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Elmer Bernstein: La voz de un gigante Por Miguel Ángel Ordóñez |
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Que raro se nos hace a los que amamos la música de cine el habituarnos a noticias de este tipo: “Ha muerto Elmer Bernstein”. Incluso la primera reacción se torna en ridícula mueca de escepticismo. Basta con levantarse y escuchar cualquiera de sus composiciones en el reproductor que tengamos más a mano para repetirnos inconscientemente que eso no es cierto, que en ese momento vuelvo a oír y disfrutar su voz, que vuelvo a tenerlo muy cercano a mi, porque la voz de Elmer, de todo aquel compositor que se nos va del plano físico, no es sino su música. Esta tarde el gran Bernstein me ha vuelto a hablar en una catarsis que seguro se ha repetido en muchas partes del mundo y lo curioso es que cuando lo hace, me habla de todo un poco: de amor, de nostalgia, con miedo, me habla atropelladamente, me hace reír, me comenta algo sobre un universo lejano y distante o uno cercano de praderas y montañas, me habla entre sueños o simplemente me arrulla hasta alcanzar un momento de paz que solo él sabe provocar. Algunos dicen que su voz se ha apagado, yo sinceramente no lo creo. Me resisto a creerlo. Me resisto a aceptar que hoy, hace justo un año, le daba los últimos retoques a una entrevista apalabrada con su asistente personal (Lisa Edmondson), y que quedaba lista para serle enviada esa misma noche, ajeno a que mientras las palabras pretendían, ilusoriamente, resumir y ensalzar su magna obra, el terrible e impasible viajero de la muerte consumía su último aliento de vida.
La voz de Bernstein siempre trasmitía dulzura y simpatía con aquel con el que departía. Recuerdo que con motivo de su concierto en Sevilla, en otoño del 94, se mostró dispuesto a recibir, tras una inolvidable velada, a una legión de admiradores que en la puerta de su camerino esperaban ansiosos conocerle en persona. Yo pude vivir ese momento. Le recuerdo, con su pelo cano, cansado pero con una sonrisa en la boca, afable y amable, junto a su esposa Eve. Cuando me tocó el turno me estrechó la mano, mientras yo solo alcanzaba, con mi discreto inglés, a repetir con sonrojo poco disimulado “Wonderful, wonderful”. Se sorprendió mucho cuando le ofrecí que me firmara mi copia de “Rambling Rose”. Llamó a su mujer, que calmaba el bullicio que resonaba tras la puerta entreabierta, y ambos iniciaron una conversación, tras la cual observé que con mucha amabilidad me decía: “es uno de mis favoritos, muy difícil de encontrar, disfruté mucho en esa película”. Estampó su firma junto a mi nombre y el año, y como flotando en una nube atravesé el pasillo intentando no olvidar ningún detalle de una noche irrepetible. Y a fe que no lo he olvidado. Hace un año, mientras terminaba las preguntas de la entrevista, recordé esa sonrisa y escuché su voz en mi interior, mientras en mis cascos resonaba el tema central de “Lejos del cielo”. La vida guarda paradojas de difícil explicación.
Y es que este fornido neoyorkino vino al mundo el 4 de Abril de 1922, en el seno de una familia preocupada por el Arte. Le fue fácil que sus inquietudes musicales fueran muy bien aceptadas por sus padres, judíos e inmigrantes, Edgard nacido en el imperio austro-húngaro, Selma en Ucrania. Indeciso al principio, se acaba decantando por el piano, despuntando rápido y llamando la atención de su gran mentor, Aaron Copland. Bajo las órdenes de Stefan Volpe recibe una instrucción musical de la que Elmer siempre estará en deuda. Convertido en concertista de piano, es durante la Segunda guerra Mundial cuando da el salto a la composición como arreglista de canciones tradicionales americanas y como compositor de scores dramáticos para la Army Air Corps Radio Shows. Posteriormente escribe música para la United Nations Radio, donde llama la atención del Vicepresidente de la Columbia Pictures, Sidney Buchman. Su salto al cine está servido, pero aún deberá afrontar varios retos y obstáculos en el camino. Como muchos de los americanos de su generación, se ve perseguido por sus ideas izquierdistas entrando en la famosa lista gris (el color indicaba la afiliación directa (negra) o no al Partido Comunista) elaborada por los secuaces del senador McCarthy. Se ve obligado a participar en films de muy bajo presupuesto centrados en la ciencia-ficción, pero su ascenso se vuelve imparable.
