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Au revoir, monsieur Jarre |
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Su última aparición pública en el Festival de Cine de Berlín el pasado mes de febrero, donde se le entregó un Oso de Oro Honorífico al conjunto de su carrera, lo decía todo sobre el delicadísimo estado de salud que atravesaba, postrado en una silla de ruedas y con un rostro amargamente envejecido. Antes que contemplar a una leyenda de la música de cine recibiendo un nuevo y merecido premio, la primera sensación al ver a Maurice Jarre sobre el escenario de la Berlinale era la de contemplar, con tristeza y resignación, a una leyenda viva recibiendo su último premio, su último homenaje, su despedida más sentida.
Seguramente Jarre, ganador de tres Oscar y de numerosos galardones internacionales, no necesitara otro más estando a las puertas de la muerte. Pero el reconocimiento de un festival como el de Berlín, no muy orientado hacia la figura del músico de cine (como suele suceder en la mayoría de festivales), deja un dulcísimo sabor de boca al recordar y reactivar la memoria de alguien que, pese a estar retirado desde hacía años, ha sido esencial en el cine de la silver age, ese vasto terreno que, una vez desaparecidas todas las leyendas de la golden age (con David Raksin como último estandarte), ha ido debilitándose con la desaparición de Jerry Goldsmith, Elmer Bernstein, Leonard Rosenman o, más recientemente, Neal Hefti; músicos que iniciaron su trayectoria en la golden age pero fueron testigos de primera mano de la repentina transformación de la maquinaria hollywoodiense, algo que ya pilló a un joven francés como Jarre en plena y constante renovación.
Guste o no guste su rígido e inconfundible estilo, cada vez más previsible y formulario con el paso de los años pero siempre provisto de sustancia y de una intachable distinción, el legado de Jarre en el cine de los últimos 45 años es importantísimo en cantidad y calidad, como certifican filmes y partituras de la talla de “The Man Who Would Be King”, “The Professionals”, “Is Paris Burning?”, “The Train”, “Crossed Swords”, “Gesu di Nazareth”, “Villa Rides!”, “The Collector”, “The Longest Day”, “Tai Pan”, “Gorillas in the Mist”, “Shadow of the Wolf”, “Witness”, “Dead Poets Society” o, por supuesto, sus cuatro colaboraciones con el director británico David Lean, parte esencial de la historia de la música de cine: “Lawrence of Arabia”, “Doctor Zhivago”, “Ryan’s Daughter” y “A Passage to India”.
Son más de 150 las partituras que deja a sus espaldas y, más allá de sus percusiones pomposas y claramente identificables, son varias sus contribuciones a la evolución de la banda sonora en las últimas décadas, ya fuera al integrar las músicas autóctonas en los argumentos de las películas, explorar los sonidos de las Ondas Martenot (en una línea similar a la de Elmer Bernstein) o, simplemente, pasar de escribir exultantes partituras sinfónicas a sentir una especial inquietud por el universo de los sintetizadores, un paso que muchos de sus colegas nunca se atrevieron a afrontar y que Jarre pudo experimentar gracias, sobre todo, al australiano Peter Weir, el cineasta que, junto a David Lean, más libertad y confianza depositó en un músico que puede presumir de haber trabajado con los más grandes, Alfred Hitchcock, John Frankenheimer, John Huston, Elia Kazan, Luchino Visconti, William Wyler, Henry Hathaway o Richard Brooks a la cabeza.
Es posible que Jarre, en ocasiones, se encerrara demasiado en su metódica manera de componer, exagerando en exceso lo que sucedía en pantalla (como en “Topaz”, “Five Card Stud” o la célebre “La caduta degli dei”, en la que resulta especialmente chillón). Pero como tantos otros músicos (Herrmann, Barry, Zimmer…), el padre de Jean-Michel Jarre tenía su estilo y quienes nunca han comulgado con él difícilmente pueden aprobar partituras como “The Night of the Generals”, “Jacob’s Ladder”, “Ghost” o incluso “Witness”, cuyo famoso tema de la construcción del granero efectivamente es más rico en colorido y matices cuando se escucha regrabado por una orquesta sinfónica. Pero Jarre, como buen músico de cine, prefirió que la música de una película sobre una comunidad encerrada en sí misma (la Amish), pese a establecer evidentes conexiones emocionales, sonara “en blanco y negro”, tan distante y fría como el mundo incomunicado de los granjeros. Sus detractores hasta le han criticado por repetir los acordes del tema principal de “Ryan’s Daughter” en “A Passage to India”, un parecido que podría resultar perfectamente comparable al de quienes opinan que los temas de “Superman” o “Raiders of the Lost Ark”, de John Williams, suenan exactamente igual.
Sus admiradores, en cambio, siempre le defenderán y admirarán por la desbordante belleza de “Doctor Zhivago”, la trepidante polifonía de “The Professionals”, la exquisita sensibilidad de “Ryan’s Daughter”, la potente exuberancia de “Tai Pan”, el animado colorido de “Crossed Swords”, la sencilla emotividad de “Dead Poets Society”, la intachable elegancia de “A Passage to India”, las alegres melodías de “Moon Over Parador” y, sobre todo, la elocuente majestuosidad de “Lawrence of Arabia”, la película que le dio la fama y, sin lugar a dudas, una de las más grandes partituras jamás escritas. Quienes todavía duden de la riqueza y la expresividad de la música de Jarre no tienen más que poner la película en su equipo doméstico y buscar la secuencia del rescate de Gasim. Música de cine (y cine) en estado puro. Merci beaucoup, monsieur Jarre.
30-marzo-2009
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