la historia de Jean Lafitte, un bucanero que se niega a atacar barcos con bandera americana. Perdonado por el presidente Andrew Jackson, Lafitte acaba luchando de su lado contra los británicos. No puede decirse que ambas obras ofrezcan un Antheil personal u original, ya que acude a menudo a piezas históricas y patrióticas para comentar las peripecias de estos héroes de la vieja América, pero la música resulta vigorosa y dramática y abre nuevas perspectivas a la carrera musical del compositor. Tras ellas, Antheil afirma que “ahora me siento seguro de poder hacerlo. A través del pentagrama puedo retratar una serie de emociones propias de los seres humanos y al mismo tiempo puedo crear nuevos e importantes trabajos musicales tan valiosos como los ballets escénicos o la ópera pueden serlo por sí mismas”. Tras colaborar con Victor Young en la old-fashioned “Make Way for Tomorrow”, la obra maestra de McCarey, De Mille vuelve a contratarle para cerrar su trilogía americana con “Union Pacific”, cinta sobre la ampliación de la línea de ferrocarriles tras la Guerra de Secesión. Cuando Antheil se presenta en el estudio para tocar los temas a piano, De Mille le escucha sentado junto a otros compositores y arreglistas de la Paramount. Los gestos realizados por los invitados le confirman que está fuera del proyecto, aunque parte de su música es adaptada por John Leipold y Sigmund Krumgold e incluida en el montaje definitivo.
El duro golpe recibido provoca que Antheil abandone el cine para no volver a él hasta siete años después, en 1946, con “The Specter of the Rose”, película de aires macabros para la que compone una secuencia original de ballet. Sin embargo, embarcarse en los proyectos de De Mille resulta trascendental para la realización de una Tercera Sinfonía (American) que el compositor finaliza en 1939. Considerada uno de sus mayores logros, Antheil la presenta acompañada de un ruido inevitable: “Tras hacer dos películas sobre la vieja América tenía claro el tema de mi Tercera Sinfonía, una Sinfonía Americana. Quería una obra que evitara a los viejos negritos inspiradores, a esos trémolos tan recurrentes. Esta sinfonía es la de la América del futuro, miedosa y nueva, pero también valiente y dando un nuevo aliento al Continente”. En su Tercer Movimiento (The Golden Spike), Antheil reutiliza una pieza compuesta para “Union Pacific”.
Acuciado por las deudas, llega a la conclusión de que no puede vivir sólo de su talento y se convierte, entre otras cosas, en columnista de la revista Esquire, escribiendo sobre temas que nada tienen que ver con la música: la criminología, la Segunda Guerra Mundial o las historias de amor. Junto a su mujer, crea una columna muy popular destinada a corazones solitarios, la “Boy Advises Girl”. La búsqueda de financiación le conduce, incluso, a inventar un torpedo con control-remoto que patenta junto a la actriz Hedy Lamarr en 1941.
El éxito brutal de su Cuarta Sinfonía (1942) supone para Antheil el respiro económico que ansía. Influida poderosamente por las composiciones de Shostakovich, la obra adopta la forma clásica de cuatro movimientos y está impregnada de un profundo pesimismo, fruto de la guerra que devasta el mundo por entonces. Su primer movimiento refleja la tensión del momento; el segundo, la tragedia; el tercero, un scherzo planteado como una broma brutal, la guerra en sí; el cuarto, un epílogo donde resuenan los ecos de la victoria. Su amigo Virgil Thomson califica la obra en el New York Herald Tribune como “el más completo paisaje americano jamás escrito”. Gracias a ella, Antheil logra una cierta independencia económica que corrobora aceptando una nueva oferta de Ben Hecht para regresar al cine. Los últimos trece años de su vida estarán dedicados a lo que Rozsa calificara como “doble vida”. Durante dos meses se encarga de trabajar en Hollywood como fuente de ingresos principal. El resto del año continúa con una febril actividad creativa que le conduce a escribir nuevas óperas, un concierto para violín, música de cámara y sus dos últimas sinfonías, entre 1947 y 1948.