La voz firme y recia de Elmer se hace oír de manera sorprendente con su primer gran hit. En “The man with the golden arm” (El hombre del brazo de oro) (1955) el torrente brutal de su notas desconciertan al espectador, que no a la crítica, revisitando el universo jazzístico introducido por North, pero alejándose del fuerte contenido dramático del de Chester, para acercarse con un concepción más libre y descarnada a la angustia de su heroinómano protagonista. Brutalidad que cultiva de nuevo en esa espléndida película de Anthony Mann, “Men in war” (La colina de los diablos de acero) (1957), donde compone una marcha inicial no exenta de gloria, pero que esconde en realidad un dardo envenenado contra todas las malditas guerras, llenas de enemigos anónimos literalmente sin rostros y que Mann oculta al espectador (como ya hiciese John Ford en “La patrulla perdida”). Score disonante, tenso y angustioso donde el maestro introduce unas notas (“Sound of war”) entregadas a la percusión, que revisitará con frecuencia en posteriores trabajos hablándonos del temor, del desconcierto, el desasosiego y el miedo atrapados en el rostro de sus personajes (sirva de ejemplo el corte “Skating & drowning” de “The good son” (El buen hijo) (1993)).
En estos años, Bernstein también nos introduce en un universo mágico y poético, no exento de oscuridad y cinismo, ya sea en referencia a la feroz lucha por heredar una idílica granja de Nueva Inglaterra (“Desire under the elms” (Deseo bajo los olmos) (1958)), al deseo sexual que derrumba la espiritualidad inherente al alma de la hija de un ministro de la iglesia, retrato certero salido de la pluma de Tenneessee Williams (“Summer and smoke” (Verano y humo”) (1961)), o a la lucha contra el más recalcitrante síntoma racista del viejo sur norteamericano (“To kill a mockingbird” (Matar a un ruiseñor) (1962)), siempre con un sonido fuertemente intimista, un tema central evocador y dulce y un cuerpo sonoro en general distante y malsano, donde el piano ejerce de contrapunto fugaz sugiriendo esperanza en la mirada de sus ingenuos personajes.
Elmer se encuentra cómodo hablándonos de hombres que se debaten en una profunda lucha personal, con una música agridulce y sincera que retrata a unos protagonistas a la búsqueda de su lugar en el mundo: un rutinario y pequeño pueblo donde Dave Hirsh (Frank Sinatra) espera encontrar cura a sus profundas heridas tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, debatiéndose entre el amor a dos mujeres absolutamente opuestas (“Some come running” (Como un torrente) (1958)); la fría y desnuda celda donde Robert Stroud (Burt Lancaster) sueña con la libertad en un mundo imaginario de mínimos detalles donde buscar consuelo (“Birdman of Alcatraz” (El hombre de Alcatraz) (1962)), para la que Bernstein compone uno de sus trabajos más duros y demoledores; la insaciable y devoradora Wall Street que induce a David Eaton (Paul Newman) a elegir entre el éxito financiero y el amor de dos mujeres (“From the terrace” (Desde la terraza) (1960)) y para la que compone uno de los mejores temas de amor de la historia; o el vacío existencial del triunfador Jonas Cord (George Peppard), cuyas amistades pretenden sacar de el su invisible lado humano (“The carpetbaggers” (Los insaciables) (1964)).
