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Los Muros De Jericó |
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Cuenta el Antiguo Testamento (Josué, capítulo 6) cómo los israelitas tomaron la ciudad de Jericó en su acceso a la Tierra Prometida, trascurridos 40 años de ambulación por el desierto. Tras marchar una vez al día durante 6 días, el séptimo caminaron alrededor de la ciudad en siete ocasiones. En la última vuelta, los sacerdotes soplaron las trompetas, los israelitas gritaron y las paredes se derrumbaron.
Basta echar la vista atrás para analizar cómo la música de cine, en sus diversas épocas, ha atravesado etapas cíclicas y convergentes en un mismo punto. La tan cacareada y realista falta de originalidad que atraviesa la actual música compuesta para el audiovisual, no puede entenderse lo suficientemente equidistante respecto de la sufrida desde sus inicios. Diferentes épocas, distintos estilos.
Los estilos imperantes en cada una de ellas, han marcado el devenir de una disciplina que jamás ha perdido de vista su verdadera función: su condición de arte aplicada. Su vocación descriptiva y metafórica ha estado presente a lo largo de su existencia. Si el cine ha evolucionado a través de cien años, es lógico apreciar la misma actitud en la música que le ha servido de acompañamiento. Desde que Steiner y Korngold establecieran las bases de una música cinematográfica “ad hoc”, verdaderamente libre de las ataduras de la creación clásica (en cuanto pérdida de sustantividad propia), han surgido compositores que han trabajado a contracorriente impulsando una renovación capitular que sin dar frutos a largo plazo, ha logrado marcar una tendencia, a la postre, saludable y novedosa. La furibunda contraposición formal de Herrmann y la innovadora y portentosa contribución armónica de Friedhofer, a los modos y maneras introducidos por Rozsa, Newman o Tiomkin en los 40 (curiosamente con mayor calado popular), tuvieron su espejo en la fecunda década de los 50, donde la introducción de nuevas formas narrativas (la televisión) contribuyó a una etapa revolucionaria que sentó las bases de un cambio que supondría la defunción de los clásicos de la Edad de Oro, una década más tarde. La irrupción de Rosenman y North, del “psicologismo musical”, provocó que otros músicos, que alcanzarían el estrellato más adelante, vieran allanado su camino hacia un limitado vanguardismo, con Bernstein o Goldsmith como abanderados.
Sin embargo, el éxito de Henry Mancini iniciados los 60 provocó la cohabitabilidad de dos formas divergentes en la concepción musical: la contraposición de una música comercial, destinada a comedias y a géneros que tras lograr su cenit tomaban un tono crepuscular, a una música experimental (como el cine, no olvidemos) que anexaba el camino iniciado en los 50 a nuevas formas expresivas de marcada contemporaneidad. Además, la exploración llevada a cabo por el japonés Takemitsu o el italiano Morricone, destacados precursores de la aplicación de elementos electroacústicos y del uso de la instrumentación en las antípodas del cliché, parecían avanzar en la equiparación de la investigación que iniciaba este arte aplicado respecto de su hermana mayor, la llamada “música seria”. Ese distanciamiento no implicaba, sin embargo, que los abanderados del sonido comercial (requeridos por la industria, y a este fin, masivamente) no demostraran su interés por invadir el segundo. Williams (“Images”), Quincy Jones (“In cold blood”), Mancini (“Experiment in Terror”) o Schifrin (“The Exorcist”) flirtearon con indudable éxito en la exploración de un lenguaje innovador y talentoso.
La irrupción de la música electrónica en los 70 y su decadente desarrollo en décadas posteriores ha podido ser la causante del bajo nivel actual que presenta la disciplina. El acceso de compositores sin preparación, unido a las inmensas posibilidades que presenta hoy día la composición a la carta gracias al ordenador y al software, han contribuido a que la actual generación de músicos-cineastas se preocupe en exceso por no perder las posiciones de privilegio conquistadas. Sin ganas ni necesidad de dinamitar los estilos imperantes, sólo el trabajo personal de autores como Goldenthal, Yared, Shore o Thomas Newman parece aportar alguna idea fresca y novedosa. Tras los postrimeros coletazos de Williams y Morricone, últimos genios vivos, la disciplina parece encaminarse a un callejón sin salida, si lo que hacemos es adentrarnos en términos de calidad e innovación. De vez en cuando, alguna obra llama nuestra atención precisamente por intentar salirse de los cauces impuestos por unos productores que cada vez meditan más el tipo de producto a destinar al público juvenil, el verdadero cliente del cine actual, el material que ofrece la mayor rentabilidad. Hace unos días Darío Marianelli nos comentaba, privadamente, que su magnífica “Atonement” se cimentaba en la libertad que le había entregado su director. A ello contribuía claramente el tratarse de una producción europea y no norteamericana. Lacónicamente, Darío se felicitaba por haber tenido la oportunidad de “componer música, música, no música de cine”.
Una frase que parece resumir claramente que a pesar del deseo de derribar los muros de la mediocridad actual, va a ser necesario mucho más que unos cuantos gritos y unos pocos sacerdotes soplando metales, pentagrama en mano, para que en la música cinematográfica se instale el ardor revolucionario de antaño. Porque sin duda, los nuevos vanguardistas no son los de antes, ni la pléyade de compositores que trabajan de acuerdo a las normas imperantes tiene nada que ver con los talentosos artesanos de décadas precedentes.
13-noviembre-2007
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