Imbuida de un enorme pesimismo, la Quinta Sinfonía (Joyous) está dedicada a todos los soldados muertos en la guerra, a los jóvenes que han dado la vida por el país. Es el homenaje de George a su hermano, Henry Jr., muerto el 14 de junio de 1940 al estallar su avión mientras se traslada de Tallin a Helsingfors. “En ella he puesto todas mis lágrimas, mi desesperación y angustia”, confiesa a Thomson. La Quinta supone el viaje de Antheil hacia nuevos horizontes musicales. Su música va revirtiendo hacia sus primeras composiciones, obras como la Airplane Sonata con la que sacudía los escenarios de Europa en la década de los 20. Las comparaciones con la Novena de Shostakovich son evidentes, especialmente por un tercer movimiento repleto del sarcasmo de aquella. La revisitación de maestros rusos ilustres se hace aún más patente en su Sexta Sinfonía (After Delacroix), donde no sólo Shostakovich (la marcha de la Octava) sino también Prokofiev, vuelven a ser los referentes. El cuadro “La Libertad Guiando al Pueblo” de Delacroix es la raíz de una obra que a punto está de costarle una llamada para declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas presidido por el senador McCarthy.
A partir de 1949, Antheil da un salto de calidad en sus producciones cinematográficas al firmar contrato con Columbia y participar en cuatro vehículos para su gran estrella, Humphrey Bogart. Durante los próximos cinco años, se establece sólidamente en la industria y nos regala sus mejores obras. Para Antheil, la música de cine es “una vía de comunicación muy cercana con el público, al igual que la radio”. Su opinión de los críticos cinematográficos, sin embargo, es bien diferente: “ellos ignoran absolutamente lo más importante de todo en una película, su score”. A estas reflexiones recogidas en su autobiografía debemos añadir unas declaraciones ofrecidas a Lawrence Morton con motivo de un programa de radio de la CBC en 1950, en las que aborda su visión sobre la música y el cine: “Los problemas que genera la música de cine son muy excitantes. El compositor pasa constantemente por diferentes situaciones dramáticas, pero todas ellas tienen un lugar común, todas reflejan su particular y peculiar estilo. Tú debes tener un especial instinto para la dramaturgia. Al componer muy pequeñas piezas tienes que encontrar el camino que las mantenga a todas ellas juntas. Esa cohesión, encontrar un sonido musical para la película es lo más difícil. Y esto es lo que une a la música de cine y la vieja Ópera. Ésta murió porque su uniformidad la convirtió en un cliché y ahora los compositores buscan un nuevo estilo de Ópera. Creo que el cine se asemeja a escribir directamente Ópera para la pantalla”. Esa línea de pensamiento resulta consecuente con su peligrosa tendencia a la grandilocuencia. En ocasiones, su subrayado fílmico excede el marco de las historias que acompaña. Su instinto musical tiende a la exageración, a una sublimación de emociones que se hace evidente en algunos títulos, en los que no logra encontrar la llave exacta que separa el apunte de la retórica.
“Knock On Any Door” (Llamad a Cualquier Puerta, 1949) marca el inicio de su colaboración con Columbia. Con altibajos, la cinta intenta analizar las causas de la delincuencia mediante un retrato de la exclusión social y una crítica explícita de las instituciones. Antheil apela a la idea del destino a través del uso de líneas descendentes, de series de tres notas que representan la bajada a los infiernos de un joven italoamericano acusado de asesinato. Cuando reconoce su delito, Antheil, en un ejercicio simétrico, subraya la acción con tres notas ascendentes que provocan la empatía hacia su redención, poniendo de relieve la desigualdad social y las circunstancias de pobreza que conduce a estos desheredados a delinquir. En “In a Lonely Place” (En un Lugar Solitario, 1950), Antheil vuelve a ponerse a las órdenes de Nicholas Ray. La película explora el concepto de culpabilidad y la difícil relación de pareja. Dixon (Bogart) es un guionista con fama de conflictivo que debe enfrentarse a la adaptación de un best-seller de nula calidad literaria. El asesinato de una chica a la que Dixon da a leer la novela siembra de dudas la posible participación en los hechos del guionista. El score es uno de los mejores trabajos cinematográficos de Antheil. Su maravilloso y recurrente tema central, romántico y brumoso, acompaña la relación de Dix y Laurel (Gloria Grahame), alcanzando gran plenitud dramática en la escena en la que ésta sospecha de la culpabilidad de Dixon.