Tras el éxito cosechado con “El hombre del brazo de oro”, Elmer buscará repetir fórmulas en dos grandes trabajos que nos hablan de sensualidad y arrebato emocional en la caliente New Orleans (“Walk on the wild side” (La gata negra) (1962)) y de agresividad y falta de escrúpulos en la multiracial Nueva York (“Sweet smell of success” (Chantaje en Broadway) (1957)). Pero estas nuevas historias descarnadas y en exceso provocadoras no recibían el apoyo del gran público, obstinado en obras de masas y entretenimiento que ahora en menor medida la maquinaria de Hollywood ponía en circulación. Un cine grandilocuente donde fue capaz de moverse con fluidez y descaro. Muestra de su versatilidad, afronta el cine histórico-bíblico desde una perspectiva más audaz y humana, alejado de grandes masas corales y de idílicas cuerdas, centrándose en un personaje, Moisés (Charlton Heston), resignado a su colosal destino (“The ten commandments” (Los diez mandamientos) (1956)). Falta de resignación es precisamente lo que mueve al Capitán Virgil en su desesperado intento de evasión de un campo de concentración alemán en esa impagable y deliciosa tragicomedia de acción que es “The great escape” (La gran evasión ) (1963), donde Elmer nos deja una de las marchas más recordadas y espectaculares de la historia del cine. Espectáculo también presente en “Hawai” (Hawaii) (1966) cuyos nativos ofrecen fuerte resistencia a ser convertidos por un misionero de Nueva Inglaterra y para la que el maestro nos ofrece un recital de percusión épica y un tema de amor elegante y dulce. El mar, fuente de poderosa inspiración en ese ejercicio precedente de piratas en lucha durante la guerra de 1812 entre las fuerzas navales inglesas y americanas, base de la historia de “The bucaneers” (Los bucaneros) (1958), donde el brío de Elmer acompaña las afrentas entre ágiles espadachines que tienen tiempo para amar, en otro de los temas deliciosamente románticos de su carrera.
Pero donde su voz, perdida en la lontananza de las grandes praderas, las sinuosas esculturas rocosas de sus macizos montañosos, en el ruido infernal de carretas y caballos atacados por salvajes indios, en balas cruzadas de vaqueros despreciables y en relaciones personales de amistad sincera y protectora, ruge con más fuerza es en su particular aproximación al Oeste americano. Deudor del universo Copland, dota a sus trabajos para este género de una visión épica y viva, romantizada y nostálgica, con la inclusión de melodías pegadizas que han quedado impregnadas en el tímpano de los aficionados. Obras monumentales como “The seven magnificents” (Los siete magníficos) (1960), western fronterizo que supone una revisitación de “Los siete samurais” de Kurosawa, “The sons of Katie Elder” (Los cuatro hijos de Katie Elder) (1965), historia de honor y venganza que cuenta con el mejor tema de Bernstein para el género y “The hallellujah trail” (La batalla de las colinas del whisky) (1965) con su desenfadado aire cómico y con una variedad temática musical impresionante, colocan a Elmer en la cima del género, con una sonoridad que intentará repetirse en adelante en muchas de las posteriores incursiones cercanas a una visión épica del Oeste.
Si Bernstein ha entrado por méritos propios en la historia del cine, se lo debe especialmente a esa avalancha de maravillosas obras que realizó entre 1955 y 1966. Curiosamente la ceguera de los miembros de la Academia a la hora de recompensar esos trabajos acabó por despejarse en 1967 con su único Oscar, “Thoroughly modern Milly” (Millie una chica moderna), brevísimo score donde compartía espacio junto a Andre Previn, Joseph Gershenson o Jimmy Van Heusen, y que en realidad ocultaba un verdadero tributo a su altísimo nivel anterior. Los cercanos 70 acabaron por certificar la defunción de una música inspirada en los cánones clásicos. La aparición de compositores como Mancini, Schifrin, Jones, Hefti, Lai y Legrand (en su vertiente más interesante) y de sucedáneos preocupados por trasladar las exigencias de unos productores más interesados en acercar la música al público y en especial en el suculento pastel de la venta discográfica, provocan una readaptación en muchos de los compositores que como Elmer se preocupaban más en forjar melodías que hablaran de personajes y de situaciones, en experimentar y dar rienda suelta a la creatividad por encima de la comercialidad. La calidad de las obras que acompañan las notas de Bernstein en esta década es ínfima. Solo las últimas bocanadas de un western cada vez mas crepuscular, cuentan con reflejos del talento que el maestro había mostrado en la década anterior. En obras como “Big Jake” (El gran Jake) (1971), “Cahill U.S Marshall” (La soga de la horca) (1973) o “The shootist” (El último pistolero) (1976), Elmer vuelve con sus ritmos sincopados, pero como a sus personajes, el alma se le va adueñando de síntomas de fatiga y hastío.
Un cambio de rumbo se aprecia en su voz, cuando en los albores de los 80 inicia dos colaboraciones, dentro del terreno de la comedia, que van a revitalizar su carrera. La vuelta al sinfonismo con la irrupción de “Star Wars” de Williams, renuevan las esperanzas perdidas en Bernstein, planteando un acercamiento que sugiere el pastiche pero que no traiciona sus profundas convicciones sinfónicas. John Landis e Ivan Reitman encabezan, como director y productor, respectivamente, la producción de “Animal house” (Desmadre a la americana) (1978), con la intención de renovar el género desde posiciones gamberras y delirantes, reflejo de una juventud americana no ajena al pleno apogeo de la libertad sexual. John Landis acude a Elmer, para sorpresa suya dada sus escasas aportaciones en ese campo hasta la fecha, a través de la íntima amistad que le une con su hijo Peter. Será el inicio de una relación que se extenderá en el tiempo hasta 1991 y que comprenderá la realización de siete filmes (más la música adicional compuesta para el video “Thriller” de Michael Jackson) donde Elmer acudirá en ocasiones a la autoparodia, pero también es cierto a una estudiada instrumentación basada en la presencia de una sección de instrumentos solistas que llevan el peso del contenido emocional del film: el piano, en esa mezcla brillante de terror y comedia que supuso toda una revolución en su momento, “An american werewolf in London” (Un hombre-lobo americano en Londres) (1981), el metal en la paródica comedia de espías “Spike like us” (Espias como nosotros) (1985), la cuerda, en su mejor trabajo juntos, con ese dulce acercamiento al universo musical mejicano que es “Three Amigos!” (Tres amigos) (1985) y finalmente el viento en ese pastiche sobre los gangsters y la música italiana llamado “Oscar” (Oscar) (1991).
Tampoco es que la calidad de los films de Reitman sea especialmente interesante, pero permiten a Bernstein un tratamiento más académico, menos paródico, de la acción, que oscila entre la marcialidad, en ritmos sincopados, y el rag de “Stripes” (El pelotón chiflado) (1981), el diálogo divertido entre tuba y piano y el elegante tema de Dana (Sigourney Weaver) en “Ghostbusters” (Los cazafantasmas) (1984) y la sucesión de instrumentos solistas encadenados en “Legal eagles” (Peligrosamente juntos) (1986). Cuando en 1989 le propusieron la secuela de Cazafantasmas, Elmer contestó con un no rotundo. Cansado de un cierto encasillamiento en un género poco propenso al reconocimiento decidió que había llegado el punto final y se centró por completo en el drama, su universo preferido, gracias especialmente a la oportunidad que se le presenta con la concepción de su trilogía irlandesa: “Da” (1988), “My left foot” (Mi pie izquierdo) (1989) y “The field” (El prado) (1990), scores todos ellos de sentido lirismo y factura minimalista.
Pero durante esos años nos hablará de nuevo, y esta vez de manera implacable, contra la guerra, en dos obras de maravillosa factura, donde incide en la desigualdad de fuerzas. En “Zulu dawn” (Amanecer Zulu) (1979) enfrentando la maquinaria bélica inglesa contra la desnuda y orgullosa nación zulu, en un canto contra la opresión de pueblos y naciones a través del progreso, resuelta con melodías añejas e himnos solemnes cargados de epicidad; en “Genocide” (Genocidio, TV) (1981) con la exaltación de sus raíces hebreas en ese alegato contra uno de los episodios más oscuros de la humanidad, el Holocausto, realizando un ejercicio de estilo emocionante y profundo, yendo mucho más allá del formalismo que inspiraba “Cast a giant shadow” (La sombra de un gigante) (1966), sobre el nacimiento del estado de Israel. En el fondo no es más que la traslación de la vieja batalla del bien contra el mal, aspecto que desarrolla hasta sus últimas consecuencias en dos proyectos de animación donde logra mostrar su profundo conocimiento de los resortes sinfónicos. En “Heavy metal” (Heavy metal) (1981), uno de sus grandes trabajos, impregna de una grandilocuente variedad temática las ocho historias cortas basadas en el comic francés que le sirven de base, mientras la magia envuelve el despliegue sinfónico de “The black cauldron” (Tarón y el caldero mágico) (1985), gracias a la colaboración, que desde entonces estará presente en innumerables obras del maestro, de Cynthia Millar con las ondas martenot, instrumento electrónico de teclado inventado por Maurice Martenot con el fin de obtener innumerables sonidos musicales producidos por oscilaciones eléctricas.