“Tokyo Joe” (Secuestro, 1949) es un drama de suspense dirigido por Stuart Heisler, en el que un piloto regresa a Tokio buscando las raíces de su pasado tras finalizar la II Guerra Mundial. Una enorme sorpresa le aguarda: la novia que daba por muerta está viva y casada con otro hombre, y un siniestro criminal ha decidido chantajearle para que pilote un vuelo clandestino transportando a unos peligrosos fugitivos de la ley. La cinta es aburrida y Antheil contribuye con un score plano que se limita a acudir a orquestaciones llenas de exotismo y a un esperado muestrario de clichés de género. Su tema de amor, sin embargo, es brillante. Parecidos resultados logra en su última colaboración con Bogart, la estereotipada “Sirocco” (Siroco, 1951), a la que el compositor insufla exotismo a través del empleo de ritmos yuxtapuestos. Poco inspirado, Antheil demuestra aceptar el encargo sin mucho interés.
Tampoco merece la pena que nos detengamos exhaustivamente en “We Were Strangers” (Éramos Desconocidos, 1949), su única colaboración con John Huston, filme visionario que anticipa los problemas derivados de una dictadura como la de Castro en Cuba. El único intento de Huston por llevar a cabo un cine de cierto contenido político contribuye a generar una polémica desconcertante en un momento delicado en el país, sumido en “la caza de brujas”. La música apenas incide en la acción y mantiene siempre un discreto segundo plano. Cuando decide ocupar el primero, el concepto operístico manejado por Antheil deja al descubierto la falsa maquinaria sobre la que se sustenta el mensaje. Esa tendencia a la grandilocuencia está muy presente también en “House by the River” (El Fantasma del Río, 1950), esta vez a las órdenes de Fritz Lang. Primera película de Fidelity Productions (Lang repetiría en “Rancho Notorius”), la cinta es un encargo que el director alemán se ve imposibilitado de rechazar (oscuros motivos políticos se hallan detrás de un intento precipitado de que el cineasta regrese a Europa). El argumento es un tanto descabellado. Un escritor fracasado estrangula a su criada en un arrebato de lujuria. Con la ayuda de su hermano sumergen el cadáver en un río. Obsesionado por lo que ha hecho, el escritor decide contarlo en su nueva novela lo que acaba por despertar las sospechas de su mujer. No tendrá más remedio que acabar con la vida de los dos molestos testigos. A pesar de su tendencia a la exageración, Antheil realiza un magnífico trabajo porque consigue aportar a la historia lo que necesita, una fuerte turbulencia dramática. Sumergido entre oscuros acordes y pasajes ambientales claustrofóbicos, Antheil se muestra inspirado a la hora de comentar el arrebatador deseo que siente el escritor por la criada (impagable la puesta en escena de Lang) y deslumbra, especialmente, cuando subraya los denodados esfuerzos de aquél por volver a hundir el cadáver en el río, a través de armonías de corte fantasmagórico y tensos staccatos al metal.
En 1952, Antheil inicia una estrecha colaboración con el productor y director Stanley Kramer. El primer proyecto está dirigido por el canadiense Edward Dmytryk y puede considerarse la obra maestra de Antheil en el cine. “The Sniper” (1952) es una película de segunda fila cuya función no es otra que servir de propaganda policial contra el creciente índice de criminalidad en los Estados Unidos, tal y como reza su nota introductoria. En ella, se narra la historia de un psicópata que siente un irrefrenable deseo de asesinar a mujeres, pero que en el fondo, no es sino un pobre diablo que busca ayuda desesperada en los médicos y al que todos ignoran. En manos de Antheil, la trama se sigue con sumo interés, ganando la batalla a la indecisa dirección de Dmytryk, obsesionado con mantener la película en los márgenes de la serie B –su delación ante el comité del senador McCarthy marcaría para siempre su vida y su trayectoria-. La credibilidad del psicópata, su lucha interna, queda perfectamente dibujada con la aportación de un Antheil que demuestra misericordia hacia él en sus notas finales. Tras una música abigarrada y prolija, Antheil subraya su entrega a la policía con un descarnado solo de oboe, dejando al descubierto su condición enfermiza. Con anterioridad, ha subrayado sus cambios de humor a través de un magistral empleo de timbres onomatopéyicos o ha tirado de recursos ya vistos en su filmografía, como utilizar música diegética con fines dramáticos cuando la traslada de su entorno escénico a la mismísima psicología del personaje (en “Llamad a Cualquier Puerta” ese efecto ayudaba a sentir el desmoronamiento emocional de Nick Romano).