Alcanzado un alto status en la industria y cansado de mostrar su lado más versátil, Elmer afronta, mediados los 80 y en mayor medida en los 90, un giro en su carrera que le lleva a elegir cuidadosamente sus trabajos en un acercamiento a historias sencillas, espirituales e intimistas. Se propone hablarnos en definitiva de la magia escondida en cada ser humano, en cada personaje, como motor para la difícil e infructuosa tarea de cambiar el mundo que les rodea, componiendo una serie de partituras que se encuentran entre las más bellas salidas de su batuta. En “Marie Ward” (Marie Ward) (1985) es una monja del siglo XVII la que lucha desesperadamente por cambiar los cánones de una sociedad machista a través de un viaje a lo largo de Europa donde abre escuelas para niñas de toda condición y clase. Otra joven, “Rambling Rose” (El precio de la ambición) (1991), cambia el pequeño mundo que la rodea en un pueblo del sur con su inocencia, su despertar a la vida y su duro aprendizaje. En “Amazing Grace and Check” (La voz del dilencio) (1987) es un chaval el encargado de alzar su voz para que se deje de jugar la liga de beisbol de su pueblo natal hasta que no se proceda al desarme de todas las armas nucleares. Finalmente con “Frankie Starlight” (Frankie y las estrellas) (1995) la voz de Elmer se levanta contra la discriminación de un hombre que sufre de enanismo y que recuerda su vida, llena de duros obstáculos y penurias, a caballo entre América e Irlanda.
En este breve repaso al conjunto de su obra, no podía faltar la relación que ha mantenido con el director Martin Scorssesse durante estos últimos años. Colaboración donde el maestro se mueve entre géneros y mediante composiciones muy dispares entre sí. Ambos van a conocerse durante el rodaje de “The grifters” (Los timadores) (1990), en la que Scorssesse ejerce labores de producción y donde Bernstein constata la capacidad que tiene Martin para saber que música quiere y donde encontrar su descanso. En “Cape fear” (El cabo del miedo) (1991), el maestro se limitaba a readaptar la banda sonora compuesta por Bernard Herrmann para el film de 1962 que servía de base a este tenso y violento remake. El punto más alto de esta colaboración se situa con la adaptación de la novela de Edith Wharton “The age of innocence” (La edad de la inocencia) (1993), donde la estrecha relación de ambos desemboca en un trabajo sonoro de suma elegancia, donde un waltz sirve de contrapunto a esta historia de fatales acontecimientos desencadenados por esas hipócritas y falsas reglas sociales del siglo pasado. Con “Bringing out the dead” (Al límite) (1999), la aportación de Elmer decrece en un score rodeado de canciones que solo le permiten acentuar las fantasmales apariciones que sufre un conductor de ambulancias de aquellos cuyas vidas no puede salvar. La relación entre ambos no salió del todo bien parada tras este filme, pues ejemplarizaba aquello que detestaba Bernstein, la tendencia al collage sonoro, la falta de confianza en la labor artesanal del músico. Cuando Scorssesse le encargó la composición de la música de su último film “Gangs of New York”, certificó la ruptura de tan fructífera relación. Los temp tracks, en forma de canciones, se habían apoderado del espíritu del film y Elmer tan amable como sincero se consideró incapaz de subrayar unas escasas escenas entre las que su música se perdía irremisiblemente. Abandonó el proyecto, pero algo de él había abandonado para siempre al cine.
Este humilde homenaje como tu música, Elmer, prescinde de epígrafes, de reglas de estructuración definidas, sale de muy dentro, de un sentimiento cuyo ubicación encuentro más allá de los sueños. Quiero pensar que has muerto dulcemente en tu cama, rodeado de los tuyos a los que tanto diste y de los que tanto recibiste. Mientras la última nota de “Lejos del cielo” resuena en mi mente como hace un año, a través de mi ventana veo ascender la luna por encima de las frías paredes de hormigón que me rodean. Te he escuchado atentamente mientras me hablabas de manera melancólica y nostálgica, como en un susurro. Me vence el cansancio. Recuerdo tu voz mientras cierro los ojos tumbado en mi solitaria cama, con el único deseo de que despunte el alba para que vuelvas a hablarme.
Para Elmer, en Madrid a 18 de Agosto de 2005.
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