De nuevo con dirección de Dmytryk y producción de Kramer, Antheil no alcanza esos elevados resultados en “The Juggler” (Hombres Olvidados, 1953). Un tanto discursiva, la película gira alrededor de Hans Muller (Kira Douglas), un malabarista alemán que tras el exterminio nazi llega a un campo de refugiados en el nuevo estado de Israel. Traumatizado por el pasado, agrede a un policía e inicia una huída a ninguna parte en busca de paz y equilibrio emocional. Como en “The Sniper”, Dmytryk retrata un protagonista complejo y torturado psicológicamente, sirviéndose del argumento para introducir una leve justificación de la delación efectuada por un personaje en la película, sentimiento de culpa propio que acompañará buena parte de su cine. El discurso de Antheil resulta rutinario porque se limita a subrayar la naturaleza judía del protagonista y a marcar con énfasis su trato desequilibrado hacia el resto de compatriotas. Cuando un rayo de esperanza, en forma de mujer, se cruza en el camino de Hans, un Antheil más pausado aporta frescura y elegante romanticismo a la relación.
Tras la realización de varios proyectos para Columbia, bajo contrato con Harry Cohn, su presidente, por el que obtenía plenos poderes siempre que no sobrepasara el presupuesto de un millón de dólares, Kramer se lanza a la dirección con su propia compañía en “Not as a Stranger” (No Serás un Extraño, 1955), un drama de gran factura técnica que propone interesantes cuestiones relacionadas con el ejercicio de la medicina. Una pareja de recién casados que no se aman constituye el núcleo central de una historia que Antheil traslada al melodrama gracias al empleo de melodías ampulosas, dentro de un contexto meritorio pero dogmático. En su siguiente trabajo, “The Pride and the Passion” (Orgullo y Pasión, 1957) Kramer traslada la trama a la España invadida por Napoleón. Allí un grupo de guerrilleros intenta, con la ayuda de los británicos, que un cañón no caiga en manos de los franceses. La película es un muestrario aburrido de clichés que se centra, en exceso, en el triángulo amoroso surgido en la ficción. Antheil contribuye con un épico muestrario de patriotismo hispano, con Falla de referente, resuelto con dinamismo y un brillante sentido del ritmo, además de componer un bellísimo tema de amor, el mejor de toda su carrera.
“The Pride and the Passion” es la última película de George Antheil. Poco tiempo después, el 12 de febrero de 1959, muere de un ataque al corazón a la edad de 58 años. Inmersos en el 50º Aniversario de su muerte, es buen momento para arrojar cierta luz sobre la obra de un compositor que nunca pudo liberarse de la etiqueta de rebelde en unos tiempos convulsos tanto a nivel social como musical, la primera mitad del siglo XX. Antheil legó al cine una obra cuya peculiar mirada se conecta a los viejos usos operísticos del siglo XIX. Mejor que un laudatorio final que resuma sus logros y aciertos, acudamos a la voz del propio Antheil para entender cómo su música conecta con esos personajes de carne y hueso que se mueven al ritmo articulado de un viejo cinematógrafo: “En la Ópera del XIX, la voz y la orquesta siempre iban de la mano, y cuando era necesario contraponerlos musicalmente, todavía, en un sentido dramático, ellos presentaban diferentes aspectos de un mismo patrón. En el cine todo es diferente. Los personajes de un drama nunca conocen cuál será su destino, pero la música siempre lo sabe. Un comentario orquestal siempre es posible, pero éste puede comentar la acción sin necesidad de ilustrarla. La música de cine puede ir contra la voz y por supuesto, contra el diálogo, pero, y eso es lo mejor de todo, también contra el mismo concepto de acción”.
Nota: Queda terminantemente prohibida la grabación de los extractos musicales que acompañan el presente artículo. Los mismos sólo se incluyen con fines meramente ilustrativos para adentrar al lector en la obra musical del compositor. Scoremagacine declina expresamente cualquier responsabilidad ante el uso indebido que pudiera hacerse de los mismos.
14-julio-2009
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